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Su madre suspiró, ajena a los pensamientos de su hija, y dio un paso atrás.

– Será mejor que nos vayamos.

– Sí, mamá.

Hope tomó la maleta y acompañó a su madre escaleras abajo. Las chicas estaban esperando en el recibidor para despedirse. Todas abrazaron a la niña, la besaron, y le hicieron prometer que escribiría pronto.

La más joven de todas, una adolescente no mucho mayor que Hope, le dio una manzana, tan roja como apetecible.

– Toma -dijo, con los ojos llenos de lágrimas-. Por si tienes hambre más tarde.

Hope aceptó el ofrecimiento de la joven como si al hacerlo estuviera recibiendo el fruto prohibido, como si quemara en sus manos. Quiso salir corriendo, pero se obligó a mirarla a los ojos.

– Muchas gracias, Georgie. Es todo un detalle por tu parte.

Hope salió al exterior, con su madre al lado. La brisa del río era húmeda y cálida. Tenía la impresión de que la estaba limpiando de aquella casa y de su propia historia.

Su madre la abrazó y dijo, emocionada:

– Mi niña, te voy a echar tanto de menos…

Hope estuvo a punto de apartarse de ella y salir corriendo hacia el coche. Pero permitió que su madre la besara por última vez, no sin antes prometerse que no volvería a permitir tan «vil» contacto. El contacto del «pecado».

El conductor se aclaró la garganta y Hope se apartó al fin de su madre.

– Tengo que marcharme, mamá.

– Lo sé -dijo, entre lágrimas-. Llámame cuando llegues.

– Lo haré -mintió-. Lo prometo.

La niña empezó a caminar hacia el vehículo, contando los pasos que daba. Y con cada paso, tenía la impresión de que se alejaba un poco más de todo aquello. El chófer abrió la puerta para que pudiera entrar. Hope se detuvo un momento y se dio la vuelta para contemplar por última vez la mansión y ver a su madre y a las chicas que se agolpaban en el umbral de la casa. Satisfecha, sonrió.

Aquel día abandonaba por fin la «oscuridad» para volver a nacer con el nombre de Hope Penelope Perkins. Dejó caer la manzana al suelo y acto seguido entró en el coche.

LIBRO 1

HOPE

Capítulo 1

Nueva Orleans, Luisiana 1967

Un intenso olor a flores impregnaba el ambiente, dominándolo todo con su dulzura. Pero el aroma se mezclaba con los olores de la sección de maternidad, y el resultado final era tan original como repugnante. Sin embargo, el nacimiento del primer hijo de Philip Saint Germaine III fue recibido con todo tipo de parabienes.

La alegría del momento resultaba comprensible. A fin de cuentas el niño heredaría la fortuna de la familia y su posición social. Algún día se haría cargo del Saint Charles, el pequeño hotel de lujo que había edificado en 1908 el primer Philip Saint Germaine.

Para aquel bebé, nada era demasiado.

Hope miró al recién nacido, que descansaba en una cuna junto a la cama. Vacilaba con amargura entre la desesperación y la decepción. Esperaba que fuera un niño. Había rezado hasta la extenuación y hasta había hecho todo tipo de penitencias para conseguirlo. Estaba tan segura de que tanta oración conseguiría su objetivo que ni siquiera había pensado en posibles nombres para una niña.

Pero no había obtenido lo que deseaba, y Hope lo interpretó como una especie de castigo divino. Había dado a luz una niña. Como su madre y su abuela, como todas las Pierron en más generaciones de las que podía recordar.

Respiró profundamente. Al parecer no había conseguido escapar del legado de las Pierron. Aunque durante algún tiempo se las hubiera arreglado para creer que lo había conseguido. En los ocho años transcurridos desde que abandonara la mansión de River Road, había logrado todos sus objetivos. No sólo había superado el estigma de ser hija de una prostituta, sino que se había casado con Philip Germaine III, un hombre rico que pertenecía a una familia tan poderosa como aparentemente impecable. Se había convertido en una de las damas más influyentes de Nueva Orleans.

Sin embargo acababa de comprender que no había logrado escapar del pasado, aunque lo hubiera dejado atrás. La maldición de las Pierron pesaba sobre ella.

La niña ya mostraba todos los signos de una postrera belleza. De piel clara y ojos azules, su pelo era de un negro aterciopelado. Como todas las Pierron, tendría la habilidad de volver locos a los hombres y llevaría en sus entrañas un fuego intenso que Hope interpretaba como algo negativo y pecaminoso.

Al pensarlo, se estremeció. Ella misma albergaba sentimientos inconfesables de pasión. Y de vez en cuando la tentaba la necesidad de liberarlos.

Philip entró en la habitación con una sonrisa en los labios y un enorme ramo de rosas en la mano.

– Cariño, es preciosa. Es perfecta. Estoy tan orgulloso de ti…

Su marido se inclinó sobre la cama y la besó en la frente con cuidado de no hacer ruido, para no despertar al bebé.

Hope apartó la cara. Temía que pudiera notar sus sentimientos, la profundidad de su decepción.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él, mientras se sentaba en la cama-. Hope, cariño, sé que querías darme un hijo, pero no importa. Nuestra pequeña es la niña más bonita que haya visto nunca.

Hope intentó controlarse, pero no pudo evitar derramar una solitaria lágrima.

– No llores, mi amor. No importa, de verdad. ¿Es que no te das cuenta? Además, tendremos más hijos. Muchos más.

El dolor que sentía era casi insoportable. Hope creía saber que no podría tener más hijos. Ninguna Pierron había tenido más de uno, y siempre había sido una niña.

Se aferró a la solapa de su chaqueta. Deseaba compartir con él su desesperación, pero sabía que se horrorizaría al conocer la verdad sobre su «perfecta» esposa y sobre su hija.

En silencio, se juró que no llegaría a saberlo. Apretó la cara contra su hombro e inhaló el olor a lluvia que impregnaba sus prendas. Nadie lo sabría nunca.

– Ojalá que mis padres hubieran vivido lo suficiente para verla -susurró ella-. Es tan injusto y a veces duele tanto que apenas puedo soportarlo.

– Lo sé, cariño.

Durante unos segundos, Philip no hizo nada salvo abrazarla. Acto seguido se apartó, sonrió, y sacó una cajita del bolsillo. Llevaba el sello de uno de los joyeros más famosos de Nueva Orleans.

– Tengo algo para ti.

Hope abrió la caja con dedos temblorosos. En su interior, y envuelto en un pedazo de terciopelo blanco, había un precioso collar de perlas que se puso de inmediato.

– Son exquisitas -dijo.

– Algún día serán de nuestra hija -declaró él-. Pensé que sería algo apropiado.

Hope devolvió el collar al interior de la cajita. Toda su alegría había desaparecido de repente. Al mirar a su esposo se dijo que Philip ya adoraba a la criatura, que ya había caído bajo el poder de «la oscuridad» sin siquiera saberlo.

– Ha causado sensación en la maternidad -continuó Philip-. Creo que todas las enfermeras del hospital han pasado por aquí para verla. Dicen que es la niña más bonita que han visto nunca. Lo que no saben es que yo soy el hombre más afortunado del mundo.

En aquel momento, el bebé empezó a llorar. Hope no reaccionó. Sabía de sobra lo que tenía que hacer, pero la perspectiva de dar el pecho a su hija la repugnaba.

Poco a poco, los gritos de la niña se hicieron más intensos. Philip frunció el ceño, obviamente confuso ante la situación.

– Hope, cariño, tiene hambre. Tendrás que alimentarla.

Hope negó con la cabeza mientras el rostro del bebé enrojecía al llorar. En su locura, pensó que había algo en sus rasgos que pertenecía a sus peores pesadillas. Pensó que la oscuridad era muy fuerte en aquella criatura.

Philip apretó los dedos sobre su mano.

– Hope, cariño, debes darle el pecho -insistió.

Al ver que su esposa no reaccionaba, tomó al bebé en brazos; pero la niña no dejaba de llorar. Entonces intentó dárselo, pero Hope se negó. Miró a su alrededor, desesperada por escapar de aquella situación. Estaba obsesionada con la supuesta maldición de las Pierron y convencida de haber cometido un error al quedar embarazada.