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—… y que me tienen en una jarra en el sótano, claro —murmuró Miles.

—Pero Karal dice que lo vio con su abuelo en la feria de Hassadar, y que solamente le pareció enclenque y enfermizo. Algunos dicen que su padre lo metió en el Servicio y otros que no, que se fue a otro planeta, a la casa de su madre e hizo que convirtieran su cerebro en un ordenador y que alimentaran su cuerpo con tubos, y que pasa todo el tiempo flotando en un líquido…

—Sabía que habría una jarra en algún lugar de esta historia suspiró Miles, haciendo una mueca. También sabías que no te iba a gustar la respuesta y que ibas a arrepentirte de haber preguntado, pero tenías que hacerlo. Ella estaba poniéndole un cebo, pensó Miles de pronto. ¿Cómo diablos se atrevía … ? Pero no había humor en ella, solamente una vigilancia atenta, aguda.

Había salido de su pueblo, lejos, hacia una especie de limbo extraño para hacer esa denuncia desafiando a la familia y a las autoridades locales, desafiando los códigos establecidos y las costumbres. ¿Y qué le había dado su conde como escudo y apoyo para volver a enfrentarse a la rabia de los que más amaba, de sus seres más cercanos? Le había dado a Miles. ¿Y Miles podría manejar ese asunto? Seguro que ella se lo preguntaba. ¿O más bien revolvería el avispero para después huir a la carrera, dejándola sola para enfrentarse al remolino de la rabia y la venganza?

Miles deseaba haberla dejado llorando frente al portón.

El bosque, fruto de muchas generaciones de cultivo de vegetación para formar un ambiente terrestre, se abrió bruscamente frente a un valle de arbustos nativos de color castaño. En medio del valle corría una faja ancha de rosales con rosas verdes y rosadas, evidentemente por un accidente de la química del suelo. Miles lo comprobó con asombro cuando se acercaron más. Rosas de la tierra. El sendero se hundió en la masa fragante de flores y desapareció.

Miles se turnó con Pym para abrir el camino con los machetes del Servicio. Los rosales estaban llenos de vigor y de espinas gruesas y devolvían el golpe con un rebote elástico. Gordo Tonto hizo lo suyo meneando la gran cabeza adelante y atrás y estirando el cuello para arrancar las flores y comérselas con alegría Miles no estaba seguro de cuánto debía dejarle comer: el hecho de que la especie no fuera nativa de Barrayar no significaba que no fuera venenosa para los caballos. Miles pensó en eso y se puso a recordar la terrible historia ecológica de Barrayar.

Los cincuenta mil recién llegados de la Tierra sólo habían querido ser la punta de lanza de la colonización de Barrayar. Después, por una anomalía gravitacional, el agujero estrecho por el que habían saltado los colonizadores se cerró irrevocablemente, sin aviso. La transformación del planeta para hacerlo parecido a la Tierra, que había sido tan cuidadosa y controlada en un comienzo, se derrumbó junto con todo lo demás. Las especies de plantas y animales importadas de la Tierra se escaparon y se hicieron salvajes porque los seres humanos tenían toda su atención puesta en los problemas más urgentes de supervivencia. Los biólogos todavía lloraban las extinciones masivas de especies nativas que habían seguido a ese descontrol, las erosiones y las sequías y las inundaciones, pero en realidad, pensó Miles, a través de los .siglos de la Era del Aislamiento, los más aptos de ambos mundos habían luchado hasta lograr un nuevo equilibrio perfecto. Si la cosa estaba viva y cubría el suelo, ¿a quién le importaba de dónde había venido?

Todos estamos aquí por accidente. Como las rosas.

Esa noche acamparon en las colinas, y por la mañana siguieron adelante hasta los flancos de las verdaderas montañas. Ahora estaban fuera de la región que Miles recordaba de su infancia, así que recurría a Harra con frecuencia para controlar la dirección que seguían en el mapa. Al anochecer del segundo día se detuvieron a pocas horas de la meta. Harra insistía en que podía guiarlos en la oscuridad del crepúsculo, pero Miles no quería llegar después del atardecer a un lugar desconocido que lo esperaba con una bienvenida incierta.

A la mañana siguiente, se bañó en un arroyo, deshizo su equipaje y se vistió con cuidado el nuevo uniforme de oficial del Imperio. Pym se puso la librea verde y castaña de los Vorkosigan y desplegó el estandarte del conde en un mástil telescópico de aluminio que había guardado en la oscuridad de su alforja para ponerlo sobre el estribo izquierdo cuando llegara la ocasión. Vestidos para matar, pensó Miles sin alegría. El doctor Dea llevaba ropa corriente, de color negro y parecía muy incómodo. Si ellos eran el mensaje, Miles sentía que sería muy difícil de descifrar Él no hubiera podido hacerlo aunque en ello le fuera la vida.

A media mañana detuvieron los caballos frente a una cabaña de dos habitaciones en el borde de una gran arboleda de arces plantados hacía ya siglos y ahora cada vez más numerosos por propia iniciativa. El aire de la montaña era fresco y puro. Unos cuantos pollos picoteaban la tierra y agachaban la cabeza entre las hierbas. Un caño de madera salía del bosque cubierto de líquenes y derramaba agua en un abrevadero rebosante que formaba un arroyuelo verde y ruidoso.

Harra descabalgó, se alisó la falda y subió al porche.

—¿Karal? —llamó.

Miles esperó sobre el caballo, bien erguido, para el contacto inicial. Nunca hay que renunciar a las ventajas psicológicas.

—¿Harra? ¿Eres tú? —llegó la voz de un hombre desde dentro. Alguien abrió la puerta con brusquedad y salió afuera corriendo—. ¿Dónde has estado, muchacha? ¡Te buscamos por todas partes! Pensamos que te habías roto el cuello entre los arbustos… —Se detuvo en seco cuando vio a los tres hombres a caballo, que lo miraban en silencio.

—Tú no quisiste aceptar mi denuncia, Karal —dijo Harra casi sin aliento. Las manos se le enredaron en la falda—. Así que fui a ver al magistrado en Vorkosigan Surleau. para hablar con él yo misma.

—Ah, muchacha —suspiró Karal, con pena—. Eso sí que es una estupidez. … —Inclinó la cabeza, se tambaleó y miró inquieto a los jinetes. Era un hombre de unos sesenta años, sin cabello, correoso y gastado, y su brazo izquierdo acababa en un muñón. Otro veterano.

—¿Portavoz Serg Karal? —empezó Miles con severidad—. Soy la voz del conde Vorkosigan. Me han encargado que investigue el crimen denunciado por Harra Csurik ante la corte del conde, a saber, el asesinato de su hija, la bebé Raina. Como portavoz del valle Silvy, tiene el deber de asistirme en todo lo que tenga que ver con la justicia del conde.

En este punto, Miles se quedó sin formulismos y tuvo que empezar a arreglárselas solo. Hasta el momento, la cosa no había llevado demasiado tiempo. Esperó. Gordo Tonto bufó una vez. La tela plateada y castaña del estandarte hizo un sonido especial en el viento cuando la brisa la movió levemente.

—El magistrado de distrito no estaba allí —agregó Harra—, pero el conde sí.

Karal se había quedado blanco y miraba todo con los ojos muy abiertos. Logró controlarse con mucho esfuerzo, consiguió prestar algo que podía llamarse atención y ensayó una media reverencia.

—¿Quién es… quién es usted, señor?

—El señor Miles Vorkosigan.

Los labios de Karal se movieron sin que saliera ningún sonido. Miles no era lector de labios, pero estaba bastante seguro de que lo que había dicho Karal era alguna variación de ¡mierda!

—Éste es mi hombre de librea, el sargento Pym, y ése, mi investigador médico, el teniente Dea del Servicio Imperial.

—¿Es usted el hijo de mi señor el conde? —logró decir Karal on voz quebrada.

—El mismo, en carne y hueso. —De pronto, Miles sintió asco de toda esa parodia. Seguramente, era suficiente para una primera impresión. Saltó del lomo de Tonto y aterrizó sobre sus pies redondos. Sí, soy bajo. Pero espera a verme bailar—. ¿Le parece bien si abrevamos a nuestros caballos aquí? —Miles pasó las riendas de Tonto bajo su brazo y dio un paso hacia el agua.