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Su madre apareció de repente. Pasó un brazo por encima de los hombros de Glory y la ingenua niña se apoyó en ella, buscando un poco de calor.

Santos se detuvo ante ellas. Glory estaba a punto de demostrar que sólo era una niña rica, una niña mimada. En parte deseó arrojarse en los brazos del chico al que supuestamente amaba, pero no lo hizo. Cuando lo miró, recordó la muerte de su padre. Una muerte que, en opinión de su madre, era consecuencia de su irresponsable actitud y de su amor por Santos.

– ¿Pensaste que no vendría? -preguntó él, con suavidad-. ¿Es que no sabías que haría cualquier cosa por estar contigo? Lo siento mucho, amor. Sé cuánto lo amabas.

– Márchate de aquí -intervino Hope, abrazando con más fuerza a su hija-. ¿No me has oído? Glory quiere que te marches.

Santos no hizo ningún caso. Siguió mirando a la joven.

– Cariño, díselo. Dile lo que sientes. Dile lo que sentimos el uno por el otro.

– ¡Maldito canalla! -exclamó su madre, casi histérica-. ¡Es culpa tuya! Glory se comportó así por tu culpa. ¡Eres el culpable de la muerte de su padre!

Glory empezó a sollozar. Santos dio un paso hacia ella.

– No hagas caso, Glory. Sabes muy bien que tu madre es una manipuladora. Nosotros no lo matamos. Fue un accidente -declaró con suavidad-. Toma mi mano. Ahora, aquí mismo. Demuéstrales a todos lo que sentimos el uno por el otro. Después me marcharé, pero al menos todos lo sabrán.

Santos alargó una mano. Glory la miró y nuevamente pensó en su madre, en las terribles palabras que le había dicho poco antes de que muriera.

– Si me amas, toma mi mano -susurró-. Cree en mí, Glory. Sólo tienes que tomar mi mano.

Glory no sabía qué hacer. De repente recordó la voz de Philip. Una voz suave y paciente, llena de amor. En cierta ocasión había insistido en que prometiera que no olvidaría nunca que la familia lo era todo, todo lo que era y todo lo que llegaría a ser.

Glory pensó que había cometido el error de olvidarlo, y estaba decidida a no hacerlo otra vez. Debía permanecer allí, con su madre, con su familia.

La joven movió la cabeza en gesto negativo, sin dejar de llorar. Después se apartó de Santos, volvió con su madre y apoyó la cara en su hombro.

Un segundo más tarde, Santos se marchó.

LIBRO 6

FRUTA PROHIBIDA

Capítulo 38

Nueva Orleans 1995

El asesino de Blancanieves había vuelto a actuar. Santos lo supo a las tres de la madrugada. Veintiséis minutos más tarde aparcaba su coche frente a la catedral de San Luis. Los primeros agentes de policía ya habían acordonado la zona. La médico forense había llegado, al igual que el grupo de investigación de criminología, una furgoneta del Canal de televisión y varios periodistas.

Santos esperó a que se apartaran los periodistas antes de bajar del coche. Miró a su alrededor. La catedral estaba iluminada como un árbol de navidad. Una pequeña multitud se había reunido en el lugar, compuesta por residentes, noctámbulos y personas que trabajaban en la zona. Al menos había media docena de policías controlando la situación.

Respiró profundamente. En diez años en el cuerpo había visto multitud de situaciones semejantes. No le afectaban demasiado, pero aquello era distinto. Era su caso. Era un asunto personal.

Quería detener a aquel canalla y hacer que pagara por todos sus crímenes. Pero no había llegado a ninguna parte. Era un individuo muy inteligente y organizado. Todo un depredador.

Cruzó la línea de seguridad. Dos turistas le sacaron una fotografía, cegándolo con el flash.

– Cómo son estos turistas -comentó a un compañero-. Sacan fotografías de cualquier cosa.

El agente se encogió de hombros.

– Tal y como están las cosas en este país, visitar una ciudad sin sacar una fotografía de un crimen es como no haber estado.

– Sí, supongo que tienes razón.

– ¿Detective Santos?

Santos se dio la vuelta. Otro agente uniformado se dirigió a él.

– Hola, Grady, ¿qué tenernos aquí?

– Otro asesinato. Aún no hay confirmación, pero parece evidente que se trata del mismo tipo. Actúa cada cuatro meses.

– Lo sé. Sigue.

– Una pareja de turistas borrachos la encontraron. Se tropezaron con el cuerpo.

– Otra vez esos turistas… Al alcalde no va a gustarle nada.

– He oído que está de camino.

– ¿Dónde están esos turistas? Quiero hablar con ellos.

El agente indicó a una pareja que se encontraba sentada en un banco de la catedral, tapada con una manta.

– Allí los tienes.

– ¿Y el cadáver?

– La dejaron en la misma puerta de la catedral. ¿Puedes creerlo? Ya no respetan nada.

Santos asintió y se dirigió al pórtico. Tal y como había dicho el agente, el cuerpo se encontraba ante la puerta. A diferencia de otros asesinos, que dejaban a sus víctimas en posiciones degradantes, o que sencillamente los mutilaban, aquél se tornaba muchas molestias estéticas. Todos los cuerpos aparecían con las manos cruzadas sobre el pecho, las piernas juntas y los ojos cerrados. Como Blancanieves en su ataúd de cristal. Parecían dormidas, o rezando.

Pero estaban muertas.

Santos se inclinó sobre el cuerpo. La médico forense, una mujer de mediana edad con pelo canoso, pecas y rostro agradable, lo miró.

– Hola, detective. Parece que nuestro amigo ha estado ocupado.

– Ya lo veo. ¿Qué tenemos?

– Una mujer blanca, de pelo oscuro, joven, y yo diría que de dieciocho a veinte años.

– ¿Prostituta?

– Lo supongo, si tratamos con el mismo tipo. ¿La conoces? Santos negó con la cabeza. Había estado tres años en la brigada antivicio del barrio francés, antes de trasladarse a homicidios, pero las prostitutas no duraban demasiado en la calle, sobre todo las jóvenes. Por otra parte, el asesino de Blancanieves tenía la extraña costumbre de bañar a las víctimas después de matarlas; les arreglaba el pelo, les quitaba las joyas y el maquillaje y las vestía con virginales camisones blancos. Al final, resultaba difícil reconocerlas.

Santos miró a Grady y dijo:

– Hay unas cuantas chicas entre la multitud. Ve a ver si alguna puede reconocerla.

Grady asintió y se alejó.

– ¿Causa de la muerte?

– Imagino que la ahogó. No hay señales de pelea, ni una simple herida.

– Parece que ha muerto hace poco tiempo.

– Sí. El asesino actuó con rapidez.

– Creo que intenta burlarse de nosotros -opinó Santos-. ¿Y la manzana?

– Ya la hemos encontrado. Como siempre, tiene dos bocados. Pero a diferencia de las otras víctimas, no he encontrado residuos en sus dientes. Fíjate en esto.

El forense destapó el cadáver y señaló sus manos. Empezaban a mostrar los rasgos del rigor mortis, pero Santos pudo ver con claridad que en sus palmas había dos cruces, grabadas a fuego. Lo mismo de siempre. Por suerte, habían mantenido en secreto aquel detalle. La prensa no lo sabía.

– ¿Es posible que se trate de un asesino distinto?

– No, pero ya veremos qué dicen las pruebas.

– Bueno, te llamaré mañana -se despidió Santos.

– De acuerdo, pero llama tarde -dijo la mujer-. Tengo otros cadáveres.

Santos no dijo nada. Ya estaba pensando en los turistas y en las preguntas que haría.

Horas más tarde, Santos se detuvo frente a un restaurante de aspecto elegante. Se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata. El sol de la tarde, bastante cálido para ser marzo, golpeaba con fuerza el barrio francés. Estaba cansado, tenía calor y se sentía frustrado. Había pasado cuatro horas trabajando en la calle, visitando establecimientos de todo tipo, enseñando fotografías de la última víctima en la espera de que alguien pudiera reconocerla.

Pero no había conseguido nada.

Y ahora se veía obligado a entrar en El jardín de las delicias terrenales. Su compañero se la había vuelto a jugar.