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Miró a su alrededor. La escalerilla se encontraba al otro lado, y los dos sillones eran demasiado grandes como para que pudiera moverlos para subirse en ellos.

– ¿Qué puedo hacer? -murmuró.

Entonces vio la papelera de cobre que había en una esquina. La colocó boca abajo y se subió. Aún así no conseguía alcanzarlo, ni siquiera de puntillas.

En aquel momento oyó un ruido y estuvo a punto de caer. Era Danny Cooper, el hijo de seis años del ama de llaves.

– Me has dado un susto de muerte. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Mi madre se ha ido al médico y mi abuela ha dicho que sea bueno y que no moleste. Quería jugar contigo, pero no te encontraba.

– A mi madre le duele la cabeza, y estuve desayunando con mi abuela.

– ¿Quieres jugar?

Glory lo miró. Habían jugado juntos toda la vida, y aunque era demasiado pequeño lo tenía por su mejor amigo.

– Tengo una idea mejor -dijo, mientras bajaba de la papelera-. ¿Puedes guardar un secreto?

– Claro.

– Necesito que me ayudes a alcanzar uno de esos libros.

– ¿Por qué?

– Mi abuela me llevó al museo ayer por la mañana -murmuró-. Y vi algo que… En fin, cuando pregunté por ello mi abuela se ruborizó e insistió en que regresáramos a casa.

– ¿Algo que está en ese libro?

– Bueno, quiero comprobarlo.

– Puedo decirle a mi abuela que nos ayude.

– No, no, no hagas eso. Se supone que no debo ver esos libros. Mi madre lo ha prohibido.

– Ya. ¿Y yo también podré verlo?

– Si me ayudas… Pero tendrás que guardar el secreto.

– Lo prometo.

– Si nos descubren, tendremos problemas.

Glory miró asustada hacia la puerta. Sin embargo, su madre tardaba mucho en levantarse cuando le dolía la cabeza, algo relativamente frecuente. A veces no aparecía hasta la noche, y a veces ni siquiera entonces.

– ¿Te atreves? -preguntó la niña.

– Si tú te atreves, yo también.

– Muy bien. Lo primero que necesitamos es acercar un sofá para poder llegar al estante. Si empujamos entre los dos, lo conseguiremos.

Juntos lo lograron. No obstante, Glory no tardó mucho en descubrir que el volumen era más grande y pesado de lo que imaginaba. A punto estuvo de no poder sacarlo. Y cuando lo hizo, no pudo evitar que cayera al suelo con un estruendo. Los dos niños se volvieron hacia la puerta del despacho, helados.

Pero no pasó nada en absoluto.

Recuperada del susto, bajó del sofá y se sentó. Abrió el libro y buscó la fotografía de la escultura que buscaba. El David de Miguel Ángel.

Cuando lo encontró, descubrió lo evidente. Estaba desnudo. La lógica curiosidad infantil la empujó a tocar la fotografía, puesto que su madre era una mujer tan cohibida que no se había atrevido nunca a explicarle ciertas cosas. Todo era, para ella, un pecado.

– No es justo -se quejó Danny-. Deja que lo vea yo también.

– ¿Estás seguro de que eres suficientemente mayor?

– Si tú lo eres, yo también.

– Soy dos años mayor que tú.

– Pero yo soy un chico.

– Eso da igual.

– Lo prometiste.

– Oh, es cierto.

Al final dejó que viera la fotografía. Pero contrariamente a lo que esperaba, Danny no pareció sorprenderse en absoluto.

– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó, ingenua.

– ¿El qué?

– Eso -contestó.

– ¿A qué te refieres?

Glory se ruborizó y no tuvo más remedio que apuntar, directamente, a la entrepierna de la escultura.

– Ah, ¿estás hablando de su pene? -preguntó el chico-. Yo también tengo uno, Todos los chicos lo tienen.

Su incultura era tal en ciertos aspectos que no había oído la palabra «pene» en toda su vida. Por otra parte, no había tenido mucho contacto con niños. Su madre se había encargado de internarla en un colegio de chicas, y no permitía que pasara demasiado tiempo con nadie que no llevara faldas.

Su madre decía que las niñas no debían mezclarse con los niños. Pero Glory sabía que no era cierto. Había visto cómo jugaban juntos, y oído las conversaciones de chicas que consideraba buenas personas.

Al parecer todo el mundo sabía ciertas cosas salvo ella.

Sin embargo intentó sentirse algo mejor pensando que era lógico que Danny lo supiera, puesto que era un chico.

– Es normal -continuó el pequeño-. Tan normal como las vaginas en las chicas.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó, sorprendida.

– Me lo ha dicho mi madre. Es algo evidente. Los seres humanos somos así.

– Entonces, ¿no es ningún secreto? -preguntó, confusa y disgustada.

– Pues claro que no. Aunque algunas personas, como mi amigo Nathan, tiene palabras algo malsonantes para describirlo.

Glory hizo un esfuerzo por comprender la nueva situación. Si se trataba de algo tan normal y corriente no entendía que su abuela se hubiera ruborizado en el museo.

De repente tuvo una idea. E hizo algo bastante común entre los niños.

– ¿Puedo ver el tuyo? No he visto uno nunca -confesó, ruborizada-. Si me lo enseñas, dejaré que me veas a mí.

– No lo sé. No me gustaría que te rieras. Además, ¿qué pasará si nos descubren?

– No me reiré, lo prometo. Eres mi amigo. Además, no van a descubrirnos.

– Bueno -asintió al fin.

Danny se bajó los pantalones y los calzoncillos y dejó que lo viera. Glory se sorprendió un poco al comprobar que era distinto al de la escultura de Miguel Ángel. Más pequeño.

En aquel instante, un grito de horror rompió el silencio. Glory se dio la vuelta y vio a su madre, que se encontraba en el umbral, pálida. Estaba temblando.

Asustada, la niña dejó caer el libro al suelo con tan mala fortuna que quedó abierto por la fotografía del desnudo «David».

– Mamá, yo no…

– ¡Ramera! -la insultó, avanzando hacia ella-. Sucia prostituta…

Glory no supo qué hacer. Sólo había visto a su madre en un estado tan anormal por la noche, cuando se dedicaba a observarla mientras dormía. Y por supuesto, no había oído semejantes palabras en toda su vida.

– Mamá -susurró entre lágrimas-. No estábamos haciendo nada malo. No pretendía…

Hope la agarró y la levantó del sofá. Glory se puso de rodillas, pero su madre la obligó a levantarse. La niña sintió un intenso dolor en el hombro y gritó. Al hacerlo, la furia de la mujer se desencadenó definitivamente. La asió por los brazos y empezó a sacudirla con fuerza.

– Mamá, no estaba haciendo nada malo… No pretendía… Fue idea de Danny. Me obligó a hacerlo, mamá… Por favor…

Danny empezó a llorar al mismo tiempo, desesperado. Aún no se había subido los pantalones.

La señora Cooper apareció al cabo de unos segundos.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó-. Oh, Dios mío… Danny, cariño, ¿en qué lío te has metido ahora?

– Yo no lo he hecho, abuela! ¡No he sido yo!

Hope se dio la vuelta y levantó la mano como si tuviera intención de abofetearlo, pero la señora Cooper se interpuso. Ayudó al niño a vestirse y lo tomó en brazos.

– Cálmese, señora Saint Germaine. Sentían curiosidad, como todos los niños. Es algo normal.

– ¡Salga de aquí! -rugió-. ¡Y llévese a ese violador con usted! No quiero volver a verlos. ¿Entendido?

La señora Cooper se sorprendió.

– Pero señora, no es posible que lo diga en serio.

– Por supuesto que sí -entrecerró los ojos-. Salga ahora mismo de esta casa. Soy un ángel de Dios, dispuesto a castigar a todos los pecadores y a defender a sus criaturas.