Acto seguido se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Antes de cerrar, añadió:
– Hagamos un trato, Todd. No espero nada de ti, de modo que no esperes nada de mí. No hagas preguntas y yo no las haré. Y si Todd Smith no es tu verdadero nombre, tampoco me importa.
El olor de la panceta lo despertó. De inmediato recordó todo lo sucedido la noche anterior y sintió miedo al pensar lo que podía haber sucedido si no hubiera conseguido escapar de su agresor, si Lily no se hubiera detenido a auxiliarlo, si el coche hubiera ido más deprisa o si su benefactora hubiera llamado a la policía. Intentó olvidarlo. Tenía que seguir adelante. No podía permitirse el lujo de vivir en el pasado. Debía concentrarse en el futuro; al menos por el momento estaba a salvo.
Se sentó y gimió. Tal y como había dicho el médico, le dolía todo el cuerpo. Se sentía como si lo hubiera atropellado un camión, en lugar de un Mercedes.
Cuando quiso levantarse vio que Lily había lavado y planchado los vaqueros. Junto a ellos descansaba una camisa limpia, y justo encima había una cajita blanca y un par de billetes.
Al verlo, recordó que había dejado su bolsa en el coche del individuo que intentó atacarlo.
No había pensado en ello hasta entonces, y se sintió derrotado. Casi toda su ropa y todo su dinero se encontraba en aquella bolsa. Ahora no tenía nada salvo seis míseros dólares.
Pero por fortuna no había perdido los pendientes de su madre.
Se levantó y se vistió tan deprisa como pudo. El olor de la comida lo llevó a la cocina. La boca se le hacía agua. No en vano había pasado mucho tiempo desde la última vez que había probado bocado.
Lily estaba friendo la panceta. Al verlo, sonrió.
– Ya veo que sigues aquí.
Los acontecimientos de la noche anterior habían impedido que Santos la observara con detenimiento. Pero ahora, a la luz del día, se sorprendió. A pesar de su edad era de una belleza impresionante.
– Cierto. Además, sigues viva y tu vajilla de plata continúa donde la tengas guardada.
Lily rió.
– Sabía que no me matarías.
– ¿Y cómo lo sabías?
– Supongo que por experiencia. Soy bastante perceptiva con la gente. Toma un plato. El desayuno está preparado. Supuse que tendrías hambre, así que también he preparado unas pastas.
– No es necesario que me alimentes.
– ¿No? Bien al contrario, yo creo que es lo mínimo que puedo hacer por ti. A fin de cuentas te atropellé.
Santos estaba cansado de que todo el mundo sintiera lástima de él, de que todos actuaran como si le debieran algo. Y no quería deber favores a nadie. De manera que fue sincero y se lo dijo.
– Muy bien. Si quieres, puedes pagar por la comida -dijo ella.
– ¿Pagar? ¿Por la comida?
– Por supuesto. No esperaba que lo hicieras, pero si es tu deseo…
– ¿Cuánto es? -preguntó, irritado.
– No lo sé, unos dólares. ¿Cuánto cuesta un desayuno en un bar?
Santos se encogió de hombros.
– Si lo prefieres, puedes trabajar para ganarte la comida. Hay que hacer algunos arreglos en el garaje y otras cosas sin importancia en la casa -declaró, mientras servía la comida en su plato-. Tú verás. Ah, y si decides quedarte unos días para recobrar fuerzas, te pagaré algo extra si me arreglas el techo del salón.
Santos miró el plato de comida, hambriento. Debía quedarse. Odiaba la idea, pero no tenía más remedio. Sin dinero, sin ropa, y sin ningún lugar al que ir, no podía rechazar el ofrecimiento de Lily. Lily Pierron era un verdadero ángel. Y eso lo sacaba de quicio.
– Bueno, me quedaré un par de días -declaró, orgulloso-. Pero después me marcharé.
Capítulo 17
Santos se quedó. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas, en meses. Ahora, tres meses después de que Lily lo atropellara, estaba sentado en la escalera del porche, preguntándose cómo había podido pasar. No había planeado quedarse tanto tiempo. Sólo tenía intención de permanecer en la casa unos días para recobrar fuerzas y ahorrar dinero.
Se inclinó y recogió un trocito de suela que obviamente se habría desprendido de algún zapato. No comprendía qué ganaba Lily con todo aquello. No creía que no pudiera encontrar a otra persona que le arreglara la casa, y ni siquiera creía que pudiera importarle.
Debía tener alguna razón distinta. La experiencia le decía que todo el mundo actuaba por interés. Sin embargo, no había descubierto, aún, lo que quería de él.
Frunció el ceño. A juzgar por la mansión y por el coche debía ser una mujer rica, y también sabía que los ricos no se preocupaban nunca por los pobres, salvo para hacerlos criados o para limpiar sus conciencias. No obstante, lo había tratado con todo respeto. No esperaba que trabajara por obligación. Bien al contrario, pagaba muy bien. Le daba todo tipo de libertades, no lo presionaba con preguntas y no lo angustiaba con un falso sentimiento de comprensión y solidaridad.
Resultaba evidente que Lily necesitaba compañía. Se sentía muy sola, y a pesar de las distancias que había entre ellos sospechaba que lo comprendía. Aquella mujer le agradaba, aunque se empeñara en negarlo y en repetirse una y otra vez que era como todos los demás. De hecho, se odiaba por haber aceptado su ayuda durante tanto tiempo.
Había llegado el momento de que se marchara.
Lily apareció en aquel instante. Siempre caminaba en silencio. Santos se había acostumbrado a que apareciera de repente, como salida de la nada. Era toda una dama. No podía decirse que estuviera en paz consigo, pero tampoco lo contrario. Parecía resignada a su existencia.
En todo caso, pensó que la vida de Lily no era asunto suyo.
– Hace una noche preciosa -dijo ella-. Siempre me ha gustado esta hora.
Santos apretó los puños. Quería que lo dejara solo, porque su presencia despertaba en él emociones que no podía permitirse. Estaba deseando que se sentara a su lado.
– De pequeña hacía exactamente lo mismo que tú.
– ¿A qué te refieres? -preguntó con irritación.
Lily le recordaba a su madre, y eso lo ponía nervioso.
– Miraba el río y pensaba en los lugares que deseaba conocer -sonrío, mientras se sentaba su lado-. Es curioso. Algunas cosas cambian muy deprisa y otras no cambian nunca.
Víctor no comprendía cómo era posible que lo conociera tan bien. Tenía la impresión de que en tres meses había aprendido a leer sus pensamientos.
– ¿Por qué eres tan buena conmigo?
– ¿Crees que no debería serlo?
– ¡No! -se levantó-. No. No tienes razón alguna para serlo, a menos que quieras algo de mí. Dímelo, Lily. Dime qué quieres.
– Nada, Todd.
– Tonterías -protestó, frustrado-. Me estás utilizando, aunque no sepa para qué.
– Entonces, ¿por qué no te marchas?
Santos no quería admitirlo, pero se sentía a salvo en aquel lugar. Por desgracia, temía que en cualquier momento le clavarían un puñal por la espalda.
– ¿Por qué no tienes amigos, Lily? Nadie te llama, ni viene a visitarte. Y no sales nunca, salvo a pasear.
– ¿Por qué te tratan como si fueras una leprosa? ¿Por qué murmuran los niños cuando te ven? ¿Por qué se cambian de acera sus madres cuando se cruzan contigo? Dímelo, Lily.
Lily no se movió. Sentía un profundo dolor, pero a pesar de todo no intentó negarlo.
Fuera como fuese, Santos se adelantó a su respuesta.
– No, no es necesario que expliques nada. Esta casa era un prostíbulo, y tú la «madame. No me extraña que quieras que esté contigo. Nadie más querría hacerlo.
El joven se arrepintió inmediatamente de lo que había dicho, pero ya no podía arreglar lo que había hecho.
Durante unos segundos, Lily se limitó a mirarlo. Sus ojos estaban llenos de dolor, pero no se debía al comentario del chico, sino a las heridas que le habían infligido otras muchas personas.