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– No encontré razón alguna para llamarte, madre. No había nada que pudieras hacer.

Su madre se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos.

– Debo recordarte que soy la dueña de la mitad de este hotel, y que fue mi herencia familiar la que salvó a Philip, y al establecimiento, de la ruina. Habríamos perdido el Saint Charles, pero no lo hicimos gracias a mí. Debiste llamarme.

Cinco años atrás, cuando se hizo cargo del hotel, Glory había descubierto en los libros de contabilidad que todas las deudas se habían pagado como por arte de magia. Pero desde entonces su madre no dejaba de echárselo en cara, y estaba cansada.

– Y yo te recuerdo que soy la directora, madre. Si quieres mi puesto podemos hablar sobre ello. Hasta entonces tendrás que aceptar mis decisiones. No había razón para llamarte. Todo está arreglado.

En aquel momento sonó el intercomunicador. La secretaria la informó de que tenía una llamada de un periodista del Times Picayune. Aceptó la llamada; su madre se levantó y tomó una de las fotografias que decoraban su escritorio. Era una fotografia de su padre, que le habían tomado por motivos publicitarios poco antes de su muerte. De inmediato sintió un nudo en la garganta.

Tras la muerte de Philip, Hope había recibido docenas de proposiciones, pero las había rechazado todas. Más de una vez había comentado que nadie podía sustituir a su difunto esposo. Sin embargo, Glory lamentaba su decisión porque incrementaba su injustificado sentimiento de culpabilidad.

Al final había aceptado que su madre no volvería a casarse nunca.

– Sí, en efecto -continuó hablando con el periodista-. Cuente conmigo. Si necesita más información no dude en llamar.

Poco después colgó el teléfono.

De inmediato, Hope dejó la fotografia en su emplazamiento original y la miró.

– Supongo que anoche lo viste.

– Si te refieres a Santos, sí. Lo vi. Está llevando el caso.

– Eso he oído. He oído que se ha convertido en un policía -sonrió con desprecio.

Glory decidió salir en su defensa, indignada por su actitud.

– Es un buen detective, uno de los mejores del departamento. Me alegra que esté de nuestro lado. Si no quieres nada más, estoy muy ocupada.

– Por supuesto. Siempre estás ocupada. Ah, quería hablarte de otra cosa. El sábado por la noche doy una pequeña fiesta en el hotel, a las ocho en punto. Podías traer a ese encantador cirujano con el que salías. ¿Cómo se llamaba?

– William. ¿Qué entiendes por una «pequeña fiesta»?

– Una cena para veinte personas, pero no te preocupes. Ya lo he organizado todo con el chef y con el jefe de camareros. No tienes que hacer nada.

– Ya hemos hablado antes del tema -dijo Glory, que sabía que el hotel tendría que cargar con los gastos-. No puedes seguir con ese ritmo. El hotel no puede permitírselo.

– Haré lo que me apetezca -espetó-. Es mi hotel.

– No lo comprendes. Si sigues…

– Lo comprendo muy bien. Sin embargo, ¿para qué tenemos el hotel si no es para disfrutarlo?

– Es nuestro negocio, nuestra forma de vida. Pero además es algo más. Es…

– ¿Qué es? ¿Tu herencia? ¿Parte de la familia? Si no fuera por los beneficios sólo sería una carga.

– ¿Una carga? Si es eso lo que piensas, ¿por qué lo salvaste? ¿Por qué utilizaste tu fortuna para evitar su ruina?

– Porque tu padre quería vender nuestras propiedades para salvarlo. Iba a vender la mansión, la casa de verano, el Rolls Royce y mis joyas. No podía aceptarlo. La gente habría empezado a hablar. Habríamos sido el hazmerreír de toda Nueva Orleans.

Glory intentó asumir lo que acababa de escuchar. El hotel había sido uno de los mayores amores de su padre. En cambio, Hope parecía detestarlo.

– ¿Y qué pasaría ahora, madre? ¿Qué pasaría si tuvieras que enfrentarte a las habladurías de la gente?

Hope la miró. Había tal frialdad y determinación en sus ojos que Glory se estremeció.

– Haría lo necesario para impedirlo, por supuesto.

Su madre se levantó y salió del despacho. Glory la observó sin dejar de pensar en sus últimas palabras.

Capítulo 42

Liz estaba tumbada en la cama, mirando el techo, intentando poner orden en sus confusos pensamientos. Santos se había marchado horas atrás, antes del alba. Sin embargo, no había podido dormir desde entonces.

En aquel mismo instante podía estar hablando con Glory, mirando sus ojos, recordando, empezando a desearla de nuevo.

Pensó en la pasión que compartían, en lo enamorados que habían estado en el pasado, y un sentimiento insano la empujó a imaginarlos juntos en aquel instante, como los adultos que eran, como adultos que sabían lo que querían.

Gimió y se cubrió el rostro maldiciéndose por ser tan insegura. Se repitió que Santos ya no la deseaba. Había confesado que la odiaba tanto como ella misma.

Respiró profundamente. Las sábanas aún olían a Santos, e intentó aspirar todo su aroma.

Lo amaba con locura, pero aquel amor no era recíproco.

Se sentó y se abrazó a la almohada. Santos había dicho que le gustaba mucho, que le agradaba su compañía y que le encantaba hacer el amor con ella. Pero no había en él ningún deseo por establecer una relación, ni intención alguna de involucrarse. No obstante, no renunciaba a la posibilidad de que se enamorara de ella.

Había sido sincero con ella. Liz podía notar la distancia que había establecido entre ellos; podía sentir sus muros defensivos.

Más de un aspecto de su personalidad permanecía oculto a su vista. Santos no quería compartir ni sus sueños, ni sus esperanzas, ni sus emociones, y la culpa de todo la tenía Glory. No sólo había destrozado su futuro, sino que también había matado la confianza y el amor de Santos. Le había partido el corazón.

Hacía dos meses que eran amantes, desde su tercera cita. Liz había estado enamorada de Santos desde siempre, y no había sido capaz de resistirse al deseo.

Se dijo que Víctor necesitaba tiempo. Poco a poco llegaría a comprender que estaban hechos el uno para el otro.

Si Glory no volvía a interponerse.

Apretó la cara contra sus rodillas e intentó recordar la reacción de Santos cuando supo que tenía que visitar el hotel Saint Charles, dos noches atrás. Intentó recordar cada palabra que intercambiaron, cada uno de sus gestos. Santos había recibido una llamada de la comisaría para informarle del asesinato. El teléfono no la había despertado. Sencillamente había notado que su amante ya no se encontraba en la cama.

Cuando abrió los ojos vio que se estaba abrochando los pantalones. Parecía enfadado.

– ¿Santos? ¿Qué ocurre?

– Tengo que marcharme -contestó, mientras se sentaba en la cama para ponerse los zapatos-. Han encontrado otro cuerpo.

– ¿Se trata del asesino de Blancanieves?

– El mismo.

Liz acarició uno de sus muslos.

– Lo siento.

– Yo también.

Santos abrió la boca como para decir algo más, pero no lo hizo. Se levantó, y se puso la cartuchera.

– Iré a prepararte un café.

– No tengo tiempo. Sigue durmiendo.

– ¿Piensas volver? -preguntó, adormilada, mientras se tumbaba de nuevo.

– Pasaré más tarde por el restaurante.

Liz asintió con un nudo en la garganta. Lo amaba tanto que cuando se marchaba sentía un profundo dolor.

– Espera, Santos. Esta vez… ¿dónde han encontrado el cuerpo?

Su amante dudó durante unos segundos, como si no quisiera decírselo, como si quisiera ocultarle alguna terrible verdad. En aquel momento, Liz supo que aún sentía algo por Glory.

Y ahora, dos días más tarde, se levantó de la cama porque se sentía demasiado inquieta. Si no hacía algo, si permanecía desocupada, se volvería loca.

Decidió ir al restaurante aunque había pensado dejar que Darryl, su ayudante, abriera. Santos pasaría más tarde por allí, y cuando viera sus ojos sabría que todo iba a salir bien.