Santos entró en el restaurante, un típico lugar para ejecutivas con dinero. Miró a su alrededor buscando a su compañero y amigo. No resultó muy difícil. Además del encargado, era el único hombre. Por si fuera poco se trataba de un hombre bastante alto, calvo y tan negro como el carbón. Santos se sentó en su mesa y dijo:
– Odio este lugar.
Jackson rió.
– Es nuevo. He oído que es bastante bueno.
– Tal vez lo sea para Helga la horrible.
– Cuida tus palabras, compañero -entrecerró los ojos-. Estás hablando de mi esposa.
– Es una buena mujer. Pero con un gusto horrible en lo relativo a los restaurantes.
– Piérdete.
Santos rió y tomó el menú.
– Espero que tengan algo que no sea comida para conejos.
Santos y Andrew Jackson no se parecían en nada. Jackson era un hombre casado y con hijos, todo un hombre de familia. En su trabajo actuaba de forma práctica y fría, cuidando todos los detalles. Era un policía excelente, que olvidaba sus casos por completo cuando terminaba su turno.
En cambio, Santos era un adicto al trabajo, un solitario. No tenía más familia que Lily. Era un apasionado de su profesión, y no resultaba extraño que se obsesionara con algún caso. Perfectamente capaz de trabajar veinticuatro horas al día, su celo le había causado más de un problema con sus superiores. Decían que era peligroso, irresponsable y demasiado obstinado. En el fondo los molestaba que fuera uno de los agentes más condecorados del departamento.
Pero a pesar de sus diferencias, Jackson y Santos formaban un gran equipo. Llevaban juntos seis años, y se habían salvado la vida el uno al otro más veces de las que podían recordar. Jackson y Lily eran las únicas personas en las que Santos confiaba.
Pero detestaba su gusto culinario.
– ¿Estás seguro de que esta vez te tocaba a ti elegir el restaurante? -preguntó Santos.
– Sí -sonrió su amigo-. La última vez fuiste tú. Ya estaba harto de tanta grasa.
– Más que un tipo duro pareces un niño bonito.
Jackson rió y se cruzó de brazos.
– Puede ser, pero este niño bonito tiene intención de vivir muchos años.
La camarera llegó, tomó nota y se alejó. Santos se dirigió después a su compañero.
– ¿Tuviste suerte esta mañana?
– Un par de prostitutas identificaron el cadáver. Se llamaba Kathi. Llevaba demasiado tiempo en la calle. No tenía chulo, ni era drogadicta.
– Este tipo está empezando a irritarme -frunció el ceño-. Estoy seguro de que hemos pasado algo por alto.
– Hasta ahora tenemos cuatro víctimas. Todas mujeres. Todas jóvenes, morenas y caucásicas. Todas, del barrio francés. Asesinadas del mismo modo, sin variación alguna. Siempre aparece una manzana mordida por dos extremos. Y en todos los casos se demuestra que uno de los mordiscos lo realizó la víctima, de manera que suponemos que el otro lo hizo el asesino.
– Ya, ya lo sé, y luego está lo de las cruces en las palmas -continuó Santos-. Pero tiene que haber algo más. Algo en lo que no nos hemos fijado.
La camarera apareció con dos tés helados. Sonrió a Santos, que le devolvió la sonrisa aunque sin prestar demasiada atención. Su pensamiento estaba muy lejos, en el pasado, a mucha distancia de la atractiva rubia. Estaba recordando otro asesinato, recordando a un chico de quince años que lo había perdido todo.
– Lo encontraremos -dijo Jackson-. Uno de estos días cometerá un error y lo detendremos.
– ¿Y cuántas chicas tienen que morir mientras tanto?
En la televisión que había sobre la barra apareció en aquel instante un avance informativo. El locutor anunció que el asesino de Blancanieves había actuado de nuevo, y acto seguido informaron sobre la conferencia de prensa del alcalde, que criticó al departamento de policía y prometió limpiar la ciudad.
Santos lo miró, disgustado.
– Maldito cretino.
– Es increíble -dijo Jackson-. En esta ciudad mueren quinientas personas asesinadas al año, a pesar de lo cual no nos asignan los medios necesarios para combatir la delincuencia. No tenemos presupuesto, ni plantilla. Y sin embargo quieren que encontremos a ese tipo. Todo esto apesta.
– Lo que más me molesta es que, hasta ahora, no habían prestado ninguna atención al caso. No tenía prioridad -observó, tomando un poco de té-. Y ahora todo el mundo se indigna porque afecta al turismo.
Santos lo dijo con profunda amargura, porque a diferencia de otras personas se preocupaba realmente por las pobres víctimas. Lo sentía por ellas y por sus familias. Sabía lo que significaba perder a alguien querido sin que a nadie pareciera importarle.
Jackson permaneció en silencio unos segundos, antes de hablar.
– Esas chicas no tienen nada que ver con tu madre, Santos. El asesino no es el mismo tipo.
– ¿Cómo lo sabes?
– Actúa de modo distinto. Las ahoga, no las acuchilla. Hace el amor con ellas cuando ya han muerto, no antes. Además, han pasado veinte años.
– Diecisiete. Pero olvidas la manzana. También encontraron una junto a la cama de mi madre.
– Una simple coincidencia. Tendría hambre.
– Tal vez, pero… Tengo un presentimiento, Jackson. ¿Te acuerdas del presentimiento que tuve en el caso Ledet? Fue poco antes de que cazáramos a aquel canalla.
Jackson asintió mientras empezaba a comer su ensalada.
– Lo recuerdo.
Santos probó su lasaña de verduras. No estaba mala.
– Pues es algo parecido. Y te aseguro que se trata de un presentimiento muy fuerte.
– Tus ansias por capturarlo te confunden.
– Puede ser… No, no es así.
– Santos…
– Escúchame. Los dos sabemos que un asesino en serie no suele actuar tantas veces seguidas en tan poco tiempo. Mata poco a poco y a medida que lo hace mejora su estilo. También sabemos que suelen tener la costumbre de viajar por el país, matando y cambiando de domicilio. A veces lo hacen durante años.
– Pero diecisiete años me parecen demasiados.
– Henry Lee Lucas actuó durante trece años. John Wayne Gacy, durante diez. Hay montones de precedentes.
– Creo que no estás siendo objetivo.
– ¿Eso crees?
– Sí.
– Piérdete.
– Y tú también.
Los dos hombres se miraron y rompieron a reír.
Durante el resto de la cena charlaron sobre los casos, sobre la familia de Jackson y sobre la salud de Lily. Santos no volvió a sacar el tema del asesino de Blancanieves, aunque no dejó de pensar en ello.
Cuando terminaron de comer, se levantaron. Jackson hizo un gesto hacia el pasillo y dijo:
– Voy al servicio.
– Te espero en la salida.
Santos caminaba hacia la puerta cuando oyó que alguien lo llamaba.
Se dio la vuelta. Tras él se encontraba una mujer medianamente atractiva, delgada y de pelo castaño, claro. Trabajaba en el restaurante. Recordó haberla visto al entrar, pero no la había reconocido.
– ¿Santos? ¿Eres tú?
– Sí, soy yo -le devolvió la sonrisa-. Siento mucho no reconocerte…
– Soy Liz. Liz Sweeney.
Santos tardó un segundo en recordar. Y cuando lo hizo movió la cabeza como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.
– ¿Liz Sweeney? ¡Cuánto has crecido! -rió.
– Tú también. Me alegro de verte.
Santos sonrió de nuevo y estrechó su mano. De inmediato le gustó la mujer en la que se había convertido.
– ¿Qué tal estás?
– Bien. Trabajo aquí. Es mi restaurante.
– ¿De verdad? Es impresionante. Me alegro por ti -dijo, sin soltar su mano.
Liz se aclaró la garganta.
– Ver a hombres en el local ha resultado toda una experiencia. Me temo que mi clientela suele estar reducida al ámbito de las mujeres. Espero que te haya gustado la comida.
– Oh, sí, desde luego.
Jackson apareció en aquel momento e intervino en la conversación.