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– Ya no se me ocurre nada, Liz. He hablado con todo el mundo.

– No te rindas. Lo encontrarás -dijo, mientras cerraba la puerta del armario-. Si es tu alma gemela tendréis que encontraros.

Las clases ya habían terminado, y las dos chicas se dirigieron hacia la salida.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– Porque el destino no te daría una sola oportunidad. Sería demasiado cruel.

– ¿Eso crees?

– Claro.

Glory rió, más animada.

– ?Pero qué ocurriría si yo no soy su destino?

– No creo que funcione de ese modo -rió Liz a su vez. Salieron del edificio a la soleada y fría tarde. Glory parpadeó un segundo, deslumbrada por el sol. Y cuando se aclaró su visión vio a Santos. Estaba junto al arco de entrada, mirando de un lado a otro como si estuviera buscando a alguien. Entonces supo que había ido a buscarla.

Estuvo a punto de quedarse sin respiración.

– Es él, Liz, es Santos…

– ¿Dónde está?

– Allí, ¿no lo ves? A la derecha del arco de entrada. El chico de la camiseta negra y las gafas de sol.

– ¿Estás segura? No puedo ver su rostro.

– Es él. Lo reconocería en cualquier parte. Oh, Dios mío, ¿qué hago ahora? -preguntó, aferrada al brazo de su amiga-. Ni siquiera puedo respirar. Creo que voy a desmayarme.

– Tranquilízate. No querrás que nadie te oiga, ¿verdad? Si no te encuentras bien, no te acerques. Si tienes miedo…

– No es eso, es que… Si está aquí, es posible que sienta lo mismo que yo. Como dijiste, el destino me ha dado otra oportunidad.

– En tal caso, ve con él.

– Ven a conocerlo -rió de alegría-. Quiero que lo conozcas.

– No creo que sea buena idea. Los chicos me asustan, a diferencia de ti. No sé qué decir, y odio sentirme tan patosa y tan fea.

– No eres fea, eres…

– Venga, ve con él. No querrás que se vaya, ¿verdad?

– Gracias, Liz. Eres la mejor.

Glory sonrió a su amiga y corrió a encontrarse con su destino.

Pero fue demasiado tarde. Santos se había marchado.

Capítulo 25

Esta vez, Santos no se fijó en el hotel Saint Charles. No le impresionó su aspecto, ni la gente, ni se preguntó acerca de la relación que mantendría Lily con la señora Saint Germaine, ni sintió curiosidad por el contenido de un sobre.

Esta vez sólo podía pensar en una apasionada chica que había despertado algo distinto en su interior con sólo un beso y un reto.

Había intentado olvidarla. Se había repetido una y otra vez todo tipo de cosas razonables, y hasta había intentado salir con otras chicas. Pero no podía dejar de pensar en ella. Ocupaba sus pensamientos de forma constante.

Habían pasado tres semanas desde su encuentro, y estaba muy disgustado consigo mismo. Hiciera lo que hiciese, no podía olvidarla.

El peor momento había llegado cuatro días después de que la conociera. Había conducido hasta su academia con la esperanza de verla, empujado por un impulso tal vez infantil, como un niño enamorado. Al pensar en ello sintió vergüenza. Estuvo un buen rato en la puerta, buscándola con la mirada. Y las chicas que pasaban no dejaban de mirarlo abiertamente.

Pero había conseguido recobrar la cordura antes de que apareciera, antes de que pudiera verlo.

Subió las escaleras hasta el tercer piso. Entró en el despacho de la señora Saint Germaine, le dio el sobre de Lily, recibió uno a cambio y se marchó, sin intercambiar una sola palabra con ella.

La madre de Glory le desagradaba cada vez más. Era la mujer más fría y detestable que había conocido nunca. No entendía que pudiera tener una hija tan maravillosa.

Al igual que la primera vez, bajó por las escaleras. Y al llegar al vestíbulo no apartó la mirada de la salida. No quería verla. Pero a pesar de todo, no pudo evitar echar un vistazo a su alrededor. Algo que consideraba ridículo. Estaba obsesionado con una niña mimada que seguramente se había olvidado de él.

Cuando salió a la calle respiró aliviado. Había conseguido hacer la entrega sin encontrarse con Glory.

Sonrió al portero, aunque en realidad estaba decepcionado, y se dirigió hacia el coche. Lo había aparcado a unas manzanas de allí, en una calle secundaria. Y cuando llegó al vehículo encontró algo sorprendente.

Glory estaba apoyada en su automóvil, tomando el sol. Llevaba unos vaqueros, un jersey blanco y una chaqueta de cuero, negra.

Estaba increíblemente hermosa.

Su corazón empezó a latir más deprisa. Estaba tan asombrado que ni siquiera pudo hablar. Tomó aire y se dirigió hacia ella. No sabía cómo se las había arreglado para encontrarlo.

– Hola, Glory.

La joven sonrió, sin apartar la cara del sol.

– Hola, Santos.

– Es un lugar un tanto extraño para tomar el sol -declaró, mientras sacaba las llaves del vehículo.

Esta vez, Glory lo miró.

– ¿Tú crees?

– Mmmm. Y también es una extraña época del año. Estamos a finales de noviembre.

– Me dirigía al hotel cuando vi que aparcabas.

– Así que me seguiste.

– Podría decirse así. Quería verte otra vez.

Santos jugueteó con las llaves. Aquella chica lo intrigaba y lo excitaba a la vez. Deseaba cubrirla de besos allí mismo. Nunca había sido un hombre autodestructivo, y sospechaba que mantener una relación con ella no sería demasiado saludable para él.

– ¿Hoy no tienes clase? -preguntó, mirando su ropa.

– No, es fiesta.

– Mejor para ti. En fin, me ha alegrado verte, pero tengo que marcharme.

Glory se acercó a él y lo tomó del brazo.

– He estado pensando en ti. En nosotros.

– ¿En nosotros? -preguntó con incredulidad-. No sabía que hubiera un «nosotros». Recuerdo que nos besamos un par de veces y que dimos un paseo. Pero no significa que mantengamos ninguna relación. Lo siento, pequeña.

– Podríamos mantenerla.

Glory era tan obstinada como bella. Santos se sentía halagado e incluso impresionado por su carácter. Pero no estaba dispuesto a ceder.

Apartó su mano y dijo:

– Sé muy bien lo que estás haciendo, Glory Saint Germaine, y no quiero jugar.

– ¿Qué quieres decir?

Santos pensó en su madre, en su forma de mirarlo, e imaginó cuál sería su reacción si mantenía una relación con su hija. En realidad, no le extrañaba en absoluto el comportamiento de Glory.

– Estás rebelándote contra tus padres. Contra las limitaciones de tu privilegiada vida. Quieres demostrar algo, a ellos o a ti misma. Quieres vivir una aventura, y qué mejor aventura que encontrar a un simple barriobajero como yo.

– Eso no es cierto.

– Mira, ya me conozco el cuento, pequeña. He conocido a muchas chicas como tú. A muchas.

– Te equivocas. Entre nosotros hay algo. Lo siento, y sé que tú también lo sientes. Además, no soy como las otras chicas que has conocido.

– Lo eres, cariño, y lo siento.

Santos quiso apartarse, pero ella lo impidió.

– Eres tú el que está jugando, no yo. ¿Por qué lo haces? ¿A qué viene tanto disimulo?

– Yo no…

– Te vi -lo interrumpió-. Te vi en el colegio. En mí colegio. Si no hay nada entre nosotros, ¿qué estabas haciendo allí?

Santos entrecerró los ojos, furioso con ella y consigo. Se había buscado un buen problema, y por si fuera poco la deseaba a pesar de todo.

– Puede que estuviera esperando a otra chica como tú.

Durante un momento tuvo la impresión de que Glory se había creído la respuesta. Pero no fue así.

– No es cierto. Estabas esperándome. Y saliste corriendo.

– ¿Que yo salí corriendo? -preguntó, arqueando las cejas-. Tú estás soñando. Comprendí que había cometido un error al ir y me marché.

– No fue un error -apretó los dedos sobre su brazo-. Creo que lo nuestro podría ser muy bonito.

– ¿Tú crees? -rió sin humor-. Eres demasiado joven, y yo tengo demasiada experiencia. No ha cambiado nada desde el otro día.

Sin embargo, Santos tuvo que aceptar que no parecía tan joven, al menos cuando la miraba a los ojos. Cuando lo hacía, veía a alguien que había conocido el sufrimiento. Se veía a sí mismo, por extraño que fuera.

Tan extraño como que se sintiera tan bien en su presencia.

Se apartó de la joven inquieto por sus pensamientos y por el hecho de que, en cierto modo, estaba realmente asustado. Por mucho que lo negara imaginaba e incluso deseaba una relación con ella. Y si permitía que tal cosa sucediera, también permitiría que le hicieran daño.

– ¿Quieres que te diga la verdad, Glory? No creo que saliera bien. Lo de la edad sólo es un problema añadido -gruñó, frustrado-. No soy tu tipo.

– Mi tipo -repitió ella-. Te refieres a que no eres un niño rico y mimado.

– En efecto. Rico y mimado. No sabes nada de la vida. No sabes lo que significa el sufrimiento. Siempre has vivido entre algodones y no te preocupa jugar con los sentimientos de los demás porque no te importa nada salvo tú misma.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó, herida-. ¿Cómo sabes lo que yo siento, o lo que pienso? No sabes nada sobre mí.

– Mírate en un espejo. Vas a ese colegio para ricos. Estoy seguro de que el dinero que te dan tus padres es más de lo que gana cualquier persona decente en todo un año. Y apuesto que vives en Garden District, en una mansión que estará incluida en el patrimonio histórico de Nueva Orleans. Seguro que tu familia tiene dos o tres criados y un Rolls Royce. Y tu madre nadará entre joyas y abrigos de pieles.

Esta vez, Glory no supo qué decir. Tenía razón. Se dio la vuelta, pero Santos la obligó a mirarlo.

– Para ti es algo normal. El otro día dijiste, con total naturalidad, que algún día el hotel Saint Charles sería tuyo. Y no tienes ni idea de lo que eso significa. No eres consciente de tu suerte. En definitiva, princesa, tú y yo no tenemos nada en común.

Glory estaba a punto de llorar, pero no lo hizo. Santos casi deseó que lo hiciera, porque en cierta forma habría significado que encajaba en la descripción que había hecho de ella.