»Este lugar… —Suegar miró a su alrededor—. Este lugar puede aterrorizar a cualquiera, volverlo loco de miedo. —Tocó con la mano derecha el brazalete de harapos—. Este lugar se va a tragar nuestro futuro, este lugar te traga entero… es como si la muerte fuera sólo una formalidad. Una ciudad zombie. Una ciudad suicida. El día que deje de intentarlo, este lugar me va a devorar.
—Mmmm —dijo Miles para darle la razón.
Se estaban acercando a lo que Miles creía que era el punto más lejano del circuito a partir del lugar en el que habían dejado las mantas, cerca de las fronteras de las mujeres, que ahora se habían vuelto permeables.
Un par de hombres caminaba por el perímetro en dirección contraria. Se reunieron con otro par en pijamas grises. Como por casualidad, espontáneamente, tres más se levantaron de sus mantas a la derecha de Miles. No podía estar seguro sin volver la cabeza, pero suponía que había más movimiento acercándosele por detrás.
Los cuatro que se acercaban se detuvieron a unos metros, Miles y Suegar dudaron. Hombres de gris, todos de distinto tamaño pero todos más grandes que Miles — ¿había alguien más pequeño que él, por cierto?—, con el ceño fruncido, cargados de una tensión feroz que tocaba a Miles y le ponía los nervios de punta. Reconoció solamente a uno de ellos, otro de los hermanos robustos que había visto en compañía de Pitt. No se molestó en sacar los ojos del lugarteniente de Pitt para buscar a hombres de la policía. En primer lugar, estaba casi seguro que uno de los hombres que se enfrentaba a ellos era de la policía.
Y lo peor era que este aprieto —los tenían entre la espada y la pared, si se podía decir eso en un lugar sin paredes— era culpa suya, por haber dejado que sus movimientos cayeran en una rutina diaria predecible. Un error estúpido, básico, el error de un principiante. Eso era imperdonable.
El lugarteniente de Pitt se adelantó, mordiéndose el labio y mirando a Miles con los ojos vacíos. Se está convenciendo a sí mismo, pensó Miles. Silo único que quisiera es convertirme en picadillo, podría hacerlo hasta en sueños. El hombre deslizó una cuerda de tela cuidadosamente trenzada entre sus dedos. Una cuerda para estrangular… no, no iba a ser otra paliza. Esta vez iba a ser asesinato premeditado.
—Tú —dijo con voz ronca—. Al principio me tenías confundido. No eres uno de nosotros. No podrías ser uno de nosotros. Mutante… Tú mismo me diste la clave. Pitt no era un espía de los cetagandanos. Tú lo eres… —agregó y se lanzó hacia adelante.
Miles se agachó, golpeado por una súbita comprensión y el ataque salvaje, que lo sacudieron al mismo tiempo. Mierda, sabía que tenía que haber una razón por la que la idea de acabar con Pitt de la forma en que lo había hecho no lo había convencido del todo, a pesar de lo práctica que parecía. La acusación falsa era un arma de doble filo, tan peligrosa para el que la empuña como para su enemigo. Tal vez el lugarteniente de Pitt realmente creía en la acusación que estaba haciendo. Miles había empezado una caza de brujas. Justicia poética que él fuera la primera víctima, pero ¿adónde llevaría esa caza a los prisioneros del campo? Sin duda, los cetagandanos no habían interferido últimamente. Debían de estar cayéndose de las sillas de risa —error tras error tras error hasta terminar aquí—, muriendo de forma estúpida como un gusano a manos de otros gusanos dentro de un agujero de gusanos…
Unas manos lo aferraron, él se retorció espasmódicamente, dando patadas con todas sus fuerzas, pero sólo pudo soltarse en parte. Junto a él Suegar se retorcía, golpeaba, gritaba con energía demoníaca. Tenía alcance, pero no masa. Miles no tenía ni alcance ni masa. Pero Suegar se las arregló para anular a uno de los atacantes de Miles durante un momento.
De pronto, los hombres aferraron el brazo izquierdo de Suegar, que se había despegado de su cuerpo tratando de golpear. Miles hizo una mueca anticipando el ruido familiar de un hueso que se quiebra, pero en lugar de eso, uno de los hombres arrancó el harapo de la escritura de la muñeca de Suegar.
—¡Eh, Suegar! —se burló, bailando hacia atrás—. ¡Mira lo que tengo!
La cabeza de Suegar giró en redondo. Se había distraído de su defensa apasionada de Miles. El hombre sacó el pedazo arrugado de papel de su bolsa de tela y lo sacudió en el aire. Suegar lanzó un grito desesperado y se lanzó hacia él, pero otros dos cuerpos lo bloquearon. El hombre rompió el papel en pedazos y se detuvo, como si no supiera qué hacer con él. Después, con una sonrisa, se metió los trocitos en la boca y empezó a masticarlos. Suegar aulló.
—Mierda —gritó Miles, furioso—. ¡Me querías a mí! No tenías por qué hacer eso… —Golpeó con toda la fuerza de su puño la cara del atacante más cercano, que se había distraído un momento mirando a Suegar.
Sintió que sus huesos se estremecían desde la muñeca hacia arriba. Estaba tan harto de sus huesos, cansado de que le dolieran una y otra y otra vez…
Suegar chillaba, gritaba, lloraba y trataba de alcanzar al hombre que estaba masticando el papel. El hombre permanecía., quieto y sonreía mientras masticaba. Suegar perdió toda ciencia en sus ataques y se lanzó como un molino de viento. Miles lo, vio caer y después no le quedó atención, para otra cosa que no fuera el apretón de anaconda de la cuerda que se había enroscado en su cuello. Logró poner una mano entre el cuello y la cuerda, pero era la mano rota. Sintió sogas de dolor dentro del brazo que le corrían por la piel hasta el hombro. La presión en su cabeza llegó al paroxismo y le cerró la visión. Nubes de color púrpura oscuro y amarillo sucio hervían frente a sus ojos como cabezas de tormenta. Una imagen fugaz de un manojo de cabello rojo…
Después estaba en el suelo, y la sangre, la maravillosa sangre volvía a su cerebro hambriento de oxigeno. Dolía y era buena, caliente y palpitante. Se quedó un momento allí. Quieto. No le importaba nada. Hubiera sido tan bueno no tener que volver a levantarse…
La maldita cúpula, fría, blanca y sin rasgos, se burló de su visión que regresaba poco a poco. Miles se puso de rodillas y miró a su alrededor. Beatrice, algunos policías y algunos hombres del comando de Oliver perseguían a los casi asesinos de Miles por el campo. Seguramente, se había desmayado apenas unos segundos. Suegar estaba en el suelo, unos metros más allá.
Miles se arrastró hasta él. El hombre flaco yacía enroscado alrededor de su estómago, la cara pálida, verdosa y húmeda. Temblores involuntarios le sacudían el cuerpo. Nada bueno. Shock. Mantenga al paciente caliente y adminístrele sinergina. No había sinergina. Miles se sacó la túnica y la puso sobre el cuerpo de Suegar.
—¿Suegar? ¿Estás bien? Beatrice ha ahuyentado a esos bárbaros…
Suegar levantó la vista y sonrió, pero la sonrisa desapareció de inmediato en el remolino de una mueca de dolor.
Finalmente volvió Beatrice, jadeando, furiosa.
—Locos de mierda —saludó sin pasión—. No necesitáis un guardaespaldas. Lo que necesitáis es una niñera. —Se arrodillo junto a Miles para mirar a Suegar y apretó los labios. Miró a Miles y se le oscurecieron los ojos. Las arrugas de su frente se hicieron más profundas.
Acabo de cambiar de idea, pensó Miles. No empieces a preocuparte por mí, Beatrice, no te encariñes con nadie. Lo único que conseguirás es hacerte daño. Una y otra vez y otra y otra…
—Será mejor que volváis a mi grupo —sugirió Beatrice.
—No creo que Suegar pueda caminar.