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Los labios de Tung se movieron en una subvocalización.

—A-4, cargada, B-7, vacía. Pérdida total, ningún superviviente. El transbordador de combate 5 del Triunfo está destruido y el piloto en recuperación.

No había perdido a sus comandantes. Los sucesores del coronel Tremont, que había elegido y entrenado con tanto cuidado, estaban a salvo. Abrió los ojos llenos de dolor y descubrió a Beatrice que lo miraba, ansiosa porque para ella los números de los Dendarii no significaban nada.

—¿Doscientos muertos? —susurró.

—Doscientos seis —corrigió Miles. Las caras, nombres, voces familiares de los seis Dendarii pasaron por su memoria. Los doscientos prisioneros también debían de tener rostros. Pero los bloqueó en la mente porque hubieran representado un peso excesivo.

—Estas cosas pasan —murmuró Beatrice aturdida.

—¿Estás bien?

—Claro que sí. Estas cosas pasan. Son inevitables. No soy una llorona que se derrumba bajo el fuego… —Parpadeó con rapidez, levantando el mentón—. Dame… dame algo qué hacer. Cualquier cosa.

Y rápido, agregó Miles por ella. De acuerdo. Le señaló el campo.

—Ve a ver a Pel y a Liant. Divide los grupos que quedan en bloques de treinta y tres y agrégalos a los de la tercera ola. Tendremos que enviar la tercera sobrecargada. Después infórmame. Ve rápido, el resto de los transbordadores volverá en unos minutos.

—Sí, señor —dijo ella y saludó. Era ella la que lo necesitaba, no él. Orden, estructura, racionalidad, una cuerda a la que aferrarse. Él le devolvió el gesto con gravedad.

—Ya estaban sobrecargados —objetó Tung apenas ella estuvo lejos— Van a volar como ladrillos con 233 a bordo. Y tardaremos más en cargarlos y descargarlos.

—Sí. Dios. —Miles dejó de dibujar números en el barro inútil— Por favor, pasa los números al ordenador por mí, Ky. No confío en mí mismo. No sé si sabría sumar dos más dos en este momento. ¿Cuánto retraso llevaremos cuando llegue el cuerpo principal de cetagandanos? Lo más exacto que puedas, sin mentiras, por favor.

Tung murmuró en el equipo, recitó números, márgenes, cuentas de tiempo. Miles lo seguía detalle a detalle con gran intensidad. Tung terminó de repente.

—Al final de la primera ola, nos quedarán cinco transbordadores para descargar cuando nos ataquen.

Mil hombres y mujeres…

—¿Puedo sugerir, señor, con todo respeto, que ha llegado el momento de cortar las pérdidas? —dijo Tung.

—Sí, comodoro.

—Opción número uno, de eficiencia máxima. Bajar sólo siete transbordadores en la última vuelta. Dejar las últimas cinco cargas de prisioneros en tierra. Los volverán a encerrar, pero por lo menos estarán vivos. —La voz de Tung adquirió un tono persuasivo en la última línea.

—Un sólo problema, Ky. Yo no quiero quedarme aquí.

—Todavía puedes subir en el último transbordador, tal como prometiste. Y a propósito, ¿te he dicho ya que creo que esa decisión fue la mayor estupidez que haya oído en los últimos tiempos?

—De manera muy elocuente, con las cejas, hace un rato. Y aunque me inclino a estar de acuerdo contigo, ¿has notado la forma en que me miran constantemente los prisioneros que quedan? ¿Nunca has visto un gato mirando a un saltamontes?

Tung se sacudió, inquieto y observó el fenómeno que Miles le describía.

—No me gusta la idea de matar a los últimos mil para poder poner el transbordador en el aire.

—Tal vez no se den cuenta de que no vienen más transbordadores hasta que estemos arriba.

—¿Entonces los dejamos aquí… esperándonos? —Las ovejas levantan la vista, pero nadie las alimenta…

—Correcto.

—Te gusta esa opción, Ky?

—Me da ganas de vomitar, pero… hay que considerar a los otros nueve mil. Y a la flota. La idea de tirarlos a todos a la basura en un esfuerzo destinado al fracaso en favor de éstos… pecadores miserables tuyos me da todavía más ganas de vomitar. Nueve décimos de una carga es mucho mejor que nada.

—Entiendo. Pasemos a la opción dos, por favor. El vuelo para salir de la órbita está calculado según la velocidad de la nave más lenta, que es…

—Los cargueros.

—¿Y la más rápida sigue siendo el Triunfo?

—Claro que sí. —Tung la había capitaneado una vez.

—Y la mejor armada.

—Sí. ¿Y qué? —Tung veía perfectamente adónde lo llevaba Miles. Su aparente incomprensión era sólo una forma de resistirse.

—Los primeros siete transbordadores que suban en el último envío descargan en los cargueros y salen a tiempo. Hacemos volver a cinco de los pilotos de lucha del Triunfo, pero tiramos y destruimos las armas. Uno ya tiene daños, ¿verdad? Los últimos cinco de esos transbordadores de batalla se colocan junto al Triunfo y los protegemos del fuego de los cetagandanos con la armadura total de la nave. Ponemos a los prisioneros en los pasillos, cerramos los transbordadores y salimos disparados.

—La masa agregada de miles de personas…

—Sería menos que la masa de un par de los transbordadores de lucha. Si es necesario, destruimos también los transbordadores para entrar en la ventana de masa/ aceleración que necesitamos.

—Recargaría el sistema de mantenimiento de vida…

—El oxígeno de emergencia nos llevaría hasta el punto de salto. Después del salto, podemos distribuir a los prisioneros en otras naves, como nos convenga.

La voz de Tung se iba cargando de angustia.

—Esos transbordadores de combate son nuevos, los acabamos de estrenar. Y mis luchadores, cinco, ¿te das cuenta de lo difícil que será conseguir los fondos para reemplazarlos? Serían más o menos…

—Te he pedido que calcules el tiempo, Ky, no el costo —dijo Miles entre dientes. Agregó con más tranquilidad—: Los pondré en la cuenta de los servicios prestados.

—¿Alguna vez has oído la frase «costo excedido»? Seguramente… —Tung volvió su atención a su equipo, que era una extensión de la sala táctica del Triunfo. Se hicieron cálculos, se dieron instrucciones nuevas y se ejecutaron.

—Funciona —suspiró Tung— Nos concede otros quince minutos a un precio altísimo. Si nada sale mal… —continuó en un murmullo frustrado, tan impaciente como Miles con su incapacidad para estar en tres lugares al mismo tiempo—. Ahí vuelve mi transbordador —agregó en voz alta. Miró a Miles, poco convencido de la idea de dejar a su almirante allí abajo librado a sus propios recursos, y obviamente encantado con la idea de salir de la lluvia ácida, la oscuridad y el barro y estar más cerca del centro nervioso de la operación.

—Fuera —dijo Miles— De todos modos, no podemos ir juntos. Va contra las reglas.

—Reglas, bah —exclamó Tung, furioso.

Con la salida de la tercera tanda de transbordadores, quedaron apenas dos mil prisioneros en tierra. Las cosas se hacían cada vez más difíciles, el círculo se cerraba. Las patrullas de combate volvían de sus misiones de penetración en las instalaciones de los cetagandanos. Si algún oficial cetagandano conseguía organizarse lo suficiente como para retrasarlos, la marea cambiaría peligrosamente.

—Te veré en el Triunfo —enfatizó Tung.

Se detuvo para abrazar al teniente Murka, lejos de los oídos de Miles. Miles sonrió con pena por el pobre teniente sobrecargado de trabajo. Podía adivinar las órdenes que le estaba dando Tung. Si Murka no volvía con Miles, con toda probabilidad le convendría quedarse abajo.

Ahora no quedaba otra cosa que una pequeña espera. Darse prisa y esperar. Y esperar, sentía Miles, era muy malo para él. Permitía que su nivel de adrenalina autogenerada bajara furiosamente y le dejaba darse cuenta de lo cansado y contusionado que estaba en realidad. Los estallidos que habían iluminado la escena se estaban convirtiendo en un brillo rojo continuo.