– Mira -dijo Patterson-, sé que era tu madre, pero tengo casos más importantes. Si descubrimos algo, actuaremos.
Santos se levantó de golpe de la silla, derribándola.
– Maldito canalla, ni siquiera lo has intentado. No encontrarás al culpable a menos que se presente aquí y confiese.
El detective se cruzó de brazos.
– A veces sucede.
Jacobs puso una mano sobre el brazo de Víctor, como si sintiera que estaba a punto de estallar. Miró a su compañero con ojos entrecerrados y luego se dirigió al joven.
– Víctor, lo estamos intentando, de verdad. Pero no tenemos ninguna pista. El asesino es alguien muy inteligente.
– ¿Y no os importa que esté libre? Está ahí afuera, en algún sitio. ¿Es que no significa nada para vosotros?
– Por supuesto que sí. Personalmente lo odio, y Patterson también. Pero no podemos hacer nada salvo esperar.
– ¿Esperar? ¿Qué quieres decir?
– Que volverá a actuar -intervino Patterson-. Y puede que cometa un error. Entonces lo detendremos.
Santos miró al detective con incredulidad e irritación.
– Claro. Para qué vas a molestarte por investigar nada si el tipo se limita a matar prostitutas, ¿verdad? Piensas que mi madre sólo era una puta, alguien sin importancia. Pero te equivocas. Era importante. Era mi madre, cerdo, y a mí me importa.
– Víctor, ven conmigo -intervino Jacobs-. Te invito a un refresco.
Santos impidió que lo agarrara del brazo y miró al detective con ojos entrecerrados.
– Voy a encontrarlo, ¿me oyes? Voy a encontrar al hombre que mató a mi madre y voy a hacer que pague por ello.
– ¿De verdad? -preguntó el detective, con aburrimiento y desprecio-. Sólo eres un niño. Sólo conseguirás que te maten. Deja que hagamos nuestro trabajo.
– Dejaría que lo hicierais si tuvierais alguna intención.
El detective apretó los dientes.
– Ya basta. Estamos haciendo lo que podemos. Márchate de aquí. Tengo trabajo que hacer.
Santos se acercó al escritorio del detective. De repente se sentía su igual. Ya no le intimidaba su posición, ni su tamaño. Por primera vez comprendía lo que se sentía siendo un hombre, no un niño.
– No te preocupes, detective -dijo con ironía, mirándolo a los ojos-. Pero recuérdalo. No sé cómo, pero encontraré al canalla que asesinó a mi madre y haré que pague por todos sus crímenes. Es una promesa.
LIBRO 3
Capítulo 8
Nueva Orleans, Luisiana 1974
Con sólo siete años, el mundo era un lugar mágico y amenazador para Glory Alexandra Saint Germaine. Un lugar con todo lo que una niña pudiera desear: preciosos vestidos con encajes; muñecas de largo cabello que podía peinar; lecciones de equitación; y la mejor vajilla de porcelana para las fiestas que diera en el jardín. Obtenía todo lo que se le antojaba.
Su padre era lo más mágico y maravilloso de aquel mundo. Cuando se encontraba a su lado sabía que nada malo podía ocurrirle. Se sentía especial, a salvo. La llamaba «preciosa muñeca», y aunque encontraba la expresión algo insultante a una edad en la que ya se creía mayor, en el fondo le agradaba. Sin embargo, no dejaba de quejarse cuando lo hacía en público.
Su madre, en cambio, sólo la llamaba por su nombre.
Glory intentó acomodarse en la silla de madera. Le dolía todo el cuerpo por llevar tanto tiempo sentada en la esquina. En la esquina de las malas chicas.
Suspiró y trazó una línea con el pie sobre la brillante superficie del suelo de madera. Su madre inspeccionaría más tarde el lugar, cuando hubiera levantado el castigo, para asegurarse de que no había estado haciendo otra cosa. La castigaba con bastante frecuencia, y estaba obsesionada con que la esquina estaba hecha para rezar y reflexionar. Recordaba muy bien ciertas palabras que había oído en multitud de ocasiones:
– Te sentarás en la esquina y pensarás en lo que has hecho. Pensarás en lo que Dios espera de las niñas buenas.
Otras madres hablaban con sus hijas en términos cariñosos. Por desgracia, Glory no podía recordar una simple palabra de afecto en su corta vida.
Resultaba evidente que su madre no la quería.
Cerró los ojos con fuerza como si al hacerlo pudiera borrar tales pensamientos. Pero no podía, y se sentía triste y asustada. Una vez más su madre había destruido su maravilloso mundo para construirlo en un lugar oscuro y lleno de confusión, un lugar dominado por el terror.
Más de una vez había intentado convencerse de que su madre la amaba. Se decía que Hope Saint Germaine sólo era una madre distinta a las demás, una mujer que detestaba el contacto físico, que creía en la disciplina y despreciaba el afecto. No obstante, sus esfuerzos no servían de nada. En el fondo de su corazón sabía que no era cierto.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Toda la vida había intentado ser buena, hacer todo lo que ella quería. No comprendía, entonces, que no la amara. Todo lo que hacía estaba mal para Hope. Si reía, reía demasiado alto; si corría o cantaba, su madre recriminaba su actitud porque deseaba rezar. Hasta la molestaba que gustara a los demás. Encontraba repugnante el afecto, en cualquier vertiente, y mucho más si procedía de alguien ajeno a la familia. Por desgracia para ella, Glory era de la clase de niñas que gustaban a todo el mundo sin proponérselo.
Tenía ganas de salir de allí para jugar. Le encantaba reír, cantar y bailar, todo ello un terrible pecado según su madre. No dejaba de repetir que a Dios no le gustaban las niñas que querían ser el centro de atención.
Fuera como fuese, Glory intentaba contentarla, pero sistemáticamente sin éxito.
Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla. Al menos, iría pronto a levantar el castigo. Se cercaba la hora de cenar, y Hope siempre levantaba los castigos a la hora de la cena.
La boca se le hacía agua al pensar en la comida que se había perdido por su «maligno» comportamiento.
– Mamá, ¿puedo salir ya, por favor? -preguntó-. Seré buena, lo prometo.
No obtuvo más respuesta que el silencio. Glory se mordió el labio. Quiso llevarse un dedo a la boca, pero no lo hizo; su madre la había castigado con dureza en cierta ocasión por chupárselo. También eso era maligno y repugnante. Todo lo referente al cuerpo lo era.
En aquel momento oyó que se abría la puerta.
– ¿Mamá?
– No, preciosa, soy papá.
– ¡Papá!
Glory se levantó de la silla y salió corriendo hacia su padre. Con él no tenía que pedir permiso para huir de aquella esquina. No tenía que disculparse ni explicar lo que supuestamente había aprendido durante su penitencia. Su padre la quería, hiciera lo que hiciese.
La abrazó con tanta fuerza que Glory sintió que el día acababa de empezar.
En cuanto se apartó de él, su expresión le dijo que aquella noche habría otra fuerte discusión. Su padre acusaba a su madre de ser una obsesa inflexible, y ella lo llamaba pecador. Decía que si la abandonaba, Glory crecería en el pecado.
Sus peleas siempre terminaban del mismo modo, en silencio. En cierta ocasión la niña se había acercado a la puerta del dormitorio de sus padres para escuchar. Había oído el gemido de su padre, como si sufriera algún tipo de terrible dolor, y la risa sin aliento de su madre, un sonido triunfante y lleno de poder. Acto seguido oyó que algo caía al suelo y corrió a esconderse en su dormitorio.
Nerviosa y asustada, esperó que su madre apareciera en cualquier momento para castigarla, o que por la mañana descubriera que a su padre le había sucedido algo malo. La idea de que pudiera perder a su padre le parecía aterradora. No podría vivir sin él.