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Tris se detuvo frente a Miles, que había sucumbido a la gravedad en algún momento de la segunda hora y que ahora yacía en el polvo, mirando sin ver hacia la cúpula y parpadeando en un esfuerzo para mantener los ojos abiertos. No había dormido nada durante el día y medio anteriores a su llegada al campo. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde entonces.

—He pensado en otra posibilidad —dijo Tris—. ¿Qué hacemos si no hacen nada? No cambian nada.

Miles sonrió, medio dormido.

—Es lo más probable. Ese intento por engañarnos en el último reparto de comida fue un desliz por su parte, creo yo.

—Pero sin enemigo, ¿cuánto tiempo podemos seguir fingiendo que somos un ejército? —Insistió ella—. Con esto nos has sacado de lo más profundo del pozo, pero cuando esto se termine, ¿qué pasará?

Miles se acurrucó y dejó fluir pensamientos extraños o informes, arrastrado por el comienzo de un sueño erótico sobre una pelirroja alta y agresiva. Soltó un bostezo.

—Entonces, pediremos un, milagro. Recuérdame que debo discutir lo de los milagros contigo… más tarde…

Se despertó a medias una vez, cuando alguien le metió una manta debajo del cuerpo. Sonrió a Beatrice entre sueños.

—Mutante loco —le soltó ella y lo hizo rodar sobre la manta—. No vayas a creer que esto ha sido idea mía.

—Suegar —murmuró Miles—, Dios mío, creo que le justo. —Se enroscó otra vez entre los brazos dulces de la Beatrice de ensueño a disfrutar de una paz temporal.

Por desgracia, el análisis de Miles fue correcto. Los cetagandanos volvieron a su rutina original con las barras de rata y no respondieron a los cambios de sus prisioneros. Miles no estaba seguro de que eso le gustara. En realidad le daba muchas oportunidades para afinar el sistema de distribución, pero algún tipo de ataque de la cúpula habría servido para dirigir la atención de los prisioneros hacia fuera, les habría devuelto un enemigo que aliviara en algo el aburrimiento paralizante de sus vidas. Si la cuestión se alargaba demasiado, Tris acabaría teniendo razón.

—Odio a los enemigos que no cometen errores —murmuró Miles, irritado, y puso todos sus esfuerzos en las cosas que sí podía controlar.

Buscó un prisionero flemático con un buen latido cardíaco y le pidió que se acostara en el polvo y contara los latidos para marcar el tiempo de la distribución para después trabajar sobre cómo reducir ese tiempo.

—Es un ejercicio espiritual —anunció cuando ordenó que sus catorce hombres distribuyeran las barras de rata a grupos de doscientos con descansos de treinta minutos entre un grupo y otro.

—Es un cambio de ritmo —explicó a Tris, apartándola de los demás—. Si no podemos inducir a los cetagandanos a que provean algo de variedad, tendremos que hacerla nosotros mismos.

También ordenó que se contabilizaran con exactitud a los prisioneros supervivientes. Estaba siempre en todas partes, exhortando, buscando, empujando, reprimiendo.

—Si realmente quieres que lo hagamos más rápido, será mejor que nos des más montones, mierda —protestó Oliver.

—No blasfemes —dijo Miles y se dedicó a enseñar a los grupos cómo distribuir los montones en otros más pequeños, colocados a espacios regulares sobre la superficie del campo para apresurar la distribución.

Al final de la comida número diecinueve desde que él había entrado en el campo, Miles decidió que su sistema de distribución estaba completo y que era teológicamente correcto. Si llamaba «día» al tiempo que llevaba recibir dos comidas, había estado allí nueve días.

—Estoy listo —refunfuñó—, y es demasiado pronto.

—¿Lloras porque no tienes otros mundos que conquistar? —le preguntó Tris con una mueca sarcástica.

Para la llamada trigésimo segunda, el sistema todavía funcionaba bien, pero Miles empezaba a inquietarse.

—Bienvenido al tiempo eterno —dijo Beatrice con amargura—. Será mejor que empieces a serenarte, hermano Miles. Si lo que dice Tris es cierto, vamos a estar aquí todavía más tiempo por tu culpa. Tengo que acordarme de agradecértelo alguna vez. —Le sonrió con una mueca de amenaza y Miles recordó prudentemente que tenía algo que hacer al otro lado del campo.

Beatrice tenía razón, pensó Miles, deprimido. La mayor parte de los prisioneros contaba su tiempo de cautiverio en meses y años, no en días y semanas. Él mismo terminaría diciendo tonterías en un tiempo que cualquier otro calcularía como un suspiro. Se preguntó con amargura qué forma tomaría su locura personal. ¿Maníaca, inspirada en el espejismo brillante de que era… digamos, un conquistador de Komarr? ¿O depresiva, como había pasado con Tremont, que se había metido en sí mismo hasta convertirse en nada, una especie de agujero negro humano?

Milagros. Había habido líderes en la historia que se habían equivocado al elegir el momento para sus batallas y habían llevado a sus rebaños a la montaña a esperar un apocalipsis que nunca llegaría. Después de eso, las vidas de esos líderes estaban marcadas por la oscuridad y la bebida. Pero aquí no había nada que beber. Miles deseaba tomarse seis dobles, aquí y ahora.

Ahora. Ahora. Ahora.

Miles adquirió la costumbre de recorrer el perímetro de la cúpula después de cada comida, en parte para hacer o fingir que hacía una inspección, en parte para quemar algo de la energía nerviosa que se le acumulaba en el cuerpo cada vez más. Le costaba mucho dormir. Había habido un período de quietud en el campo después de que se regularon con éxito las distribuciones de comida, como si el orden hubiera sido un cristal arrojado en una solución muy saturada. Pero en los últimos días, el número de peleas de puños había aumentado. Los hombres que ejercían de policías también se estaban volviendo más irritables y recurrían a la violencia con mayor rapidez. Estaban adquiriendo una forma de contonearse al caminar que era desagradable y potencialmente peligrosa. Fases de la luna. ¿Quién podía ganar a la luna?

—Más despacio, Miles —se quejó Suegar que trataba de seguirle el paso.

—Lo lamento. —Miles aflojó las zancadas y se sacudió su abstracción para mirar a su alrededor. La cúpula brillante se elevaba a su izquierda y parecía pulsar con un zumbido molesto que estaba justo por debajo de lo que captaba su oído. El silencio se extendía a su derecha, grupos de gente, en su mayoría sentada. Las cosas no habían cambiado demasiado desde su primer día en ese lugar. Tal vez un poco menos de tensión, tal vez un poco más de cuidado para los enfermos y los heridos. Fases de la luna. Se sacudió la inquietud que lo dominaba y sonrió con alegría a Suegar.

—¿Estás recibiendo respuestas más positivas para tus sermones estos días? —le preguntó.

—Bueno… nadie trata de pegarme —dijo Suegar—. Pero lo cierto es que, con todo el trabajo de las comidas y eso, tampoco he predicado mucho. Y además está la policía. Es difícil decirlo.

—¿Vas a seguir intentándolo?

—Ah, sí. —Suegar hizo una pausa— He estado en lugares peores que éste. Estuve en un campo minero una vez, cuando no era más que un chiquillo. Un descubrimiento de minas de gemas de fuego. Por una vez, en lugar de ser una compañía grande o el gobierno, el lugar se había dividido en cientos y cientos de pequeñas concesiones de unos dos metros cuadrados cada una. Los tipos cavaban a mano, con paletas y escobillas (las gemas de fuego grandes son muy delicadas, ya sabes, se rompen en pedazos si las golpeas), cavaban bajo el sol abrasador, día tras día. Muchos de esos tipos tenían menos ropa que nosotros. Muchos de ellos comían menos y con menos frecuencia. Trabajando hasta reventar. Más accidentes, más enfermos que aquí. También había peleas, muchas.

»Pero vivían para el futuro. Te aseguro que llevaban a cabo las proezas más increíbles de resistencia física, y lo hacían por la esperanza, siempre voluntariamente. Estaban obsesionados. Estaban… bueno, tú te pareces mucho a ellos. No querían darse por vencidos por nada del mundo. Convertían una montaña en un abismo en menos de un año, con paletas de albañil. Era una locura. A mí me encantaba.