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Liz suspiró al pensar en su propia familia y compararla con la de Glory. Su padre era un simple obrero que bebía demasiado; por desgracia, el abuso del alcohol embrutecía al normalmente afable Mike Sweeney. En cuanto a su madre, era una fanática religiosa que creía que el uso de métodos anticonceptivos era un pecado; trabajaba limpiando casas y se pasaba la vida embarazada.

Liz era la mayor de los siete hermanos, y gran parte de las cargas familiares habían caído sobre sus hombros. Tal vez por ello decidió a una edad muy temprana que no viviría como sus padres. En cuanto tuviera la oportunidad, escaparía de aquella situación.

Desde el principio había comprendido que su única opción era conseguir una beca para alejarse de allí, y cuando la academia se la ofreció no lo pensó dos veces. Era una gran oportunidad.

Su padre se había opuesto de inmediato. La academia Inmaculada Concepción era un colegio de niñas ricas, y Mike Sweeney sabía muy bien cómo eran los ricos. No dejaba de repetir que los dominaba el egoísmo y que carecían de honestidad alguna. Liz pensaba entonces que su padre exageraba, pero de todas formas le prometió que tendría mucho cuidado.

Un mes después de empezar los estudios comprendió que su padre estaba en lo cierto. Pero por suerte había conocido a Glory, toda una excepción.

– ¿Liz?

Liz levantó la mirada. La señora Reece, una de las profesoras, se encontraba al otro lado del mostrador. Automáticamente se ruborizó. No le agradaba que la descubrieran perdida en sus ensoñaciones.

– Hola, señora Reece. ¿En qué puedo servirla?

La mujer sonrió.

– Parecías estar a kilómetros de aquí…

– Lo siento. No volverá a suceder.

– No te preocupes, no diré nada. ¿Podrías hacerme unas fotocopias?

– Por supuesto.

Liz tomó la carpeta que llevaba la profesora y se dirigió a la fotocopiadora. Estaba a punto de terminar el trabajo cuando la máquina se quedó sin papel. Se inclinó para sacar un paquete del armario que había bajo el mostrador, y en aquel instante oyó la voz de Bebe.

– Se lo advertí -estaba diciendo-. Le prometí que me vengaría. Y ahora ha llegado el momento.

Obviamente, se refería a Glory.

– No lo sé -dijo Missy-. ¿Qué pasaría si descubre que has sido tú?

– ¿A quién le importa? ¿Qué podría hacer? No tengo nada que ocultar, a diferencia suya -rió-. Además, todas la hemos Visto escapándose de clase. ¿Cómo va a saber quién podría denunciarla?

Las chicas entraron en el despacho de la hermana Marguerite, la directora del colegio. Resultaba evidente que iban a denunciar a Glory por escaparse de clase.

Liz se levantó y se dirigió a la biblioteca. Era uno de los lugares menos frecuentados de la academia, pero sin duda alguna el favorito de Glory. Esperaba que se encontrara allí, y acertó.

– Glory, tienes que salir de aquí ahora mismo… Tienes que volver a clase.

Glory sonrió, pero no se movió del sitio.

– ¿Qué sucede?

– Acabo de oír una conversación de Bebe y de Missy. Bebe va a denunciarte por escaparte de clase. Ahora mismo está en el despacho de la directora.

– ¿Y qué?

– ¿Es que no te importa? Puede aparecer en cualquier momento. ¡Podrían echarte! Y por favor, apaga ese cigarrillo. Si la hermana Marguerite te descubre fumando…

– No me expulsarán. Mi familia es demasiado rica y demasiado importante. Anda, ven conmigo. Voy a lavarme las manos.

De todas formas, Glory apagó el cigarrillo y se levantó. Liz la siguió, algo sorprendida por su actitud.

– ¿Pero qué hay de tus padres? ¿No te importa que puedan preocuparse?

– Tendrías que conocerlos.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que no se preocupan por ti?

– Al contrario -rió con amargura-. Mi madre no me quita la vista de encima, y todo lo que hago le parece mal. Siempre ha sido así. De hecho, está convencida de que soy el diablo en persona.

– No puedo creerlo.

– Créelo. Pero no me importa.

Glory sacó una barra de labios del bolso y se pintó los labios. Liz la observó. Su amiga pretendía hacerse la dura, pero esta vez no la engañaba.

– Desde luego, eres la persona más encantadora y valiente que he conocido en toda mi vida.

– ¿Yo? ¿Encantadora y valiente? -rió Glory-. Mi madre no opinaría lo mismo.

– Pues es cierto. Me has ayudado mucho, y no tenías por qué hacerlo. Maldita sea, ni siquiera me conocías.., eres la única chica de todo el colegio que me trata con respeto, aunque eso te cree enemigas.

– ¿A quién le importa?

– ¿Lo ves? No te preocupa lo que piensen los demás.

– No, claro que no. Entre otras cosas no me gusta su comportamiento, y no son amigas mías.

– ¿Y dónde están tus amigas? -preguntó, aunque se arrepintió de inmediato-. Lo que quiero decir es que… Lo siento, no pretendía…

– Olvídalo -dijo con dureza-. Tienes razón, no tengo amigas. Siempre ha sido así, y tampoco me importa.

– ¿De verdad?

– Sí. ¿Te molesta?

– No, claro que no, es que… En fin, tengo que regresar a la secretaría.

Glory tocó su brazo y dijo:

– Espera, no quería ser tan insoportable contigo. ¿Qué ibas a decir?

Liz se ruborizó.

– No pretendía criticarte. Sólo quería ser tu amiga. Me gustas, Glory.

Glory la miró en silencio durante unos segundos. Después, se aclaró la garganta y apartó la mirada.

Liz bajó la cabeza, avergonzada por lo que acababa de decir. Pensaba que Glory se reiría de ella. A punto de llorar, decidió marcharse antes de humillarse más aún. Pero cuando estaba a punto de llegar a la puerta, su amiga la detuvo.

– Espera, Liz. ¿Quieres saber la verdad? Tú eres la valiente, no yo. Nunca he tenido que soportar los insultos de las otras chicas. Siempre he contado con el apoyo de mi familia y de su dinero, y no tengo ni la mitad de arrestos que tú.

Liz se dio la vuelta. Cuando lo hizo, vio a una joven muy diferente a la que conocía. Glory era la viva imagen de la vulnerabilidad, de la soledad.

– Tenías razón -continuó-. No tengo amigas. No dejo que nadie se acerque a mí.

– ¿Por qué?

– Porque todo el mundo cree que soy muy valiente, que no tengo miedo de nada. Y si dejara que se acercaran descubrirían la verdad.

– Eres más valiente de lo que piensas.

– ¿De verdad? Bueno, tú también.

En aquel momento oyeron que alguien se acercaba al cuarto de baño. Y no era una persona cualquiera, sino la hermana Marguerite, acompañada por su ayudante, la hermana Josephine. Glory guiñó un ojo a Liz y se llevó un dedo a los labios para que no hiciera ruido. Liz asintió. Glory entró en el último de los servicios, cerró la puerta y se subió al retrete para que no pudieran verla. Un segundo más tarde, entraban las dos monjas.

– Hola, hermanas -sonrió Liz.

– Hola, querida Liz -dijo la directora-. Estamos buscando Glory Saint Germaine. ¿La has visto?

– Sí, acaba de marcharse.

– ¿De verdad? -preguntó, mirando hacia los servicios-. No la hemos visto en el pasillo.

– Es extraño. Ha salido hace un par de minutos. Estaba enferma. La encontré sentada en el suelo. Le dolía terriblemente el estómago.

– El estómago… Pobrecilla -dijo la hermana Josephine.

– Le dije que llamara a su madre desde la secretaría, pero dijo que no podía hacerlo porque tenía que regresar a clase.

– Ya veo. Gracias, Liz -dijo la directora-. En tal caso, iremos a buscarla a su clase. Por cierto, ¿no se supone que tendrías que estar trabajando?

– Sí, hermana -respondió en un murmullo-. Iba a lavarme las manos.

– Bueno, te veré dentro de un rato.