Выбрать главу

—¿Sabes lo que está pasando? —le preguntó Miles a uno cualquiera mientras hacía una corta inspección e iba formando los catorce grupos comando que pensaba organizar.

—No —admitió el hombre. Hizo un gesto hacia el centro de la zona de las mujeres—. Pero quiero ir adonde van ésos…

Cuando llegó a doscientos, Miles cortó las admisiones en honor al nerviosismo creciente de Tris, que veía cómo se desvanecían sus fronteras. No mucho después, esa cortesía se convirtió en una carta más en su mano dentro de la partida de debate estratégico que todavía mantenía con la líder de las mujeres. Tris quería dividir su grupo como siempre lo había hecho, la mitad para el ataque y la mitad para mantener la base en orden e impedir que las fronteras se derrumbaran. Miles insistía en un esfuerzo total. Todo el mundo fuera.

—Si ganamos, no necesitarás más guardias.

—¿Y si perdemos?

Miles bajó la voz.

—No nos atreveremos a perder. Ésta es la única vez que tendremos la sorpresa de nuestro lado. Claro que podemos retroceder… intentarlo de nuevo, yo estoy preparado, no, obligado por mi forma de ser a seguir intentándolo hasta la muerte. Pero después de esto, lo que estamos tratando de hacer será evidente para cualquier grupo contrario y tendrán el tiempo necesario para preparar contraestrategias. Odio los estancamientos. Prefiero ganar la guerra de entrada. No me gustan las guerras largas.

Ella suspiró, cansada de pronto, agotada, vieja.

—Hace años que estoy en guerra, ¿sabes? Después de un tiempo, hasta una guerra perdida parece mejor que una larga.

Miles sentía que su propia determinación se derretía, chupada por el vórtice devorador de la misma duda negra. Señaló hacia arriba y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo ronco.

—Pero, seguramente, no si la pierdes contra esos hijos de puta.

Ella miró hacia arriba. Se le enderezaron los hombros.

—No. No contra ellos… —Respiró hondo—., De acuerdo capellán. Tendrás tu esfuerzo completo. Por una vez…

Oliver volvió de una vuelta de reconocimiento por los grupos comando y se puso en cuclillas al lado de los otros dos.

—Tienen sus órdenes. ¿Con cuántas va a contribuir Tris en cada grupo?

—La comandante Tris —corrigió Miles cuando los ojos de ella se endurecieron— Va a ofrecer un esfuerzo completo. Tendrás a todas.

Oliver hizo un cálculo rápido en el polvo con el dedo a modo de lápiz.

—Eso es… unas cincuenta por grupo… debería bastar. ¿Qué te parecen veinte grupos? Eso aceleraría la distribución cuando tengamos las líneas preparadas. Podría cambiar la suerte de la batalla.

—No —cortó Miles con rapidez cuando vio que Tris empezaba a asentir—. Tienen que ser catorce. Catorce grupos de batalla hacen catorce líneas para catorce montones. El catorce es… un número teológicamente significativo —agregó cuando vio que lo miraban con dudas.

—¿Por qué? —preguntó Tris.

—Por los catorce apóstoles —entonó Miles piadosamente.

Tris se encogió de hombros. Suegar se rascó la cabeza, empezó a decir algo y Miles lo cortó con una mirada furiosa. Suegar se calló.

Oliver lo miraba con los ojos atentos y entrecerrados, pero no siguió discutiendo.

Después vino la espera. Miles dejó de preocuparse por el peor de sus temores —que sus captores pusieran la comida demasiado pronto, antes de poder organizar sus planes— y empezó a preocuparse por el segundo de sus miedos, que la comida apareciera demasiado tarde, cuando él hubiera perdido el control de sus tropas y se le hubieran ido de las manos, aburridas y descorazonadas. Reunirlas había hecho que Miles se sintiera como un hombre que tira de una cabra con una soga de agua. Nunca le había parecido tan evidente la naturaleza insustancial de la «idea».

Oliver lo tocó en el hombro y señaló:

—Ahí vamos…

Un lado de la cúpula, a un tercio del borde del círculo de donde se encontraban ellos, había empezado a hincharse hacia adentro.

El momento era perfecto. Las tropas estaban listas, con el mejor ánimo. Demasiado perfecto… los cetagandanos habían estado observando todo el proceso, seguramente no perderían la oportunidad de hacerles la vida más difícil. Si el montón no aparecía temprano, tenía que aparecer tarde. O…

Miles saltó sobre sus pies, aullando.

—¡Esperad! ¡Esperad! ¡Esperad mi orden!

Sus grupos de asalto temblaron y dudaron, tentados por la meta anticipada. Pero Oliver había elegido bien a sus comandantes. Y ellos se quedaron, hicieron quedar a sus grupos y miraron a Oliver. Hacía tiempo habían sido soldados. Oliver miró a Tris, flanqueada por su lugarteniente, Beatrice, y Tris miró a Miles, enojada.

—¿Y ahora qué pasa? Vamos a perder la ventaja… —empezó a decir mientras empezaba la estampida general hacia el bulto de comida.

_Si me equivoco —aseguró Miles—, me suicido… ¡Esperad, mierda! ¡A mi orden! No veo… Suegar, levántame… —Se subió sobre los frágiles hombros de su amigo y miró la hinchazón de la cúpula. La pared de fuerza sólo había empezado a desaparecer cuando sus oídos atentos captaron los primeros gritos de desilusión. La cabeza le daba vueltas. Cuántos círculos dentro de otros círculos: si los cetagandanos sabían, y él sabía que ellos sabían y ellos sabían que él sabía que ellos sabían, y… cortó su verborrea interna cuando empezó a aparecer una segunda hinchazón en la pared, al otro lado del círculo, claro…

El brazo de Miles se tendió en el aire, señalándolo como un hombre que sacude los dados antes de tirarlos.

—¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahora, al ataque!

Entonces Tris comprendió, silbó y lo miró con respeto antes de darse la vuelta y correr a azuzar al cuerpo principal de las tropas detrás de los grupos de asalto. Miles se deslizó al suelo y empezó a correr detrás, cojeando.

Miró por encima de su hombro mientras la masa gris de humanidad se aplastaba contra el lado opuesto de la cúpula y cambiaba de dirección a mitad de la marcha. De pronto, se sintió como un hombre que trata de ganar a una gran ola. Se permitió un pequeño quejido anticipatorio y corrió con más rapidez.

Una posibilidad más de equivocarse mortalmente… no. Sus grupos de asalto habían llegado al montón y la comida estaba allí. E intentaban coger todas las barras. Las tropas de apoyo los rodearon con una pared de cuerpos justo en el momento en que todos los demás empezaban a llegar desde el perímetro de la cúpula. Los cetagandanos se habían engañado a sí mismos. Esta vez les habían ayudado.

Cuando lo alcanzó la marea, Miles pasó de disfrutar de la visión panorámica de comandante a tener el punto de vista de un gusano. Alguien lo empujó desde atrás, Miles dio con la cara en el polvo. Pensó que reconocía la espalda del robusto Pitt que saltaba sobre él, pero no estaba seguro: era posible que Pitt lo hubiera pisado en lugar de saltar por encima de él. Suegar lo asió por el brazo izquierdo para levantarlo y Miles se mordió los labios para no gritar de dolor. Ya había demasiados gritos.

Reconoció al muchacho que corría, que se preparaba junto a otro grandote. Miles pasó a su lado y le soltó:

—Se supone que tienes que gritar ¡Alíneaos!, no Jodeos…

Las señales siempre se degradan en el combate —murmuró para sí—, siempre.

Beatrice se materializó a su lado. Miles se aferró a ella al instante. Beatrice tenía su espacio personal, su perímetro privado, que se mantenía todo el tiempo a su alrededor. Miles la miraba fabricarlo con un codazo casual a la mandíbula de alguno y un ruido a roto que le retorcía el estómago. Si él intentara una cosa así, pensó con envidia, no sólo se rompería su propio codo sino que, probablemente, si su oponente fuera una mujer no sentiría el golpe ni siquiera en los pezones. Hablando de pezones, ahí estaba de pronto cara a… bueno no exactamente cara a cara, frente a la pelirroja. Resistió el impulso de acurrucarse en la tela suave y gris que cubría ese refugio con un suspiro de alegría. La idea era que si lo hacía, probablemente, terminaría con los dos brazos rotos. Alzó la vista hasta la cara rodeada de cabellos rojos.