– Quería que supieras que fue culpa mía. Todo.
– Ya veo.
– Lo siento, mamá. Estoy avergonzada por ello.
Su madre levantó su taza y tomó un poco de té. Acto seguido, preguntó:
– ¿Eso es todo?
– No -contestó, más tranquila al observar que no se enfurecía-. Pensé… Esperaba que le pidieras a la señora Cooper que regresara.
Hope no se movió. Daba la impresión de que ni siquiera respiraba. Al final, levantó la mirada y rompió el silencio.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
– Porque mentí. No fue culpa de Danny, ni de su madre. No deben ser castigados por mi comportamiento. Por favor, mamá, lo siento mucho. Por favor, pídeles que vuelvan.
Su madre se levantó y caminó hacia la cristalera. Estuvo un buen rato mirando hacia el jardín, y cuando se dio la vuelta había en sus labios algo parecido a una sonrisa.
– Me alegra que estés avergonzada por tu comportamiento. Es bueno que lo sientas. ¿Pero cómo sé que eres sincera?
– ¡Lo soy, de verdad! -dio un paso hacia ella-. De verdad. Por favor, dile a la señora Cooper que vuelva.
– Puede que lo haga -dijo con suavidad.
Glory se llevó las manos al pecho. Creía que su madre hablaría con la señora Cooper y que lo solucionaría todo. Danny volvería a ser su amigo y el resto de los criados volverían a ser simpáticos con ella.
– Oh, mamá, gracias. Muchas gracias por…
Hope la interrumpió.
– Le pediré que vuelva si me demuestras que puedes ser una buena chica. Si me demuestras que puedes ser la niña que Dios espera.
– ¡Puedo serlo, mamá! -sonrió--. Te lo demostraré. Seré la mejor niña del mundo.
Capítulo 12
Hope conocía a fondo el barrio francés y sabía dónde encontrar lo que necesitara, dónde saciar cualquier deseo oscuro e incontrolable que la dominara. Muchos eran establecimientos públicos, frecuentados por inocentes turistas que no sospechaban lo que sucedía más allá del espectáculo nocturno.
Y aquella noche, la «oscuridad» la había llevado a uno de aquellos locales.
Hope entró por la puerta trasera y tomó un pasillo estrecho y apenas iluminado. Las paredes estaban llenas de humedad, y el ambiente, cargado. Los edificios del barrio francés eran muy antiguos, y albergaban todo tipo de criaturas diversas. Entre ellas, algunas humanas.
Se había disfrazado, aunque sabía que no encontraría a ninguna persona conocida en semejante lugar. No estaba de más tomar precauciones. No en vano había estado muchas veces en establecimientos como aquél.
El fuego que ardía en su interior se incrementaba con cada paso que daba. Era una especie de infierno que había que apagar antes de que la consumiera.
Como siempre, sabía que al día siguiente se odiaría. Como de costumbre, culparía por ello a su madre, a su pasado, y a todas las mujeres de la familia Pierron. Todo lo arreglaba con una penitencia, y se justificaba pensando que tenía que hacerlo para apagar el deseo, al menos durante unos días; con un poco de suerte, para toda la vida.
Sólo entonces podría ser libre.
Se detuvo ante la habitación marcada con el número tres. Respiró profundamente. Los latidos de su corazón reverberaban en su cuerpo como tambores tribales. Giró el frío pomo de la puerta y la abrió.
En la cama había un hombre esperándola, desnudo.
Capítulo 13
Glory se comportaba como la niña devota que se esperaba de ella. No corría, no cantaba, y no reía en alto. No se quejaba nunca ni decía nada que pudiera molestarla.
Los días pasaron hasta transformarse en semanas, pero su madre no le pidió a la señora Cooper que regresara. Glory se despertaba a veces en mitad de la noche y seguía descubriendo a Hope en su dormitorio, observándola con aquel gesto.
Al principio no lo comprendía. Pero entonces se dijo que seguramente lo había planeado para que la señora Cooper regresara el día de su cumpleaños, como una especie de regalo sorpresa. De manera que esperó la llegada del día con ansiedad y no dejó de comportarse, todo el tiempo, como una niña modélica.
Por fin, llegó su cumpleaños. Aquella mañana bajó corriendo a desayunar. Tenía muchas ganas de ver de nuevo a la señora Cooper; deseaba contemplar otra vez su suave sonrisa y sus amables ojos azules; deseaba interesarse por Danny.
Pero no estaba allí. En lugar de ella, la saludó la señora Greta Hillcrest, la nueva ama de llaves.
Decepcionada, se dio la vuelta y se encerró en su dormitorio.
Se arrojó sobre la cama y lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Se había equivocado al pensar que su madre pensaba sorprenderla.
Ahora sabía la verdad.
Nunca le pediría que regresara porque, por mucho empeño que pusiera en ser una buena chica, nunca lo sería ante sus ojos. No estaría nunca orgullosa de ella, no la haría feliz, no lograría ser la hija que esperaba.
Por si fuera poco, la actitud de su madre sólo servía para que se sintiera culpable. No sabía qué había hecho para merecer un trato así, pero resultaba evidente que no podía hacer nada para cambiarlo. De repente, la dominó una intensa furia. Su madre no había tenido intención de cumplir el trato, ni de pedirle a la señora Cooper que regresara.
Era una mentirosa y había intentado engañarla. Nada de lo que pudiera hacer serviría para ganarse su afecto.
Esta vez lloró de rabia. Y por alguna razón se sintió mucho más relajada.
Varias horas más tarde se encontraba mirando la tarta de cumpleaños, sobre la que ardían ocho velitas. A su alrededor, todo el mundo cantaba el «cumpleaños feliz». Año tras año había pedido el mismo deseo al soplar las velas: que su madre la amase. Pero aquel año no lo hizo. A punto de llorar, decidió que no volvería a malgastar un deseo en su madre.
Respiró profundamente y sopló.
LIBRO 4
Capítulo 14
Nueva Orleans 1980
Ya no lo soportaba por más tiempo. Santos sacó su bolsa de viaje del estante superior del armario. Ya se había hartado de condescendencias, y esta vez no podrían encontrarlo. No podrían capturarlo de nuevo para ingresarlo en un reformatorio.
Habían pasado casi dos años desde la muerte de su madre, y desde entonces se había visto obligado a vivir con cuatro familias de «alquiler». Con todas ellas, sin embargo, había aprendido algo importante.
La primera de todas le había enseñado a no pensar, en ningún momento, que era su familia real. Para ellos sólo era una manera de conseguir dinero, y lo habían dejado bastante.
La segunda familia le había enseñado a no llorar, por mucho dolor que le infligieran. Había aprendido que el dolor era algo íntimo, algo que sólo le concernía a él. Había aprendido que cuando expresaba sus sentimientos sólo conseguía que lo ridiculizaran.
La tercera familia le había enseñado a no esperar nada de los demás, ni siquiera una mínima decencia en el trato. Y cuando llegó el turno de la cuarta familia ya no aprendió nada más por la sencilla razón de que había dejado de ser vulnerable. No tenía esperanzas, ni ilusiones, ni deseos de que lo amaran. Se limitó a cerrarse al mundo.
Como consecuencia de su comportamiento, los asistentes sociales del estado habían llegado a la conclusión de que era un chico difícil e introvertido.
Durante su experiencia con las cuatro familias había vivido en cuatro partes distintas de la misma ciudad, asistido a cuatro colegios diferentes, y perdido a todos sus amigos sin hacer ni uno solo nuevo. Habían destrozado su vida, y por si fuera poco se atrevían a decir que era difícil e introvertido. Tal y como decían a menudo sus viejos amigos, el sistema estaba podrido.
Pero esta vez no lo encontrarían.
Debía marcharse de Nueva Orleans. Si se quedaba, lo encontrarían. Y no podría soportar acabar en un reformatorio, o con otra familia de «alquiler». No soportaría otro colegio, otro barrio, más rostros nuevos y desconocidos. Tenía dieciséis años y era casi un hombre. Había llegado el momento de que decidiera por su cuenta y riesgo.
Había planeado su fuga con cuidado, ahorrando todo el dinero que podía hasta conseguir la suma de cincuenta y dos dólares. Después de estudiar un mapa de Luisiana había decidido marcharse a Baton Rouge, una ciudad bastante grande, con universidad, mucha gente joven y no demasiado lejos de Nueva Orleans. Apenas a doscientos kilómetros.
No había olvidado la promesa de encontrar al asesino de su madre. En cuanto fuera mayor de edad, regresaría para cumplirla.
Abrió un cajón y sacó un pequeño joyero del que extrajo unos pendientes de cristal coloreado. De forma reverencial, los colocó sobre la palma de su mano. Eran simples baratijas, pero a su madre le gustaban mucho, y tan largos que casi llegaban a sus hombros. Podía imaginarla con aquellos pendientes, que brillaban como diamantes cuando se movía.
El recuerdo de su madre resultaba doloroso y dulce a la vez. Volvió a guardar los pendientes en el joyero y lo metió en la bolsa con el resto de sus cosas, exceptuados los libros del colegio, que no necesitaría. Pero cambió de opinión y prefirió guardar la pequeña cajita en el bolsillo de sus vaqueros. Allí estarían más a salvo.
Lucía no le había dejado nada de valor, pero aquellos pendientes significaban más para Víctor que mil diamantes de verdad. No habría soportado perderlos.
Cerró la bolsa, miró a su alrededor y pensó que no se arrepentía de abandonar a aquella familia sin siquiera despedirse, ni de huir en mitad de la noche, ni de haber tomado veinte dólares como préstamo. No sentirían su ausencia, y en cuanto al dinero, lo devolvería en cuanto pudiera.
Caminó hacia la ventana y la abrió con sumo cuidado. Miró hacia el exterior, sacó la bolsa, y se alejó en la oscuridad.
Media hora más tarde, Santos se sentaba en el asiento delantero de un coche casi nuevo.
– Gracias -dijo al hombre que lo había recogido mientras hacía autoestop-. Pensé que iba a congelarme.