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En una ciudad tan religiosa y reaccionaria como Nueva Orleans no era extraño que la fe y el concepto de pecado ocuparan un ámbito tan importante en la vida de las personas. Todo el mundo tenía crucifijos. Se vendían como recuerdo para los turistas, y no resultaba demasiado difícil encontrarlos impresos incluso en las tazas de los bares.

Santos eligió uno y dijo:

– Lo encontré el otro día en la esquina de Royal y Saint Peter. Este otro es de una tienda del Cabildo, y aquél de una tienda de vudú de la calle Bourbon. Pero no hay testigos, ni pistas.

– ¿Y qué hay de aquel chico de la catedral? No estoy seguro de que su coartada me convenciera.

– Se comprobó.

– Sí, pero no le creí de todas formas. Tuvo la oportunidad de hacerlo, y frecuentaba prostitutas. Además, se pasa la vida en el barrio francés.

– Se hundió enseguida cuando lo interrogamos. Nuestro asesino, o nuestra asesina, es una persona mucho más fría. Ese chico habría hecho cualquier cosa por librarse de nosotros, hasta confesarse culpable. Te digo que no es él.

– No lo sé. Aún creo que debimos… Oh, vaya. No mires ahora, compañero. Se acercan problemas. Y creo que llevan grabados tu nombre.

Santos miró hacia atrás. Glory se dirigía hacia él, con evidentes signos de irritación. Sin quererlo, notó cómo la miraban todos los hombres de la comisaría y no le extrañó. Era muy atractiva, aunque escondiera un corazón de hielo. Parecía un diamante entre baratijas, un perro con pedigrí entre docenas de perros callejeros.

Santos sonrió divertido. Obviamente, quería su cabeza.

– ¡Cómo te has atrevido! -exclamó al llegar al escritorio-. ¿Cómo has sido capaz de interrogar a mis empleados de ese modo?

– Buenos días -dijo Santos-. ¿A qué debo el placer de tu visita?

– Basta de tonterías. Te prohibí que interrogaras a mis empleados sin consultármelo antes. ¿Quién te dio la autoridad para desafiarme?

– ¿Desafiarte?

– Creo que será mejor que me aparte -intervino Jackson-. No me gustaría verme en mitad de un fuego cruzado. La metralla puede llegar a ser muy peligrosa.

Santos lo miró, furioso, antes de volver a concentrarse en Glory.

– En primer lugar, no tienes ningún derecho a darme instrucciones de ninguna clase -declaró el detective-. Como funcionario público que soy haré lo necesario para llegar al fondo de este caso. Y en segundo lugar hablamos con Pete durante su tiempo libre, no durante las horas de trabajo. De modo que lárgate de aquí.

– Que no puedas encontrar al asesino no te autoriza a presionar a un pobre chico inocente. En lugar de molestar a adolescentes te sugiero que salgas a la calle a encontrar a ese maníaco.

En la enorme sala se hizo el silencio. Santos estaba demasiado furioso como para describir lo que sentía. Se levantó y caminó hacia ella. Se detuvo tan cerca que Glory tuvo que alzar la cabeza para mirarlo.

– ¿Y cómo sabes que Pete no es el asesino? ¿Qué pasaría si tienes a un criminal en plantilla?

– Eso es ridículo. Es un hombre encantador. Un empleado modelo.

– Claro, y supongo que los clientes confían en él.

– Desde luego.

– Sobre todo las mujeres. Confían en él, y les gusta. ¿No es verdad?

Glory palideció. Era cierto, pero insistió en defenderlo.

– Lo has presionado durante horas, sin abogado alguno que lo defendiera. Habéis hecho todo lo que podíais salvo acusarlo directamente.

– ¿Para qué diablos íbamos a leerle sus derechos? No estaba detenido, ni hay cargos contra él. Eran simples preguntas. ¿No es cierto, Jackson?

– Lo es.

– No necesitaba un abogado, Glory. Y desde luego, no pidió ninguno. Si lo hubiera hecho, se lo habríamos concedido de todas formas. Es su derecho. Y es la ley.

– Si yo fuera tú borraría ese gesto arrogante de tu cara. Los dos sabemos que le recomendasteis que no llamara a un abogado, que lo convencisteis de que si lo hacía sería tanto como declararse culpable. Y en realidad sólo es un chico solitario y vulnerable.

– ¿Hicimos tal cosa, Jackson? -preguntó Santos.

– No que yo recuerde, compañero. Tal vez esté pensando en otro detective. O tal vez haya visto demasiadas películas.

– No insultéis mi inteligencia. No estoy dispuesta a admitir más presiones, ni más juegos. La próxima vez llevaré el caso a los tribunales.

– No vayas tan deprisa, princesa -espetó Santos, mirándola directamente a los ojos-. ¿Es que tu empleado se siente culpable de algo? ¿Por qué estaba tan nervioso?

– No estaba nervioso. Simplemente estaba inquieto por vuestras acusaciones.

– Perdóneme, señorita -intervino Jackson de nuevo-. No lo acusamos de nada. Nos limitamos a hacer preguntas. Es nuestro trabajo.

– Tal vez no lo hicierais directamente, pero lo hicisteis -dijo ella, mirando a Santos-. Cualquiera se habría asustado.

– Yo diría que sientes debilidad por ese chico -observó Santos-. Suena como si le pagaras por algo más que por aparcar coches.

– ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a insinuar que…?

– ¿Y qué te hace estar tan segura de su inocencia? ¿Tal vez lo conoces? ¿Tal vez conoces al asesino de Blancanieves?

– Oh, por favor…

Glory se apartó de él, pero Santos la tomó del brazo y la detuvo.

– No tienes idea de con quién estamos tratando. Como mucha gente, crees que los asesinos son personas de aspecto extraño, personas en cuyos ojos se ve claramente un monstruo. Pero no es así en absoluto. Se trata de un monstruo, sí, pero de un monstruo que camina entre nosotros, desapercibido. Una persona fría, brutal y calculadora. Una máquina de matar, sin compasión ni respeto por la vida humana.

Santos notó su miedo y sintió cierta satisfacción. Quería asustarla. Sus acusaciones eran tan arrogantes y tan injustificadas que merecía un castigo, aunque fuera mínimo. Por el presente, y por el pasado.

– Pero no se trata de un monstruo que podamos identificar por su aspecto -continuó-. Es un manipulador nato. Alguien que necesita hacernos creer que es absolutamente inocente. Todo un ejemplo como persona. O un empleado modélico.

Glory estaba tan pálida que Jackson decidió intervenir.

– Santos…

Santos levantó una mano para detenerlo.

– Pete tuvo la oportunidad. Vive en el barrio francés y le gustan las… chicas de la calle. Por otra parte, trabaja durante la noche y puede salir y entrar cuando quiera. Puede utilizar los coches de los clientes cuando le apetezca. Vehículos de los que sabe que no se utilizarán en varias horas.

– ¿Estás diciendo que Pete es el asesino?

– No. Sólo estoy diciendo que no tienes derecho a venir aquí a decirnos cómo debemos hacer nuestro trabajo. Nos tomamos muy en serio nuestra profesión, y te aseguro que somos bastante buenos. Así que si no tienes nada más que decir, princesa, yo no tengo tiempo para tonterías. He de encontrar a un asesino.

– No me llames así.

– ¿Prefieres que te llame «alteza»?

– Vete al infierno.

Glory se dio la vuelta y se alejó de él. Mientras lo hacía miró sin querer las fotografias que ocupaban el escritorio y se asustó tanto que dio un paso atrás.

Jackson se levantó de la silla y se acercó a sostenerla por si se desmayaba.

– ¿Por qué no se sienta un momento?

Glory se recobró enseguida. Santos pudo notar perfectamente sus esfuerzos por recobrar la compostura, por colocarse de nuevo la ridícula armadura con la que se defendía del mundo. Unos segundos atrás la había visto tal y como había sido. Apasionada, llena de vida. Le había recordado a la chica de la que se enamoró.

– Gracias, detective Jackson. Me encuentro bien. Y ahora, si me permite…

Glory se marchó muy estirada. De todas formas, Santos sospechó que aquella noche no conciliaría el sueño. Las imágenes de las chicas muertas la perseguirían. De hecho, a veces también lo perseguían a él.

– Glory -dijo-, en cuanto a tu empleado…

Glory se detuvo un momento y lo miró.

– Está limpio -continuó Santos, sabiendo que había ganado la batalla-. Pensé que te gustaría saberlo.

– Eres un cerdo.

El detective sonrió y se llevó la mano, como saludo, a un ala de sombrero imaginaria.

– Siempre a tu servicio.