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Cuando llegaron a la mesa, Philip esperó a que se sentara su hija antes de acomodarse.

– Todo tiene que estar perfecto -dijo con suavidad-. Es lo que los clientes esperan de nuestro hotel. No debes olvidarlo nunca.

– No lo haré. Puedes contar conmigo.

– Recuerda también la importancia del toque personal. -sonrió-. No somos una fría cadena hotelera. Debemos tratar a los clientes como si fueran amigos, invitados en nuestra propia casa.

– Sí, papá.

– Tienes que fijarte en todo, incluso en la cubertería y en la vajilla. Cualquier fallo sería imperdonable, incluso una simple huella dactilar.

Philip comprobó el estado de los cubiertos e hizo lo propio con las copas. Glory lo imitó, y al ver su reflejo en la cuchara sopera sonrió al pensar que ya era muy mayor.

– Los manteles tienen que estar muy limpios y perfectamente planchados. Y las flores deben ser frescas.

– Y la vajilla debe encontrarse en perfecto estado -dijo la niña-. Un simple rasguño sería…

– Inaceptable -sonrió su padre.

– Exacto. Inaceptable.

– Ten en cuenta que en el Saint Charles los clientes pagan por obtener un trato perfecto. Si no se lo ofreciéramos, los perderíamos.

Mientras comían, su padre siguió hablando con ella sobre diversas cuestiones del funcionamiento del hotel. Glory ya conocía a fondo el negocio, a pesar de su corta edad, pero no se cansaba nunca de escucharlo.

De hecho, no volvió a pensar en su madre hasta que sirvieron el postre. Sólo entonces comprendió que no la había visto desde que la castigara a permanecer en la esquina.

– ¿Dónde está mamá?

– Ha ido a misa.

– Debe estar enfadada conmigo, por las flores que regalé al señor Riley.

Philip apretó los labios.

– Olvídalo, cariño. Cometió un error, nada más.

– Sí, papá.

– Tu madre te quiere mucho. Sólo quiere que cuando crezcas seas una buena persona. Eso es todo.

– Claro, papá -murmuró, aunque sabía que no era cierto.

Una simple mirada a su padre bastó para que comprobara que él tampoco creía en sus palabras. Glory sabía que su madre no la amaba. Y a veces le dolía tanto que deseaba morir.

– ¿Muñequita? ¿Qué te ocurre?

– Nada, papá -respondió con tristeza.

A pesar de la contestación, la niña esperó que su padre volviera a repetir la pregunta. Pero no lo hizo. Cambió de tema a propósito.

– ¿Has pensado en lo que quieres en tu cumpleaños?

– Aún quedan dos meses.

– Dos meses no es mucho tiempo -declaró, mientras tomaba un poco de café-. Seguro que has pensado en algo.

Glory sólo quería una cosa, algo imposible. Quería que su madre la quisiera.

– No -dijo al fin-. No he pensado en nada.

– Bueno, no te preocupes. De todas formas he pensado en algo especial. Algo digno de tu octavo cumpleaños.

La niña no dijo nada, de manera que Philip añadió:

– Venga, vamos a dar una vuelta por el hotel antes de volver a casa.

Glory se encogió de hombros.

– De acuerdo.

Al principio, mientras paseaban por las salas del hotel, Glory se encontró algo triste. Pero a medida que transcurrían los minutos la magia del hotel la envolvió. Su padre la quería, y ambos compartían un profundo amor por aquel edificio. Un amor en el que su madre no podía interferir.

Al final entraron en el ascensor para regresar al piso inferior.

– «Ocupación» es la palabra clave -dijo su padre, mientras pulsaba el botón del vestíbulo-. Debes conseguir que el hotel esté siempre lleno. Las habitaciones vacías no sólo suponen pérdidas de ingresos, sino también gastos de capital. No hay diferencia alguna entre estar ocupados al veinte por ciento o al noventa. A los trabajadores hay que pagarlos de todas formas, y se debe mantener la misma eficiencia en el trato a los clientes. ¿Lo comprendes?

– Sí.

– Además, no debes abusar nunca de tu poder ni con los trabajadores, ni con los clientes. Y no debes dejarte llevar por tu aparente riqueza. A lo largo de los años he conocido a muchos hoteleros que han quebrado después de dejarse llevar por el despilfarro y por la buena vida, dando continuas fiestas para los amigos o haciendo favores a personas equivocadas. El hotel es lo más importante de todo.

– Yo no soportaría perder el Saint Charles. Lo amo.

– Me alegro, porque algún día será tuyo -declaró, en el preciso instante en que se abrían las puertas del ascensor.

Sin embargo, su padre no salió. Apretó la mano de la niña y dijo:

– El Saint Charles es tu sangre, Glory Forma parte de ti, como tu madre o yo mismo. Es tu herencia.

– Lo sé, papá.

– La familia y tu herencia lo es todo. No debes olvidarlo nunca. Debes recordar quién eres y quién quieres ser. No lo olvides. Nadie puede robarte a tu familia.

Capítulo 9

Glory despertó sobresaltada, pero tardó unos segundos en abrir los ojos porque sabía que su madre estaba junto a la cama, observándola. Podía sentir su presencia, su mirada.

Los segundos pasaron y se transformaron en minutos, pero no levantó los párpados. No quería ver su expresión. Ya la había visto demasiadas veces y sabía de sobra cuál sería. Una expresión que la destrozaría de nuevo.

Empezó a sudar bajo las sábanas. Su corazón latía tan deprisa que amenazaba con salir de su pecho. Esperó que se marchara, pero no lo hizo.

Notó que se acercaba aún más a la cama y de repente sintió pánico. Tal vez no fuera su madre, sino algún extraño. Tal vez fuera algún monstruo.

Al final no pudo soportarlo por más tiempo y abrió los ojos. Pero de inmediato deseó no haberlo hecho.

Su madre la miraba con un gesto horrible. Sus ojos brillaban de un modo extraño, y Glory se estremeció a punto de llorar. La miraba como si ella fuera el monstruo que había imaginado segundos antes. Como si fuera el mismísimo diablo. Y no comprendía por qué.

Quiso preguntar qué había hecho para merecer tal trato por su parte, pero no lo hizo. Y un instante después su madre se dio la vuelta y se marchó, dejándola a oscuras de nuevo.

Glory empezó a llorar y apretó la cabeza en la almohada, desesperada. Lloró hasta que no tuvo más lágrimas que derramar. Acto seguido tomó uno de sus muñecos de peluche y lo apretó contra su pecho. Recordó la primera vez que había descubierto a su madre en tales circunstancias, observándola en secreto mientras dormía; entonces era muy joven, tanto que no podía recordar ningún detalle, salvo que se sintió horrible y sola, muy sola.

Tal y como se sentía ahora.

No entendía por qué la miraba de aquel modo, qué había hecho para merecer tanto rechazo. Pero ante todo, no comprendía por qué no la quería.

Una vez más empezó a llorar.

De todas formas, su padre la quería. Aunque de vez en cuando pensara que quería más a su madre. Fuera como fuese el simple hecho de recordar el hotel y la noche que había pasado en compañía de su padre bastaba para que lo olvidara todo.

Pensó en las palabras de Philip y se sintió mucho mejor, menos sola y asustada, Tanto su padre como su madre formaban parte de ella. Y ella formaba parte, a su vez, de la familia Saint Germaine y del hotel Saint Charles.

Nadie podría robarle eso, ni siquiera la mirada encendida de su madre, ni siquiera la oscuridad de su propio miedo.

No estaba sola. Con una familia, no lo estaría nunca.

Capítulo 10

Glory se detuvo en el umbral del despacho y miró hacia atrás para asegurarse de que su madre no se encontraba cerca. Entonces entró y dejó entreabierta la puerta. Acto seguido se dirigió hacia las estanterías donde se encontraban los libros que su madre le prohibía leer.

Uno a uno fue mirando los títulos de los ejemplares que se encontraban en el cuarto estante. Eran obras sobre arte en general. Había un libro sobre la obra de Renoir, otro que trataba sobre los posimpresionistas, y hasta uno de Miguel Ángel. Glory se detuvo en el último. Su abuela había dicho que Miguel Ángel había sido el mejor escultor de la historia de la humanidad. Ahora sólo tenía que encontrar una forma de sacar el libro de la estantería.