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– ¿Philip?

Hope se encontraba en el umbral del despacho. Llevaba bata de seda, morada. Se había soltado el pelo, que le caía sobre los hombros como un halo. Estaba muy atractiva.

– Llevas horas encerrado…

– ¿De verdad?

– Sí -respondió, mientras caminaba hacia él-. ¿Qué sucede?

– Tenemos problemas. Financieros.

Hope palideció.

– ¿Qué quieres decir?

– Los bancos exigen que pague los créditos, y no tengo dinero.

– ¿Cuánto debemos? -preguntó, horrorizada.

– Quinientos mil dólares.

– No es mucho dinero. Estoy segura de que lo conseguiremos. Alguien puede prestárnoslo, no sé…

– No lo conseguiremos.

– ¿No? Tiene que haber algo que podamos vender. Acciones, o bonos, o algo así.

– Sólo tenemos la casa, tus joyas, las obras de arte y varias propiedades en la ciudad. Invertí mucho dinero en inmobiliarias, pero ha resultado un fracaso.

– Véndelas. Vende las propiedades, Philip, antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Crees que no he pensado en ello? No valen lo que pagué por ellas. Una multinacional me ha ofrecido hacerse cargo de las deudas a cambio de quedarse con la mitad del hotel.

– Oh, Dios mío… Seremos el hazmerreír de toda la ciudad…

– De todas formas, no acepté la proposición.

– ¿La rechazaste? ¿Y qué vamos a hacer?

– El hotel es todo para mí, Hope. No podemos perderlo -la miró fijamente-. Ni siquiera en parte.

Philip caminó hacia ella y se detuvo a escasos centímetros antes de continuar hablando.

– Tenemos tus joyas, las obras de arte y el Rolls Royce. Tenemos la mansión y la casa de verano.

– ¿Qué intentas decirme?

– Que debemos vender todo lo que podamos.

– Dios mío. ¿Cómo podré mirar a la cara a mis amigas? ¿Qué les diré?

– ¡Me importa un bledo lo que piensen tus amigas! -exclamó, irritado con su actitud.

– No me hables en ese tono, Philip. Yo no soy la culpable de este desastre.

– No, claro que no, tú no eres culpable de nada -espetó con ironía.

– Dijiste que cuidarías de mí. ¿Cómo te atreves a pedirme que venda la casa y mis joyas? ¿Dónde viviremos? ¿Y qué hay de Glory? ¿Qué hay de su futuro?

Sus injustas palabras lo hirieron tanto que se apartó de ella y permaneció en silencio un buen rato antes de contestar.

– Te he cuidado toda la vida. En cuanto a Glory, siempre he cuidado de su bienestar y seguiré haciéndolo.

– ¿Cómo? ¿Vendiendo la casa?

– No tenía intención de venderla, sino de alquilarla o algo así. De todas formas no acabaríamos debajo de un puente, te lo aseguro.

– ¿Y cuánto tiempo estaríamos fuera? ¿Dos semanas? ¿Dos años? ¿Diez?

– Ya basta, Hope.

– ¿Cómo has podido permitir que sucediera algo así? Eres un hombre estúpido. ¿Cómo has podido ser tan idiota?

Philip agarró las manos de su esposa y entrecerró los ojos.

– ¿Has olvidado ya tus votos nupciales? ¿No decían algo como que tenías que apoyarme en los buenos tiempos y en los malos? Será mejor que corras a confesarte. Tu alma corre el peligro de arder en el infierno.

– Sigue, no te detengas. Sigue blasfemando. De todas formas rezaré por ti.

– Venderemos la casa de verano y alquilaremos la mansión la hipotecaremos. También nos libraremos del Rolls, y si es necesario, de las obras de arte y de tus joyas. No tenemos otra opción.

– ¿Y qué hay de la oferta de la multinacional? ¿No podría…?

– No. Buenas noches, Hope.

– ¿Philip? -preguntó en un murmullo-. Mírame.

Philip reconoció de inmediato aquel tono de voz. Sólo lo llamaba de aquel modo cuando deseaba algo. La miró, incapaz de detenerse.

Hope dejó caer la bata al suelo. El camisón transparente llevaba debajo no dejaba demasiado a la imaginación. Podía contemplar, perfectamente, sus oscuros pezones, sus caderas, su cintura y su pubis.

– Ven aquí…

Philip obedeció. Hope acarició sus hombros con suavidad y su esposo se excitó de inmediato. La atrajo hacia sí con fuerza. Hope gimió, como siempre hacía; era un sonido que lo perseguía en sus sueños, y en sus pesadillas.

– Tenemos otra opción -declaró su esposa con sensualidad calculada, sin dejar de besarlo-. Acepta la oferta de la multinacional. Aún tendrías el control del cincuenta por ciento. No sería tan malo… ¿Qué puedo hacer para convencerte?

Philip sabía que lo estaba manipulando de la forma más burda, pero necesitaba poseerla allí mismo, sobre el escritorio.

Hope le bajó la cremallera de los pantalones e introdujo su mano. Philip se estremeció. Sabía que si accedía a sus deseos podría tenerla durante una temporada, hasta que decidiera que ya no estaba en deuda con él, y la odiaba tanto como la deseaba.

Pero el mayor de los odios lo reservaba para él mismo.

– Podríamos decir que estabas cansado del trabajo. Que no tienes ningún hijo que pudiera hacerse cargo de hotel y que decidiste delegar parte de la responsabilidad -continuó ella-. Sería una solución perfecta, ¿no lo comprendes? Podríamos estar así.., todo el tiempo.

– Sí -murmuró él, desesperado.

– Dilo otra vez, cariño. Di lo que quiero oír y seremos felices.

Philip notó su tono triunfante. Abrió los ojos y la miró. Entonces vio con claridad su alma, y la imagen no pudo ser más aterradora. En Hope no había ni un atisbo de bondad, ni de decencia.

– Philip, cariño, ¿qué sucede?

Philip le dio la espalda. Se sentía enfermo por su propia debilidad, por lo que había estado a punto de hacer.

– ¿Philip? ¿Qué he hecho?

Su esposo se estremeció de dolor al pensar en la joven de la que se había enamorado, en la cálida mujer a la que había amado con todo su corazón.

Una vez, mucho tiempo atrás, habría hecho cualquier cosa por ella.

– Philip, por favor, mírame.

Philip no la miró. No podía hacerlo. Se subió la cremallera del pantalón y caminó hacia la salida. Cuando llegó al umbral se detuvo, pero no se dio la vuelta.

– El hotel Saint Charles ha sido propiedad de la familia Saint Germaine desde hace cien años. No me importa lo que tenga que hacer, pero no lo venderé. Así que no vuelvas a pedírmelo.

Capítulo 22

Hope caminaba de un lado a otro de la habitación, con las manos húmedas. La oscuridad la perseguía de nuevo. Se reía de ella y de su arrogancia. No obstante, era invulnerable a sus tentaciones.

Por eso se había vuelto hacia Philip. Para capturarla a través de su esposo. No comprendía cómo era posible que no se hubiera dado cuenta. Philip era débil y manipulable. Un objetivo perfecto para la «oscuridad».

Había hecho unas cuantas averiguaciones y había llegado a la conclusión de que su marido no había mentido. Su estado económico era desastroso.

Se había comportado como un estúpido. Una y otra vez se repetía que ella había actuado correctamente todo el tiempo. No había interferido en los negocios de su esposo hasta aquel día en el despacho, cuando intentó enseñarle el camino correcto. Pero ya era demasiado tarde.

Philip se había apartado de ella, y Hope creía oír al propio diablo, que se burlaba entre risas.

Se llevó las manos a la cara, muy alterada. No podía perder la calma en aquel momento. Debía ser fuerte. Debía encontrar una solución. Había trabajado demasiado duro para obtener lo que tenía y no quería perder su estatus social.

Cuando se supiera lo que estaba ocurriendo dejarían de invitarla a las fiestas de la alta sociedad. Todo serían puertas cerradas y desprecio. Volvería a ser una marginada.

Al pensar en ello, dejó escapar un grito. No quería volver a encontrarse en una situación parecida a la de su juventud.

Hope salió al pequeño balcón que daba al jardín y a la piscina.

El frío viento de octubre la golpeó. La tormenta se adivinaba. El cielo se oscurecía poco a poco, y las nubes sólo dejaban ver la luna de cuando en cuando.

Se apoyó en la barandilla y dejó que la fuerte brisa meciera su cabello y aplastara la bata contra su cuerpo. En aquel momento sintió que las fuerzas la abandonaban. La oscuridad la dominó por completo, y entonces vio a su madre. Vio su imagen entre las nubes, que se apartaron momentáneamente dejando ver la luna con un extraño brillo dorado.

Hope contempló la escena con horror. Sabía que si intentaba saltar podría agarrar aquel brillo dorado. Pero también podría sumirse en la oscuridad.

De repente, regresó a la realidad. Estaba aterrorizada, aferrada a la barandilla del balcón. Tenía tanto frío que apenas podía sentir brazos y piernas. Había estado a punto de matarse.

Retrocedió, asustada, y entró en su dormitorio. Cerró las puertas del balcón y se dejó caer en el suelo. Acto seguido apretó la cabeza contra sus piernas, temblando.

Los minutos pasaron, y poco a poco consiguió tranquilizarse y entrar en calor. Entonces recordó aquella imagen dorada y todo su miedo desapareció, reemplazado por una absoluta calma, por una absoluta claridad. Ahora sabía lo que tenía que hacer. Había encontrado la solución.

Su madre le daría el dinero que necesitaba. Aunque viviera en el pecado, su dinero le pertenecía. Era su legado, su herencia. Se tragaría su orgullo y se lo pediría.

Se levantó y caminó hacia el teléfono. A lo largo de los años se las había arreglado para seguir la pista de su madre. Sabía que se había mudado a la ciudad cinco años atrás, acompañada por un joven. Vivían en una casa del barrio francés.