Beatrice llamó a algunos musculosos que metieron al hombre flaco en una manta y se lo llevaron de vuelta al lugar en que siempre dormían. A gusto de Miles, se parecía demasiado al coronel Tremont.
—Quiero un médico —ordenó Miles.
Beatrice volvió llevando del brazo a una mujer mayor, muy enojada.
—Seguramente le han reventado el vientre —dijo la doctora—. Si tuviera un visor de diagnóstico, os diría qué se le ha roto. ¿Tenéis un visor de diagnóstico? Necesita plasma y sinergina. ¿Tenéis? Podría cortarlo y hacerle un parche y apresurar la curación con estimulación eléctrica si tuviera una sala de operaciones. Os aseguro que estaría en pie de nuevo en tres días. Sin problemas. ¿Tenéis una sala de operaciones? Supongo que no.
»Dejad de mirarme así. Hubo un tiempo en que yo creía que podía curar. Este lugar me ha enseñado que no soy más que la intermediaria entre la tecnología y el paciente. Y como ahora no tengo tecnología, no soy nada.
—¿Pero qué se puede hacer? —dijo Miles.
—Cubrirlo. En unos días, mejorará o morirá, según lo que se le haya roto dentro. Eso es todo. —Hizo una pausa y se quedó de pie con los brazos cruzados mirando a Suegar con rencor, como si sus heridas fueran una afrenta personal. Y así era, para ella. Otra carga de pena y fracaso que arrastraba por el polvo el viejo y querido orgullo de curar— Creo que se va a morir —agregó.
—Yo también lo creo —dijo Miles.
—¿Entonces para qué me habéis llamado? —La doctora se alejó a grandes zancadas.
Más tarde volvió con una manta y unos harapos y ayudó a colocarlos sobre Suegar para darle más calor. Después se fue, tan furiosa como antes.
Tris informó a Miles:
—Tenemos a los tipos que trataron de matarte. ¿Qué les hacemos?
—Suéltalos —dijo Miles—. No son el enemigo.
—¡Sí que lo son, mierda!
—Enemigos míos no, por lo menos. Fue un caso de error de identidad. Yo soy sólo un viajero sin sombrero que pasaba por ahí en ese momento.
—Despiértate, hombrecito. No comparto la creencia de Oliver en tu «milagro». No estás pasando por aquí. Aquí te quedas.
Miles suspiró.
—Estoy empezando a creer que tienes razón. —Miles miró a Suegar, escuchó su respiración: muy poco profunda, muy rápida. Se puso en cuclillas a su lado—. Seguramente, esta vez tienes razón. De todos modos… suéltalos.
—¿Por qué? —se quejó ella, furiosa.
—Porque yo lo digo. Porque te lo pido. ¿Quieres que te ruegue por ellos?
—¡Aaj! No, no. ¡De acuerdo! —Tris se volvió y se alejó, mientras se pasaba las manos a través del cabello cortado y murmuraba cosas entre dientes.
Pasó un tiempo sin tiempo. Suegar yacía de costado sin hablar, aunque abría los ojos de vez en cuando. Los abría sin ver. Miles le mojaba los labios con agua periódicamente. Llegó y pasó una comida, sin incidentes ni la participación de Miles. Beatrice se les acercó y dejó caer dos raciones junto a ellos, los miró con desaprobación y se fue.
Miles acunaba su mano herida. Estaba sentado con las piernas cruzadas revisando el catálogo de errores que lo habían llevado a ese punto. Pensó en su evidente capacidad para hacer matar a sus amigos. Tenía la premonición espantosa de que la muerte de Suegar iba a ser casi tan horrible como la del sargento Bothari hacía seis años, y había conocido a Suegar apenas hacía unas semanas, no unos años. Había aprendido que el dolor repetido una y otra vez hace que uno tenga más miedo de las heridas, no menos, un terror cada vez más grande, más profundo, más adentro, en las entrañas. De nuevo no, otra vez no, nunca más…
Se quedó tendido boca arriba y miró la cúpula, el ojo blanco de un dios muerto que nunca parpadeaba. ¿Acaso había otros amigos que habían muerto a manos de ese dios? Sería muy digno de los cetagandanos dejarlo ahí sin saber nada para que la duda y el miedo lo volvieran loco poco a poco.
O lo volvieran loco bruscamente, ahora mismo . El ojo del dios parpadeó.
Miles parpadeó también, nervioso, abrió los ojos de par en par, miró la cúpula como si hubiera podido atravesarla con los ojos. ¿Había parpadeado realmente? ¿O era un parpadeo causado por una alucinación? ¿Estaba perdiendo la cabeza?
La cúpula parpadeó de nuevo. Durante un instante, la noche planetaria entró en el lugar, y la niebla y la llovizna y el beso de un viento húmedo y frío. El aire del planeta, sin filtros, olía como a huevos podridos. La oscuridad desacostumbrada era cegadora.
—¡DISTRIBUCIÓN! —aulló Miles con toda su voz.
Entonces el limbo se transformó en caos como bajo el brillo fosforescente de una bomba que cala sobre un grupo de edificios. Una luz roja iluminó el lado de una nube enorme e hirviente de deshechos que se alzaba rugiendo hacia el cielo. Una cadena de golpes semejantes rodeó el campo, sacudiendo la noche, ensordeciendo a los que no estaban protegidos. Miles, que todavía gritaba, no oía su propia voz. El fuego de los que se defendían desde el suelo arañó las nubes con líneas de luz de colores.
Tris, con los ojos muy abiertos, pasó a su lado a toda velocidad. Miles la cogió por el brazo con la mano buena y hundió los talones en el suelo para frenarla y acercarla a su cara y así poder gritarle en el oído.
—¡Ya estamos! Organiza a los líderes de los catorce grupos, haz que pongan en línea a sus primeros bloques de doscientos y que los hagan esperar alrededor del perímetro. Busca a Oliver, tenemos que hacer que los de la policía mantengan a los demás esperando el turno bajo control. Si esto sale exactamente como lo practicamos, todos vamos a salir de aquí. —Eso espero—. Pero si se tiran sobre los transbordadores como se tiraban sobre la comida, no saldrá nadie. ¿Me sigues?
—Nunca hubiera creído… no pensaba… ¿Transbordadores?
—No tienes que pensar. Ya lo hemos practicado cincuenta veces. Sigue el ejercicio de la comida. ¡El ejercicio!, ¿entiendes?
—¡Tú… hijo de puta…! —El movimiento de la mano de Tris, mientras salía corriendo a cumplir las órdenes, se parecía mucho a un saludo militar.
Una cadena de luces iluminó el cielo sobre el campo, como si un relámpago estallara una y otra vez, volviendo la escena blanca y fantasmal El campo hervía como un hormiguero que alguien acabara de pisotear. Hombres y mujeres corrían de un lado a otro, gritando su confusión. No era exactamente la visión ordenada que Miles tenía en mente: ¿por qué, por ejemplo, habían elegido los suyos la noche para atacar y no el día?; se lo reprocharía después, cuando terminara de besarles los pies.
—¡Beatrice! —Miles hizo un gesto para que ella se acercara—. ¡Pasa la voz! Estamos haciendo el ejercicio de la comida. Pero en lugar de una barra de rata, cada uno tendrá un asiento en un transbordador. Haz que todos lo entiendan… que nadie se vaya corriendo hacia la noche o perderá el vuelo. Después vuelve y quédate con Suegar. No quiero que se pierda ni que lo pisen. Cuídalo.
—No soy una estúpida. ¿Qué transbordadores?
El sonido que los oídos de Miles habían estado esperando horadó el aire por fin: un gemido agudo, facetado, que se hacía cada vez más ensordecedor. Bajaron desde las nubes hirvientes y escarlatas como insectos monstruosos con caparazones y alas y las patas extendidas. Transbordadores de combate perfectamente armados, dos, tres, seis… siete, ocho… Los labios de Miles se movían al contar. Trece, catorce, por Dios. Se las habían arreglado para conseguir el #B-7 a tiempo.
Miles los señaló.
—Mis transbordadores.
Beatrice estaba de pie con la boca abierta, mirando hacia arriba.
—Dios. Son preciosos. —Miles casi podía ver cómo la mente de la pelirroja se lanzaba a la carrera— Pero no son nuestros. Ni de los cetagandanos. ¿Quién diablos…?