Hope no le hizo ningún caso. Regresó a su escritorio y abrió el sobre para examinar su contenido. Satisfecha, lo guardó en un cajón y sacó otro sobre. Después miró a Santos, sin moverse del sitio, esperando que fuera él mismo a recogerlo, como si fuera un perro.
El joven apretó los dientes y se cruzó de brazos. No estaba dispuesto a que una bruja de la alta sociedad lo humillara.
Pasaron varios segundos, al cabo de los cuales la mujer cedió y se acercó a él.
Santos sonrió. No recordaba haber visto a nadie tan despreciable en toda su vida.
– Tómelo y márchese -dijo la mujer, alzando el sobre.
Víctor mantuvo su mirada. Resultaba evidente que aquella bruja se creía mucho más importante que él. Y probablemente lo fuera. Pero no permitiría nunca que nadie lo tratara como a un esclavo. Ni siquiera Lily.
– Tómelo -dijo de nuevo, esta vez con clara irritación-, O márchese sin él.
Santos lo tomó, pero sin ninguna prisa.
– Muchas gracias -dijo-. Siento decepcionarla, pero tengo que marcharme.
La mujer enrojeció de ira.
Sin esperar otra respuesta, Santos se dio la vuelta y se marchó de la habitación. No le pasó desapercibida la hostil mirada de la secretaria, En cuanto se encontró en el pasillo se dirigió a los ascensores, pero prefirió bajar por la escalera. Bajó los escalones de dos en dos, ansioso por escapar de aquel aséptico lugar.
Abrió las enormes puertas de cristal del hotel y salió al exterior. El sol brillaba, Era bastante cálido para ser una tarde de octubre. Respiró profundamente, dejando que la belleza del día eliminara de algún modo el desagrado de la experiencia por la que acababa de pasar. Su encuentro con Hope Saint Germaine le había dejado un amargo sabor de boca. Su actitud, su visión del mundo y su propia existencia era como un símbolo de todo lo que no funcionaba en el sistema. La misma actitud que había evitado que se resolviera el asesinato de su madre.
Cruzó la calle, en dirección a la parada de autobús, sin dejar de preguntarse dónde habría conocido Lily a aquella arrogante mujer. Y sobre todo, qué asuntos tendría con ella.
Entrecerró los ojos, pensativo. Había algo muy familiar en Hope Saint Germaine, algo que recordaba vagamente. Pero estaba seguro de que más tarde o más temprano lo recordaría.
– ¡Santos!
Santos se volvió. En la esquina había un Fiat descapotable, de color rojo. Y en su interior, la chica que había conocido en el ascensor.
Tal vez fuera demasiado joven y mimada para él, pero de todas formas no le hacía ascos a un dulce, de modo que se dirigió hacia ella.
– Bonito coche. ¿Estás segura de que sabes conducirlo?
– ¿Por qué no lo descubres por ti mismo? Sube.
Santos dio la vuelta al vehículo y se sentó en el asiento del copiloto.
– Muy bien. ¿Pero qué hay de los guardaespaldas? -preguntó, mirando hacia el lugar donde se encontraban el portero y el aparcacoches del hotel.
– Oh, se exceden protegiéndome. Ya sabes cómo son esas cosas.
– Sí, claro -se colocó el cinturón de seguridad-. Lo sé muy bien. ¿Adónde vamos?
– No lo sé -rió-. Quería sorprenderte.
La joven arrancó de golpe, ganándose unos cuantos bocinazos. Santos movió la cabeza en gesto negativo, pensando que se había buscado un problema innecesario.
Permanecieron en silencio unos minutos, hasta que la joven decidió salir a la autopista. Debía reconocer que no conducía nada mal.
– ¿Un regalo de cumpleaños? -preguntó él.
– ¿Qué? -preguntó la chica, que apenas podía oírlo con el rugido del motor.
– Me refería al coche. Supongo que es un regalo por tu dieciséis cumpleaños.
– Haces que parezca un delito.
– ¿De verdad?
– ¿A qué has ido al hotel? No te había visto antes.
– Tenía que entregar algo a un amigo.
– El hotel es mío. O lo será algún día.
– ¿Es tuyo? -preguntó con incredulidad-. ¿Y sólo te han comprado un Fiat? Por lo menos mereces un Porsche.
– No somos tan ricos -rió.
– Oh, claro. Sólo tenéis sangre azul y sois miembros con pedigrí del club del «esperma afortunado».
– ¿El club del «esperma afortunado»? -repitió entre risas-. Eres muy gracioso.
– Por supuesto. Un barriobajero muy gracioso.
La joven no notó su sarcasmo.
– De todas formas no somos tan ricos, de verdad. Hay muchas chicas en mi instituto más ricas que yo -declaró, mirándolo.
– Creo que sería mejor que miraras a la carretera.
– ¿Por qué? Prefiero mirarte a ti.
Santos sonrió. No cabía duda que estaba ante una niña mimada, y extremadamente ingenua en casi todos los aspectos. Pero no podía negar que también era muy atractiva, sensual, y algo salvaje. Le divertía su juego y su sinceridad, aunque su coqueteo apenas pasara de la simple rebelión contra las normas.
– Vas demasiado deprisa, muñeca. Y me gustaría llegar vivo a donde vayamos.
– ¿De verdad? -rió de nuevo-. ¿Y a qué te refieres con eso de que voy demasiado deprisa?
– A que intentas demostrarme lo interesante y dura que eres. Intentas asustarme, pero no me impresiono con facilidad, así que puedes descansar un rato.
– Vaya, vaya. Me encantan los retos.
Santos rió y se recostó en el asiento. Cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación del viento y del sonido del motor. Unos segundos más tarde volvió a abrirlos y la observó. Tenía una sonrisa en los labios, y a pesar de sus gafas de sol podía adivinar sus maravillosos ojos azules, que brillaban con alegría.
Acto seguido bajó la vista y se fijó en la falda tableteada y en la camisa blanca con el escudo del colegio donde estudiaba. La camisa le quedaba algo apretada, como si acabara de desarrollarse, y marcaba mucho sus senos. Sólo tenía dieciséis años, pero ya tenía el cuerpo de una mujer de veinte.
Sin embargo, no estaba dispuesto a cometer ningún error con ella.
– Estabas mirándome -dijo ella.
– Sí.
– ¿Por qué? ¿En qué estabas pensando?
– Me preguntaba si tus padres podrían dormir por las noches.
La joven permaneció en silencio unos segundos. Santos llegó a pensar que la había incomodado.
– Supongo que sí -declaró al fin, mientras aparcaba-. ¿Qué razón podría impedírselo?
– Si fueras hija mía, yo no podría.
– Haces que parezca una niña, y no lo soy.
– ¿Te crees tan mayor con sólo dieciséis años?
– Sí -se ruborizó un poco-. ¿Es que tú no lo creías a mi edad?
Santos pensó en el asesinato de su madre, en las familias de «alquiler» con las que había vivido, en su fuga. A los dieciséis años ya había experimentado todo tipo de cosas. En cambio, aquella jovencita seguramente no se había enfrentado en toda su vida a nada desagradable.
– Olvídalo.
– No te caigo muy bien, ¿verdad?
– No te conozco, Glory.
– No, no me conoces.
Glory apartó la mirada, pero no antes de que Santos pudiera notar algo extraordinario en una chica de su clase. Algo que no encajaba en absoluto, algo vulnerable y asustado. Tal vez no fuera tan simple como creía.
– ¿Qué te parece si damos una vuelta? -preguntó, incómodo.
La joven asintió. Salieron del vehículo y caminaron en silencio por el paseo marítimo. Lake Pontchartrain estaba lleno de yates, y docenas de gaviotas surcaban el cielo.
Mientras caminaban, sus manos se rozaban de vez en cuando. Ocasionalmente, ella lo tocaba para hacer algún comentario. Al cabo de unos minutos Santos estaba más excitado de lo que quería reconocer.
Intentó recordar que estaba controlando la situación y que pondría fin a todo aquello en cuanto quisiera. Sólo era una niña bien, una niña coqueta, pero nada más.
– Siempre me ha encantado este lugar -susurró ella-. Parece un mundo aparte que nada tenga que ver con la ciudad. Recuerdo la primera vez que vine, con mi padre. Pensé que estábamos de vacaciones -continuó, mientras se pasaba una mano por el pelo-. Era domingo, y mi madre tenía jaqueca, como de costumbre. Ella quería que fuéramos a misa, pero acabamos aquí. Y cuando lo supo, se puso furiosa.