Se sentía atrapada, e impotente. Como había sucedido durante su infancia en la mansión de su madre.
– No puedo -dijo, al borde de la histeria-. No lo haré.
– Cariño…
En aquel instante entró una enfermera.
– ¿Qué sucede?
– No quiere alimentar al bebé -contestó Philip-. Ni siquiera quiere tomarlo en sus brazos. Y no sé qué hacer.
– Señora Saint Germaine, su hija tiene hambre -dijo la enfermera, con firmeza-. Debe alimentarla. Dejará de llorar en cuanto…
– ¡No! -exclamó, presa del pánico-. No lo haré. Por favor, Philip, no me hagas esto. No puedo hacerlo. No puedo.
Su marido la miró como si se hubiera vuelto loca.
– Hope, ¿qué ocurre? Cariño, es nuestra hija. Te necesita.
– No lo comprendes. No entiendes nada -dijo entre sollozos-. Márchate, por favor. Déjame sola.
Capítulo 2
Philip August Saint Germaine III llevaba una existencia idílica y despreocupada, hasta el punto de que lo envidiaban por ello. Pertenecía a una familia rica y bien avenida. Era un hombre poderoso, atlético y bastante atractivo, que siempre había destacado en los estudios durante su juventud, no sólo por su inteligencia sino también por su encanto.
En realidad, no había tenido que trabajar para conseguir nada. Ni títulos, ni mujeres, ni dinero. Todo le había llegado siempre en bandeja de plata y con una sonrisa; y entre todas las cosas destacaba el hotel Saint Charles, la joya más preciada de la fortuna familiar. Sin embargo, aceptaba su suerte con total naturalidad y poseía la ética suficiente como para no olvidar a los que tenían mucho menos que él. De hecho hacía generosas donaciones a diversas organizaciones de solidaridad, aunque en parte se debía a que tal acto evitaba que se sintiera culpable.
Con una arrogancia más que justificada, había pensado que nada desagradable podía tocarlo, que nada podía hacerlo infeliz. Hasta, exactamente, treinta y seis horas antes.
Pero ahora, mientras contemplaba a una enfermera que estaba alimentando a su preciosa hija, su arrogancia había desaparecido. Tenía la impresión de que su idílica vida se derrumbaba a su alrededor.
Las últimas horas habían sido una pesadilla de la que no podía a despertar. La mujer que amaba, generalmente tan tranquila y adorable, se había convertido en un monstruo, en una persona que lo asustaba.
Se llevó una mano a la cabeza. Le dolía bastante, por la ansiedad y por la falta de sueño. No sólo lo había insultado con expresiones que ni siquiera imaginaba que conociera, sino que al intentar hablar con ella, para que pusieran un nombre a la niña, dijo que lo odiaba.
Con todo, lo peor había sido el brillo de sus ojos mientras hablaba. Un brillo de evidente locura que lo asustó. En cuanto la miró supo que la vida que había conocido desaparecería para siempre.
Se metió las manos en los bolsillos y observó a su hija mientras tomaba el biberón. Ya era la viva imagen de su madre. No podía comprender que Hope la mirara con horror, que se negara incluso a tocarla. Al parecer, veía en ella algo monstruoso y terrible.
Por desgracia no comprendía en absoluto la actitud de su esposa, y no podía hacer nada para ayudarla. Todo había ocurrido de manera imprevista, sin ningún sentido aparente. Hope parecía estar muy ilusionada con el nacimiento de su primer hijo. No había sufrido durante el embarazo, y ni siquiera se había sentido revuelta por las mañanas. Hasta habían hablado más de una vez sobre lo que haría su hijo, sobre lo que sería. Al margen de su absoluta convicción de que se trataría de un niño, su actitud había parecido, en todo momento, normal.
Philip se estremeció. No sabía qué iba a hacer si la perdía, si la mujer que tanto había amado desaparecía para siempre. La quería con locura. Siempre la había querido.
La enfermera dejó de alimentar al bebé y lo dejó en una cuna. Philip observó la escena a través del cristal de la maternidad, pero por alguna razón recordó a Hope, la noche en que la conoció. El se encontraba en Menfis por asuntos de negocios, y los habían presentado unos amigos. Cuando la vio por primera vez estaba riendo, con su largo y sedoso cabello cayendo hacia un lado. De inmediato sintió el deseó de tocar su pelo, de sentir su textura en los labios. Se había excitado con algo tan simple como verla hablar.
En cuanto se encontraron sus miradas, Philip supo que Hope sabía lo que estaba pensando, y que se alegraba por ello. En aquel instante, se enamoró. Fue todo un flechazo.
Durante los días siguientes fueron inseparables. Le contó todo lo que había que contar sobre su vida, y ella compartió su existencia con él. La trágica historia de la muerte de sus padres, mientras viajaban por Italia, lo había estremecido tanto como el hecho de que se quedara sola a los diecisiete años.
Había algo en ella que hacía que se sintiera el hombre más importante del mundo. Deseó protegerla contra todos los inconvenientes de la vida, dejar que entrara a su idílico mundo.
De haber sido un hombre más atrevido, habría confesado su amor de inmediato. Pero esperó durante seis largas y terribles semanas.
Tanto su familia como los amigos insistieron en que se había vuelto loco hasta que la conocieron. Entonces, también ellos cayeron ante su encanto. Hasta sus padres, siempre tan críticos, alabaron su buen gusto al elegirla.
En cualquier caso, a Philip no le importaba demasiado la opinión de sus padres. Estaba dispuesto a enfrentarse a cualquiera, y a cualquier cosa, por estar con ella.
En cuanto a la noche de bodas, no podría olvidarla nunca. Hope le había hecho todo tipo de cosas, tan hermosas como inimaginables, pero con tal dulzura e inocencia que tuvo la impresión de estar acostándose con una mujer virgen. Incluso después de lo sucedido con su hija, se excitaba con sólo recordarlo.
A veces pensaba que su vida era un continuo viaje entre noche y noche, siempre esperando a hacer el amor de nuevo. Cuando no podían hacerlo, experimentaba una verdadera tortura. Ninguna mujer había conseguido que sintiera algo parecido.
– Ah, estás aquí.
El médico de Hope se acercó a él. Harland LeBlanc había sido el médico de todos los niños de la familia, y a pesar de sus sesenta años parecía mucho más joven. Lo consideraban el mejor obstetra de Nueva Orleans, y Philip se sentía mucho más tranquilo al saber que Hope recibiría el mejor cuidado posible.
– Tienes una hija preciosa, Philip. De hecho no creo haber visto un bebé tan lindo en toda mi vida.
– Y sin embargo, Hope ni siquiera quiere mirarla. No la ha tocado, y se niega a ponerle un nombre.
– Sé que estás viviendo una situación difícil, pero…
– ¿Difícil? -preguntó con ironía-. No creo que lo comprendas. No podrías entenderlo. No estabas a mi lado esta mañana, cuando Hope me insultó repetidas veces, cuando dijo que me odiaba sólo porque quería dar un nombre a nuestra hija. Me miró de tal modo que sentí miedo. No pensé nunca que mi propia esposa pudiera mirarme de aquella manera.
El médico puso una mano sobre su hombro para animarlo.
– Lo creas o no, lo entiendo. He contemplado comportamientos similares en el pasado, y pasará. Todo saldrá bien.
– ¿Estás seguro? ¿Qué ocurrirá si no se le pasa? No podría soportar perderla. Ella es todo para mí.
Philip se aclaró la garganta como si al hacerlo pudiera librarse de aquel nudo. Se sentía estúpido y expuesto.
– Amo a mi esposa, Harland. A veces pienso que la amo demasiado.
– Mira, Philip, lo que sucede con Hope no es tan extraño como puedas imaginar. Un sorprendente número de mujeres se deprime después de un parto. A veces la depresión es tan terrible que abandonan a sus familias o hacen algo aún peor.