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– Desde luego, eres la persona más encantadora y valiente que he conocido en toda mi vida.

– ¿Yo? ¿Encantadora y valiente? -rió Glory-. Mi madre no opinaría lo mismo.

– Pues es cierto. Me has ayudado mucho, y no tenías por qué hacerlo. Maldita sea, ni siquiera me conocías.., eres la única chica de todo el colegio que me trata con respeto, aunque eso te cree enemigas.

– ¿A quién le importa?

– ¿Lo ves? No te preocupa lo que piensen los demás.

– No, claro que no. Entre otras cosas no me gusta su comportamiento, y no son amigas mías.

– ¿Y dónde están tus amigas? -preguntó, aunque se arrepintió de inmediato-. Lo que quiero decir es que… Lo siento, no pretendía…

– Olvídalo -dijo con dureza-. Tienes razón, no tengo amigas. Siempre ha sido así, y tampoco me importa.

– ¿De verdad?

– Sí. ¿Te molesta?

– No, claro que no, es que… En fin, tengo que regresar a la secretaría.

Glory tocó su brazo y dijo:

– Espera, no quería ser tan insoportable contigo. ¿Qué ibas a decir?

Liz se ruborizó.

– No pretendía criticarte. Sólo quería ser tu amiga. Me gustas, Glory.

Glory la miró en silencio durante unos segundos. Después, se aclaró la garganta y apartó la mirada.

Liz bajó la cabeza, avergonzada por lo que acababa de decir. Pensaba que Glory se reiría de ella. A punto de llorar, decidió marcharse antes de humillarse más aún. Pero cuando estaba a punto de llegar a la puerta, su amiga la detuvo.

– Espera, Liz. ¿Quieres saber la verdad? Tú eres la valiente, no yo. Nunca he tenido que soportar los insultos de las otras chicas. Siempre he contado con el apoyo de mi familia y de su dinero, y no tengo ni la mitad de arrestos que tú.

Liz se dio la vuelta. Cuando lo hizo, vio a una joven muy diferente a la que conocía. Glory era la viva imagen de la vulnerabilidad, de la soledad.

– Tenías razón -continuó-. No tengo amigas. No dejo que nadie se acerque a mí.

– ¿Por qué?

– Porque todo el mundo cree que soy muy valiente, que no tengo miedo de nada. Y si dejara que se acercaran descubrirían la verdad.

– Eres más valiente de lo que piensas.

– ¿De verdad? Bueno, tú también.

En aquel momento oyeron que alguien se acercaba al cuarto de baño. Y no era una persona cualquiera, sino la hermana Marguerite, acompañada por su ayudante, la hermana Josephine. Glory guiñó un ojo a Liz y se llevó un dedo a los labios para que no hiciera ruido. Liz asintió. Glory entró en el último de los servicios, cerró la puerta y se subió al retrete para que no pudieran verla. Un segundo más tarde, entraban las dos monjas.

– Hola, hermanas -sonrió Liz.

– Hola, querida Liz -dijo la directora-. Estamos buscando Glory Saint Germaine. ¿La has visto?

– Sí, acaba de marcharse.

– ¿De verdad? -preguntó, mirando hacia los servicios-. No la hemos visto en el pasillo.

– Es extraño. Ha salido hace un par de minutos. Estaba enferma. La encontré sentada en el suelo. Le dolía terriblemente el estómago.

– El estómago… Pobrecilla -dijo la hermana Josephine.

– Le dije que llamara a su madre desde la secretaría, pero dijo que no podía hacerlo porque tenía que regresar a clase.

– Ya veo. Gracias, Liz -dijo la directora-. En tal caso, iremos a buscarla a su clase. Por cierto, ¿no se supone que tendrías que estar trabajando?

– Sí, hermana -respondió en un murmullo-. Iba a lavarme las manos.

– Bueno, te veré dentro de un rato.

– Adiós, hermana.

En cuanto se marcharon, Glory salió del servicio.

– Eres genial. Te han creído a pies juntillas.

– Estaba muy asustada. Creía que iban a descubrirlo.

Glory la abrazó.

– Eres magnífica. La mejor de todas.

– En tal caso, ¿por qué tengo la impresión de que voy a desmayarme?

– Quédate conmigo y dentro de poco aprenderás a disfrutar con el peligro y a librarte siempre de todo.

– Oh, no, yo no quiero… Dios mío, ¿qué hora es? Tengo que marcharme.

Glory la siguió y la tomó del brazo.

– Espera, Liz. Quiero darte las gracias por haberme ayudado. Nadie lo había hecho hasta ahora. Nunca. Significa mucho para mí.

– Olvídalo. Aún te debo muchos favores -sonrió, mientras avanzaba hacia la puerta.

– ¿Liz?

– ¿Sí?

– Me gustaría mucho que fuéramos amigas.

Cuando salió del lavabo, Liz estaba llena de alegría.

Capítulo 20

Desde aquel momento las dos jóvenes fueron inseparables. Comían juntas, se veían entre las clases y por la noche hablaban por teléfono. Hasta hacían a pie el camino a la academia para poder estar más tiempo juntas.

Glory compartió con Liz todos sus secretos, sus esperanzas temores; y Liz hacía lo mismo con ella. Su pasado y sus familias no podían ser más diferentes, pero a pesar de todo se entendían a la perfección.

Tener una amiga era una experiencia nueva para Glory, una experiencia que le encantaba. No había imaginado que pudiera ser tan maravilloso, ni tan divertido. Hasta que conoció a Liz siempre había estado sola, aunque no se diera Cuenta.

Sin embargo, la dominaba el temor de que su madre pudiera enterarse e intentar destruir su amistad o hacer algo para volver a su amiga contra ella. La idea de perder a Liz la atormentaba. Ya no soportaba estar sola.

En cualquier caso, sus preocupaciones carecían de fundamento. Hope sabía perfectamente que se había hecho muy amiga de Liz. En la academia no ocurría nada que ella no supiera. Había averiguado que Liz era una chica educada, aplicada en los estudios, tímida y no demasiado agraciada; desde luego, no era el tipo de chica que se dedicaba a perder el tiempo coqueteando con chicos.

En resumen, no tenía nada en contra de la joven. Bien al contrario, la amistad de las dos chicas podía resultar muy satisfactoria: Liz se encontraba en la academia gracias a una beca de estudios, y la dirección del colegio podía retirársela en cuanto Hope quisiera. No en vano, era una de las mayores benefactoras de la institución.

De todas formas esperaba no tener que llegar tan lejos. Había decidido que Liz Sweeney era una buena influencia para su hija. Desde que estaban juntas sus notas habían mejorado, al igual que su comportamiento, de manera que hizo saber a Glory que podía invitarla a ir a su casa cuando quisiera.

Capítulo 21

Philip Saint Germaine estaba sentado tras su enorme escritorio. La mesa, que tenía ochenta años y era de madera de ciprés, había pertenecido a cuatro generaciones de su familia. La época en que la hicieron sólo se consideraban maderas el nogal, el roble y la caoba, pero su abuelo había insistido en usar madera de ciprés, más común en la zona. siempre decía que había que rodearse de cosas familiares, porque el corazón de un hombre, y su fuerza, estaba donde tuviera su hogar.

Philip pasó una mano por encima del escritorio, pensando en las palabras de su abuelo. Sobre la mesa había unas cuantas fotografías enmarcadas. Entre ellas se detuvo a contemplar la de Hope, de los primeros años de su matrimonio. Al hacerlo lo dominó una profunda amargura. No comprendía qué había sucedido con la mujer amable y cariñosa que había conocido, con la joven de la que se había enamorado.

Por desgracia había perdido toda ilusión con respecto a su esposa. Suponía que todo había empezado cuando rechazó a su hija recién nacida, aunque durante un tiempo fue capaz de convencerse de que su perfecta y feliz existencia no había comenzado a derrumbarse ante sus ojos.

Apartó la vista de la fotografía, dolido, y dio la vuelta a la silla para mirar por la ventana, hacia el jardín.

Ya no la amaba. Hacía mucho tiempo que no la amaba.

Pero a pesar de ello, Hope tenía mucho poder sobre él. Un poder del que no había podido escapar, y que no tenía nada que ver ni con el amor, ni con la familia, ni con el respeto mutuo. No, era algo mucho más básico. Era de carácter sexual. No había podido liberarse del deseo casi adolescente que sentía por ella, por mucho que lo hubiera intentado.

Había intentado mantener aventuras con otras mujeres. Y no precisamente porque le aburriera la vida sexual con su esposa, sino para librarse de aquella especie de esclavitud. Desafortunadamente, ninguna otra mujer lo saciaba. Ni siquiera los abusos constantes a los que sometía a su hija habían conseguido romper el deseo que sentía hacia Hope. Aunque había destruido todo lo demás, incluida su autoestima.

En lo relativo a su esposa era un hombre débil e impotente. Y con su actitud sólo había logrado que al final su propia hija se distanciara de él.

Amaba a Glory con todo su corazón, y echaba de menos su cariño. Ahora, apenas lo miraba. Y cuando lo hacía sólo veía furia en sus ojos. Rabia y piedad.

Se levantó y caminó hacia la puerta. Acto seguido, se dio la vuelta y regresó al escritorio. Al menos tenía el hotel, el único motivo del que podía enorgullecerse.

Pero estaba a punto de perderlo.

Se pasó las manos por el pelo, temblando. Se sentía culpable de la situación en la que se encontraba. No podía responsabilizar a su esposa, ni a ninguna otra persona. Había olvidado las enseñanzas de su padre, que siempre le aconsejaba invertir con cautela y no implicar, por ningún motivo, la fortuna familiar.

Nueva Orleans había sufrido un fuerte crecimiento económico en la época en que decidió renovar el hotel, y el prometido aumento de turistas, unido al aumento del precio del petróleo, parecían augurar buenos tiempos.

Todo el mundo había ganado mucho dinero. Muchísimo dinero. Philip, como muchos otros hombres de negocios, se dedicaba a viajar en limusina. Era la época de los excesos. Una época en la que no había considerado un riesgo gastar medio millón de dólares en la renovación del hotel. En aquel momento le pareció una necesidad ante la creciente competencia hotelera, y se había confiado al pensar que podría contar los gastos con el crecimiento de la ocupación.

Por desgracia, no tenía dinero para pagar los préstamos. El precio del petróleo se había derrumbado, y el mercado con por si fuera poco, el cacareado crecimiento económico de Nueva Orleans había demostrado ser otra mentira, otro sueño especulativo de los grandes intereses financieros. Todos los días quebraba alguna empresa y los turistas ya no viajaban la ciudad. La ocupación del hotel había caído al treinta por ciento, y los bancos ya no le concedían más tiempo para pagar los créditos. Exigían un dinero del que no disponía.