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– Oh, se exceden protegiéndome. Ya sabes cómo son esas cosas.

– Sí, claro -se colocó el cinturón de seguridad-. Lo sé muy bien. ¿Adónde vamos?

– No lo sé -rió-. Quería sorprenderte.

La joven arrancó de golpe, ganándose unos cuantos bocinazos. Santos movió la cabeza en gesto negativo, pensando que se había buscado un problema innecesario.

Permanecieron en silencio unos minutos, hasta que la joven decidió salir a la autopista. Debía reconocer que no conducía nada mal.

– ¿Un regalo de cumpleaños? -preguntó él.

– ¿Qué? -preguntó la chica, que apenas podía oírlo con el rugido del motor.

– Me refería al coche. Supongo que es un regalo por tu dieciséis cumpleaños.

– Haces que parezca un delito.

– ¿De verdad?

– ¿A qué has ido al hotel? No te había visto antes.

– Tenía que entregar algo a un amigo.

– El hotel es mío. O lo será algún día.

– ¿Es tuyo? -preguntó con incredulidad-. ¿Y sólo te han comprado un Fiat? Por lo menos mereces un Porsche.

– No somos tan ricos -rió.

– Oh, claro. Sólo tenéis sangre azul y sois miembros con pedigrí del club del «esperma afortunado».

– ¿El club del «esperma afortunado»? -repitió entre risas-. Eres muy gracioso.

– Por supuesto. Un barriobajero muy gracioso.

La joven no notó su sarcasmo.

– De todas formas no somos tan ricos, de verdad. Hay muchas chicas en mi instituto más ricas que yo -declaró, mirándolo.

– Creo que sería mejor que miraras a la carretera.

– ¿Por qué? Prefiero mirarte a ti.

Santos sonrió. No cabía duda que estaba ante una niña mimada, y extremadamente ingenua en casi todos los aspectos. Pero no podía negar que también era muy atractiva, sensual, y algo salvaje. Le divertía su juego y su sinceridad, aunque su coqueteo apenas pasara de la simple rebelión contra las normas.

– Vas demasiado deprisa, muñeca. Y me gustaría llegar vivo a donde vayamos.

– ¿De verdad? -rió de nuevo-. ¿Y a qué te refieres con eso de que voy demasiado deprisa?

– A que intentas demostrarme lo interesante y dura que eres. Intentas asustarme, pero no me impresiono con facilidad, así que puedes descansar un rato.

– Vaya, vaya. Me encantan los retos.

Santos rió y se recostó en el asiento. Cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación del viento y del sonido del motor. Unos segundos más tarde volvió a abrirlos y la observó. Tenía una sonrisa en los labios, y a pesar de sus gafas de sol podía adivinar sus maravillosos ojos azules, que brillaban con alegría.

Acto seguido bajó la vista y se fijó en la falda tableteada y en la camisa blanca con el escudo del colegio donde estudiaba. La camisa le quedaba algo apretada, como si acabara de desarrollarse, y marcaba mucho sus senos. Sólo tenía dieciséis años, pero ya tenía el cuerpo de una mujer de veinte.

Sin embargo, no estaba dispuesto a cometer ningún error con ella.

– Estabas mirándome -dijo ella.

– Sí.

– ¿Por qué? ¿En qué estabas pensando?

– Me preguntaba si tus padres podrían dormir por las noches.

La joven permaneció en silencio unos segundos. Santos llegó a pensar que la había incomodado.

– Supongo que sí -declaró al fin, mientras aparcaba-. ¿Qué razón podría impedírselo?

– Si fueras hija mía, yo no podría.

– Haces que parezca una niña, y no lo soy.

– ¿Te crees tan mayor con sólo dieciséis años?

– Sí -se ruborizó un poco-. ¿Es que tú no lo creías a mi edad?

Santos pensó en el asesinato de su madre, en las familias de «alquiler» con las que había vivido, en su fuga. A los dieciséis años ya había experimentado todo tipo de cosas. En cambio, aquella jovencita seguramente no se había enfrentado en toda su vida a nada desagradable.

– Olvídalo.

– No te caigo muy bien, ¿verdad?

– No te conozco, Glory.

– No, no me conoces.

Glory apartó la mirada, pero no antes de que Santos pudiera notar algo extraordinario en una chica de su clase. Algo que no encajaba en absoluto, algo vulnerable y asustado. Tal vez no fuera tan simple como creía.

– ¿Qué te parece si damos una vuelta? -preguntó, incómodo.

La joven asintió. Salieron del vehículo y caminaron en silencio por el paseo marítimo. Lake Pontchartrain estaba lleno de yates, y docenas de gaviotas surcaban el cielo.

Mientras caminaban, sus manos se rozaban de vez en cuando. Ocasionalmente, ella lo tocaba para hacer algún comentario. Al cabo de unos minutos Santos estaba más excitado de lo que quería reconocer.

Intentó recordar que estaba controlando la situación y que pondría fin a todo aquello en cuanto quisiera. Sólo era una niña bien, una niña coqueta, pero nada más.

– Siempre me ha encantado este lugar -susurró ella-. Parece un mundo aparte que nada tenga que ver con la ciudad. Recuerdo la primera vez que vine, con mi padre. Pensé que estábamos de vacaciones -continuó, mientras se pasaba una mano por el pelo-. Era domingo, y mi madre tenía jaqueca, como de costumbre. Ella quería que fuéramos a misa, pero acabamos aquí. Y cuando lo supo, se puso furiosa.

– ¿Por no haber ido a la iglesia?

– Se toma esas cosas demasiado en serio.

– Al parecer, tu madre no te agrada demasiado -opinó, estudiando su perfil.

– ¿Mi madre? Soy yo quien no le gusta a ella. Hope Saint Germaine es una mujer muy difícil de complacer.

Santos se sorprendió al escuchar aquel nombre. No podía creer que aquella bruja fuera su madre. Pero en cierto modo resultaba lógico.

Estaban bastante cerca de Pontchartrain Beach, un parque de atracciones que habían levantado entre Lakeshore Drive y la orilla.

– ¿Has estado alguna vez en el parque de atracciones? -preguntó ella.

– Una vez, con mi madre. Creo que entonces tenía diez años. Fue el día más feliz de mi vida -sonrió, emocionado, antes de recobrar el control-. Será mejor que regresemos.

Santos se dio la vuelta para marcharse, pero ella lo detuvo.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

El joven la miró, más tranquilo. No le agradaba entrar en el terreno de lo personal. No quería saber nada sobre ella que no fuera trivial o superficial, ni deseaba abrirse en modo alguno. Prefería mantener las cosas como un simple juego. De esa manera todo el mundo era feliz y nadie terminaba herido.

– Como quieras.

– Cuando ves algo que quieres, ¿qué haces?

Santos sonrió. Sabía muy bien adónde quería llegar. La miró y se inclinó sobre ella hasta que sus rostros estuvieron a escasos milímetros de distancia.

– Valoro las consecuencias que pueda tener -susurró-. Eso es lo que hacen las personas mayores, Glory.

– Yo soy una persona mayor.

– No lo creo.

– Podría demostrarlo.

Automáticamente, Santos se excitó. Pero intentó controlarse.

– ¿Qué quieres de mí, Glory?

– ¿Tú qué crees?

– Creo que soy demasiado mayor para ti -respondió, en tono deliberadamente sensual-. Creo que deberías correr a casa, a esconderte bajo las faldas de tu madre.

– ¿De verdad? ¿Tan mayor te crees?

– Sí. Tú juegas en una liga distinta, pequeña.

– Ponme a prueba -espetó, colocando las manos en su pecho-. Adelante. Te reto a que me beses.

Santos dudó, pero sólo un instante. Descendió sobre ella y la besó con apasionamiento, sin inhibiciones, demostrando lo que un hombre deseaba de una mujer.

Fue un beso largo y lleno de pasión; Glory reaccionó primero con dudas y finalmente con entrega absoluta. Santos la atrajo hacía sí para que pudiera notar su erección, para que fuera consciente de lo excitado que estaba, de lo que había conseguido con su infantil coquetería.

Acto seguido se apartó de ella. Glory lo miró con asombro. No la habían besado nunca de aquel modo, y él lo sabía.

– ¿Lo ves, pequeña? -rió con suavidad-. Te dije que era demasiado mayor para ti.

– Te equivocas. Ya te dije que te equivocabas.

Glory se puso de puntillas y lo besó, para sorpresa de Santos, con tanto apasionamiento como él.

El joven no pudo evitar reaccionar de inmediato. Quería controlar la situación, pero no podía hacerlo. Lo excitaba demasiado, algo que no había conseguido ninguna chica hasta entonces. Había algo en ella que lo volvía loco.

De repente tuvo la impresión de que no era él quien controlaba la situación, sino ella. Supo que lo estaba probando, y no le agradó nada.

– Basta -se apartó-. Ha sido divertido, pequeña, pero es hora de volver a casa.

– ¿Te veré de nuevo? -preguntó.

Una vez más, Santos se dio la vuelta para marcharse. Y una vez más, Glory lo detuvo.

– No.

– Tienes miedo -declaró la joven-. Huyes de mí.

– Eres demasiado joven, Glory Saint Germaine -declaró, mientras acariciaba su mejilla con tanta condescendencia como pudo-. Ha sido divertido, pero es hora de que vuelvas con tus papás.

– Estás aterrorizado.

– Escucha, no estoy huyendo de nada, y no…

– Estás huyendo. Un hombre tan crecido como tú no debería huir de una niña como yo -dijo con ironía.

Santos apretó los dientes. Estaba furioso. Furioso con ella por insistir; y furioso consigo por no saber resistirse.

– Mira, sólo eres una niña de dieciséis años que busca problemas. De modo que si estas buscando a alguien mayor que tú para echar un polvo te equivocas conmigo. ¿Está suficientemente claro?

Santos supo que la había herido, pero también supo que tenía muchos más arrestos de los que pensaba. Mantuvo su mirada y declaró:

– Eres un cerdo. ¿Te sientes mejor ahora? ¿Te sientes mejor sabiendo que controlas la situación? Qué gran hombre.

Glory no le dio la oportunidad de reaccionar. Se dio la vuelta en redondo y se alejó hacia el coche. Santos dudó un momento, pero la siguió.