– Eres muy perceptivo. Has acertado con todo -dijo, con ojos llenos de lágrimas-. Soy todo lo que has dicho. Una prostituta solitaria. Y es cierto, mi hija me ha abandonado. Pero te ruego que me perdones ahora. Será mejor que entre en la casa.
Sin más palabras, Lily se levantó y entró en la mansión con la cabeza bien alta.
Santos la miró con un nudo en la garganta. La había herido a propósito porque la quería mucho y porque no deseaba sufrir más tarde.
Se había comportado como un canalla. Aquella mujer había sido muy amable con él. Le había permitido vivir en su casa, le había dado un trabajo y lo había alimentado sin esperar nada a cambio. Y ni siquiera había sido capaz de decir su verdadero nombre.
Sin quererlo, había actuado tan mal como las personas de las que huía.
No lo pensó dos veces. Se levantó y entró en la casa. El enorme vestíbulo estaba vacío. La llamó, pero ella no contestó, así que empezó a buscarla.
Minutos después la encontró en la biblioteca, con la mirada perdida. Tardó unos segundos en atreverse a hablar.
– ¿Lily?
– Por favor, Todd, márchate. Prefiero estar sola.
– Lily… Lo siento.
– ¿Qué es lo que sientes? ¿La verdad?
– Me he comportado de forma inexcusable.
– Sólo has dicho la verdad, Tienes derecho a despreciarme. Hasta mi propia hija me desprecia.
– Te equivocas. Yo no te desprecio. Yo… Lo siento.
– Márchate, Todd. No pasa nada. Estoy bien.
– No, no es cierto. No mereces que te traten así -dijo, con las manos en los bolsillos de los vaqueros-. Y desde luego, no mereces mis mentiras.
Lily se dio la vuelta entonces. Y Santos pudo observar que había estado llorando. Se sintió terriblemente avergonzado.
– No me llamo Todd Smith, sino Víctor Santos. Todo el mundo me llama Santos, excepto mi madre. Pero está muerta. Yo… quería herirte para alejarme de ti. Me gusta estar aquí, me gustas tú y no podía…
Lily caminó hacia él, pero el chico no fue capaz de mantener su mirada. Dulcemente, acarició su mejilla.
– No te preocupes, Víctor, lo comprendo.
Cuando Santos levantó la cabeza supo que Lily había sufrido muchísimo y se reconoció en ella. Maldijo a su hija por haberla abandonado.
Lily pareció leer sus pensamientos.
– Mi hija quería una nueva vida. Una vida limpia, sin arrastrar el pasado de mi familia. Y obviamente no tenía más remedio que olvidarse de mí.
– ¡Excusas! -exclamó, muy enfadado por Lily-. ¡Es indignante!
No podía creer que su hija la hubiera tratado de aquel modo. No lo merecía. El nunca lo habría hecho.
– Lo entiendo, Víctor, entiendo su actitud porque sé muy bien lo que soy.
Santos se odió por las cosas que había dicho. Lily actuaba como si mereciera un castigo por lo que había hecho, como si mereciera que su propia hija la abandonara corno a un perro.
– No te preocupes -continuó ella-. No quiero nada de ti, pero no voy a traicionarte. Me gusta tu compañía. Tal vez sea una egoísta, pero he estado tan sola…
Santos tomó su mano. Por primera vez desde la muerte de su madre sentía que no estaba solo. Había alguien que se preocupaba por él, alguien en quien podía confiar.
Entonces le contó la verdad. Toda la verdad sobre su madre y sobre su padre. Toda la verdad sobre su asesinato y sobre su promesa de vengarla. Compartió con ella sus experiencias y sus sueños, y Lily escuchó con atención y lo animó.
Aquella noche hablaron hasta muy tarde. Al final, Santos se sintió mucho mejor; como si al compartir tantas tragedias se hubiera liberado, en parte, del pasado. Y después, cuando se dieron las buenas noches, ambos supieron que Víctor se quedaría en la casa por propia voluntad.
LIBRO 5
Capítulo 18
Nueva Orleans, Luisiana 1984
A los dieciséis años, Glory se había hecho a la idea de que su madre no la amaría nunca. No sabía qué pecado había cometido para merecerlo, pero ya no le importaba. Su ausencia de cariño ya no podía herirla.
Además, su resignación al respecto había crecido tanto como su ira.
El tiempo transcurrido desde que tenía ocho años la había cambiado más de lo normal. Glory era una joven muy inteligente, agresiva y en ocasiones muy irónica. Su energía y su entusiasmo infantiles se habían convertido en abierto desafío.
Por supuesto, sabía que se exponía a los castigos de su madre. Pero prefería los castigos, por severos que fueran, a ceder ante ella.
Romper las ridículas normas de Hope se había convertido en un juego, en una especie de peligrosa batalla de voluntades. Había aprendido cuáles eran los puntos débiles de su madre: cualquier cosa que tuviera que ver con los hombres, con el cuerpo y con el sexo, y disfrutaba engañando a su madre haciéndolo bajo sus propias narices.
Cuando la descubría sufría todo tipo de castigos, aunque la severidad dependía de lo que hubiera hecho. En cierta ocasión su madre la encerró en su dormitorio hasta que se aprendió de memoria buena parte del antiguo testamento. Otra vez la obligó a limpiar todos los suelos de la casa con un cepillo. Y un día, cuando la descubrió besándose con un chico, la azotó duramente con una vara; su frialdad llegaba hasta el punto de hacerlo de tal manera que no le hiciera ninguna herida. Pero a pesar de todo tuvo cardenales en la espalda durante una semana.
Sin embargo, sus castigos no habían servido para que se rindiera. Bien al contrario, ya ni siquiera corría a buscar la ayuda de su padre. Aceptaba el castigo y se juraba que la siguiente vez no la descubriría.
En cierta manera le gustaba que la descubriera. Pero no precisamente porque le gustaran los castigos, sino porque había descubierto que su madre disfrutaba castigándola; parecía sentir una gran satisfacción, por morbosa que fuera, al saber que su hija rompía sus normas insanas. De hecho tenía la impresión de que sólo sentía algo por ella cuando la castigaba.
Con todo, el mayor de los cambios que se había producido en Glory no era con respecto a su madre, sino en relación a su padre. Había vertido sobre él la comprensible furia que había acumulado tras años y años de sufrir malos tratos. Ahora lo evitaba, como evitaba las visitas al Saint Charles. Y no se cansaba de repetir, una y otra vez, que el hotel no le importaba lo más mínimo. Lo hacía para herir a su padre, y lo conseguía. Por desgracia, cuando rompía el corazón de Philip también rompía el suyo.
En el fondo, amaba a su padre y al hotel tanto como de pequeña. Las cosas habían cambiado, aunque no sabía por qué, y le dolía muchísimo.
Glory asistía entonces a la academia de la Inmaculada Concepción, un colegio sólo para chicas que se encontraba en la avenida Saint Charles. Las hijas de las mejores familias de Nueva Orleans estudiaban en aquella institución desde 1888. Terminar los estudios en ella era todo un triunfo en una ciudad tan rica, tan vieja y tan conservadora en ciertos aspectos como Nueva Orleans.
Glory se miró en el espejo e inspeccionó el pintalabios que acababa de aplicarse. Sonrió y guardó el carmín en el bolso. En el exterior se oían risas de jóvenes, y sabía que en cuanto sonara el timbre el cuarto de baño se llenaría inmediatamente de chicas, todas ellas deseosas de mirarse al espejo antes de que empezara la siguiente clase.
Tal y como había previsto, un grupo de chicas entró poco después.
– Glory -dijo una de ellas-, acabamos de enterarnos de lo que te pasó con la hermana Marguerite. ¿Es verdad que te ha prohibido asistir a la ceremonia de entrega de diplomas?
– Sí, es cierto -contestó con indiferencia-. Algunas personas carecen de sentido del humor.
– Me habría gustado ver la cara de la hermana cuando te descubrió en la capilla leyendo aquella novela rosa mientras te comías las hostias sagradas -rió una chica llamada Missy.
– Sí, pero confiscó el libro. Precisamente cuando estaba llegando a la parte más interesante.
– Uno de estos días irás demasiado lejos. Mira que comerte las hostias… ¿No se supone que eso es un pecado, o algo así?
– Oh, venga. Ni siquiera estaban bendecidas.
Otro grupo de chicas, más pequeño que el anterior, entró en el cuarto de baño.
– ¿Habéis visto la ropa que lleva hoy la pobretona? -preguntó una de las recién llegadas-. Se ha puesto una camisa que parece tener más de diez años. Y aunque fuera nueva, yo diría que es de poliéster.
Glory se apartó de ella, molesta. La mayor parte de las chicas que asistían a la academia eran niñas ricas, muy clasistas, pero de vez en cuando la dirección concedía alguna beca a estudiantes menos afortunados económicamente. Glory había oído que aquella chica era brillante.
– Es patética -dijo Bebe Charbonnet-. No puedo creer que admitan a gente así en la academia. Mis padres pagan mucho por mis estudios, y todo el mundo debería hacerlo.
– Oh, claro, tenemos que mantener el nivel de la academia -intervino Glory, con ironía-. El simple hecho de que sea una magnífica alumna no significa que pertenezca a una institución tan digna como la academia de la Inmaculada Concepción.
Bebe Charbonnet no notó el sarcasmo del comentario.
– Exacto. No pertenece a este sitio. Y desde luego, yo no le daré la bienvenida.
En aquel instante se abrió la puerta y apareció la chica de la que habían estado hablando. Todas dejaron de hablar, y Glory sintió lástima por la recién llegada. Parecía muy infeliz en aquella situación, aunque caminaba con la cabeza bien alta.
El grupo de niñas bien se interpuso en su camino para que no pudiera pasar.
– Oh, lo sentimos mucho -dijo Bebe, mirándola con exagerada inocencia-. ¿Es que quieres ir al servicio?
– Sí -respondió, ruborizada-. Por favor.
Bebe se apartó y la recién llegada pasó. Después, el grupo volvió a cerrarse a sus espaldas. Glory sospechaba lo que pretendían hacer, y acertó. Cuando la joven salió del servicio, las chicas impidieron que se acercara a los lavabos.