– Es cierto -declaró ella, al fin-. Pero no deberías juzgar a la gente por lo que tiene o por lo que no tiene. No puedo estar más lejos de la persona que describes. No me importa la riqueza, no me importa nada de lo que mi familia posee. No significa nada para mí. No tienen nada que ver conmigo.
Santos tomó su mano, aún más irritado que antes. Sabía que tenía razón, pero Glory se estaba ganando un lugar en su corazón y de un modo racional deseaba estar equivocado. Si conseguía que comprendiera, lo dejaría en paz.
Tenía que comprenderlo.
Abrió la puerta del coche y dijo:
– Tengo que enseñarte algo. Sube.
– ¿Que quieres enseñarme?
– Lo sabrás enseguida.
– No iré contigo a menos que digas adónde.
– Ya veo que no eres tan confiada como dices. ¿Es que quieres volver corriendo con tu madre? ¿Lo ves? Deberías tener cuidado conmigo. Corre, huye a tu casita. Vete antes de hagas algo realmente estúpido.
Sin más palabras, Santos subió al vehículo y arrancó con la intención de marcharse. Pero Glory abrió la puerta, subió y dijo:
– Muy bien, enséñamelo.
Víctor no dijo nada hasta pasado un buen rato, cuando estaban llegando al barrio francés.
– Pasé los primeros siete años de mi vida en una caravana que apestaba a sudor y a alcohol. Mi padre era un borracho que pegaba a mi madre, y a mí. Siempre deseaba que bebiera aún más, porque de esa forma estaba tan ebrio que casi no tenía fuerza. No podía hacer nada salvo romperme la nariz y ponerme morado un ojo. Era todo un hombre.
Santos se detuvo un instante antes de continuar.
– No tenía amigos porque sólo era un chico de la calle. Y la gente de Texas no es muy amable con los hispanos, sobre todo si tienen ascendente indio. Mi padre era un perfecto blanco, anglosajón y protestante lleno de prejuicios raciales que no dejaba de insultarnos a mi madre y a mí. Mi propio padre, ¿no te parece divertido?
– No, desde luego que no.
– Alguien nos hizo un favor matándolo -se encogió de hombros-. Estoy seguro de que el individuo que le rebanó el cuello no era consciente de lo aliviados que estarían sus seres queridos.
El vehículo avanzaba por Canal Street. Acto seguido, se dirigió hacia el barrio francés y empezó a callejear para acercarse lo más posible a Bourbon Street. En cuanto vio un sitio libre, aparcó.
Santos abrió la puerta y Glory lo siguió. Había elegido de forma premeditada la parte más peligrosa y pobre del barrio, la zona más alejada de Garden District, en todos los aspectos.
– Bonito sitio, ¿verdad? -la tomó de la mano.
Empezaron a andar. Santos caminaba con tanta rapidez que Glory tenía serios problemas para seguirlo.
– Nuestra saga familiar continúa aquí, en el corazón del barrio francés. Cuando mataron a mi padre nos vinimos a vivir a esta zona. Mi madre tenía un primo que vivía cerca, un primo que no dejaba de repetir lo fácil que era encontrar trabajo en la ciudad. Pero su primo desapareció en cuanto llegamos, y la realidad resultó algo distinta -declaró, en el preciso momento en que llegaban a Bourbon Street-. Aquí estamos. La calle que nunca duerme. La calle donde se encuentra el Club 69.
Se detuvieron delante del local. El portero se dedicaba a empujar de vez en cuando la puerta, que se abría y cerraba dejando ver a los dos jóvenes, y a cualquiera que pasara por la calle, el espectáculo que se desarrollaba en el interior. Una mujer bailaba, casi desnuda, para un auditorio de hombres borrachos.
Santos había evitado aquella zona, intentando olvidar. Pero el olvido era algo que le estaba negado.
– Aquí trabajaba mi madre. Eso era lo que hacía para alimentarnos a los dos.
– No sigas, Santos. Por favor, no es necesario. Yo…
– Claro que es necesario -espetó.
La obligó a mirar hacia la puerta. El portero la devoró con la mirada, y Santos notó el estremecimiento de la joven.
– ¿Puedes imaginarlo, Glory? Ni siquiera son las dos de la tarde y ya está lleno de gente. Pero mi madre trabajaba por las noches, porque las propinas eran mejores.
Santos apoyó la cabeza en el oscuro cabello de su acompañante. Respiró profundamente y notó el dulce aroma del champú que usaba Glory, un aroma bien distinto al de las calles de la zona.
– ¿Puedes olerlo, Glory? Así olía mi madre cuando regresaba del trabajo. Olía a hombres sucios. Recuerdo que amaba los domingos porque entonces olía a flores.
Glory gimió, en parte por asco y en parte por lástima. Santos lo notó y se irritó aún más. Imaginó lo que habría pensado de su madre de haberla conocido.
– Vamos.
La obligó a darse la vuelta y la llevó, de nuevo, hacia el coche.
– Suéltame -protestó ella-. Me haces daño.
Santos la soltó.
– ¿Quieres que continuemos, princesa? ¿O prefieres regresar a la zona «guapa» de la ciudad?
– ¿Por qué haces todo esto?
– Para que comprendas.
Subieron al coche y Santos la llevó a otra zona del barrio. Con el corazón en un puño, torció en Ursuline Street. Otro lugar y otra calle que había evitado durante mucho tiempo.
Sin quererlo empezó a sudar. Lo asaltó tal horror que durante un instante no pudo respirar.
– ¿Santos? ¿Te encuentras bien? -preguntó ella.
Santos no respondió. No podía.
Al final llegaron al edificio que buscaba. Aparcó el vehículo en una calle estrecha y salieron al exterior. Santos miró la fachada y recordó lo sucedido aquella noche. Recordó la multitud, la ambulancia, los coches patrulla, las luces rojas y azules.
Cerró los ojos y pudo sentir la humedad del aire, el pánico, el olor a sudor y a su propio miedo, combinados en una especie de pesadilla surrealista. Por desgracia, no había sido una pesadilla.
Miró a Glory, aunque en realidad no la veía. Estaba reviviendo los sucesos de aquella trágica noche. Con tal intensidad que vio a los enfermeros bajando la camilla con el cuerpo de su madre.
– Dios mío -dijo ella-. ¿Vivíais aquí?
– Sí. Vivíamos aquí.
Caminaron hacia la entrada. Santos apenas podía respirar.
– Aquí fue donde murió, asesinada. La mató un loco, o eso dijo la policía. Fueron dieciséis puñaladas. Aquí fue donde la vi aquella noche, cuando llegué por la noche y vi… su rostro.
Recordaba muy bien el cuerpo de su madre. Estaba muy pálida, y cubierta de sangre. Santos tuvo que hacer un esfuerzo para no empezar a llorar.
– Era tan bonita, y su muerte fue tan horrible… No merecía morir de aquella manera. No es justo -la miró, emocionado-. Voy a encontrar al canalla que lo hizo. Voy a encontrarlo y haré que pague por sus crímenes.
Glory tomó su mano y la llevó a su boca, para besarla. Las lágrimas de la joven humedecieron sus dedos.
En aquel momento escucharon un claxon y una exclamación malsonante. Santos había aparcado el coche en mitad de la estrecha calle y estaba bloqueando el camino. Pero hizo caso omiso de las protestas.
– ¿Ves lo mucho que tenemos en común, princesa? -ironizó-. ¿Lo comprendes ahora?
Sin embargo, Glory no reaccionó como esperaba. En lugar de mirarlo con horror o lástima, lo abrazó con fuerza.
– Lo siento -declaró con suavidad, entre lágrimas-. Lo siento tanto…
Santos permaneció firme como una roca durante unos segundos. Quería alejarse de ella, negar lo que sentía. Pero al cabo cerró los brazos a su alrededor y hundió la cara en su cabello.
– La quería mucho -dijo.
– Lo sé.
Así permanecieron un buen rato, abrazados, entre el sonido de las bocinas.
Capítulo 26
El paseo por el barrio francés cambió completamente la relación entre los dos jóvenes. Habían dejado de ser unos desconocidos. Ahora los unían frágiles pero poderosos lazos.
Glory lo aceptó con facilidad, pero Santos no. No dejaba de repetirse que lo que sentía era irracional y peligroso, que no tenía nada en común con ella. Pero era algo real, y mucho más hermoso que ninguna otra cosa que hubiera conocido.
Al principio se contentaban con verse dos o tres veces a la semana, y nunca más de una o dos horas. Se veían en el colegio, en la biblioteca o en el mercado e iban a comer juntos, contentándose con unos simples besos y abrazos.
Cuanto más tiempo pasaban juntos, cuanto más se tocaban, más difícil resultaba la separación. Y Glory empezó a arriesgarse. Sabía que más tarde o más temprano su madre lo sabría, y también sabía que si llegaba a descubrirlo encontraría una forma de separarlos.
Pero la idea de no estar con él las veinticuatro horas del día le parecía inconcebible. Era como si no pudiera vivir sin él.
De manera que llamó a Liz para que le sirviera de coartada durante sus citas con Santos.
Tal y como había hecho aquella noche.
Santos la había recogido en el cine donde se suponía que iba a estar con su amiga, para llevarla después a la remota zona de Lafreniere Park. Una vez allí, apagaron las luces y Santos la cubrió de besos. El deseo era recíproco.
Glory empezó a acariciarlo, le sacó la camisa de los pantalones y ascendió hacia su pecho. Tocar su piel era como tocar el cielo.
– Te he echado tanto de menos -susurró ella.
– Yo también a ti.
Se besaron un buen rato, borrachos de deseo. Glory empezó a desabrochar su camisa y él hizo lo propio.
– Eres tan bonita -murmuró Santos.
Acarició sus senos, sólo cubiertos por el sostén de algodón, y se abrazaron. Nunca llegaban más lejos. Pero aquel día Glory estaba decidida a hacerlo.
– No sabes lo que dices.
– Claro que lo sé -dijo ella, mientras se quitaba el sujetador. Durante un instante Santos no pudo hacer nada salvo mirarla.
– Glory, cariño, no creo que sea buena idea.
– Por supuesto que lo es -susurró, llevando las manos de Santos a sus senos-. Tócame, Santos.
Santos lo hizo y ella se arqueó entre sus brazos, estremecida. Cuando sintió el calor de su boca dejó escapar un gemido.
No había imaginado que el contacto de su piel pudiera ser tan perfecto y maravilloso. Por fin comprendía el poder que Hope tenía sobre su padre, el poder que Eva había tenido sobre Adán, el poder de algo que podía ser maravilloso o terrible. Con Santos resultaba liberador, como ir montada en las alas de un ángel.