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En cuanto se encontraron sus miradas, Philip supo que Hope sabía lo que estaba pensando, y que se alegraba por ello. En aquel instante, se enamoró. Fue todo un flechazo.

Durante los días siguientes fueron inseparables. Le contó todo lo que había que contar sobre su vida, y ella compartió su existencia con él. La trágica historia de la muerte de sus padres, mientras viajaban por Italia, lo había estremecido tanto como el hecho de que se quedara sola a los diecisiete años.

Había algo en ella que hacía que se sintiera el hombre más importante del mundo. Deseó protegerla contra todos los inconvenientes de la vida, dejar que entrara a su idílico mundo.

De haber sido un hombre más atrevido, habría confesado su amor de inmediato. Pero esperó durante seis largas y terribles semanas.

Tanto su familia como los amigos insistieron en que se había vuelto loco hasta que la conocieron. Entonces, también ellos cayeron ante su encanto. Hasta sus padres, siempre tan críticos, alabaron su buen gusto al elegirla.

En cualquier caso, a Philip no le importaba demasiado la opinión de sus padres. Estaba dispuesto a enfrentarse a cualquiera, y a cualquier cosa, por estar con ella.

En cuanto a la noche de bodas, no podría olvidarla nunca. Hope le había hecho todo tipo de cosas, tan hermosas como inimaginables, pero con tal dulzura e inocencia que tuvo la impresión de estar acostándose con una mujer virgen. Incluso después de lo sucedido con su hija, se excitaba con sólo recordarlo.

A veces pensaba que su vida era un continuo viaje entre noche y noche, siempre esperando a hacer el amor de nuevo. Cuando no podían hacerlo, experimentaba una verdadera tortura. Ninguna mujer había conseguido que sintiera algo parecido.

– Ah, estás aquí.

El médico de Hope se acercó a él. Harland LeBlanc había sido el médico de todos los niños de la familia, y a pesar de sus sesenta años parecía mucho más joven. Lo consideraban el mejor obstetra de Nueva Orleans, y Philip se sentía mucho más tranquilo al saber que Hope recibiría el mejor cuidado posible.

– Tienes una hija preciosa, Philip. De hecho no creo haber visto un bebé tan lindo en toda mi vida.

– Y sin embargo, Hope ni siquiera quiere mirarla. No la ha tocado, y se niega a ponerle un nombre.

– Sé que estás viviendo una situación difícil, pero…

– ¿Difícil? -preguntó con ironía-. No creo que lo comprendas. No podrías entenderlo. No estabas a mi lado esta mañana, cuando Hope me insultó repetidas veces, cuando dijo que me odiaba sólo porque quería dar un nombre a nuestra hija. Me miró de tal modo que sentí miedo. No pensé nunca que mi propia esposa pudiera mirarme de aquella manera.

El médico puso una mano sobre su hombro para animarlo.

– Lo creas o no, lo entiendo. He contemplado comportamientos similares en el pasado, y pasará. Todo saldrá bien.

– ¿Estás seguro? ¿Qué ocurrirá si no se le pasa? No podría soportar perderla. Ella es todo para mí.

Philip se aclaró la garganta como si al hacerlo pudiera librarse de aquel nudo. Se sentía estúpido y expuesto.

– Amo a mi esposa, Harland. A veces pienso que la amo demasiado.

– Mira, Philip, lo que sucede con Hope no es tan extraño como puedas imaginar. Un sorprendente número de mujeres se deprime después de un parto. A veces la depresión es tan terrible que abandonan a sus familias o hacen algo aún peor.

Philip lo miró y arqueó las cejas.

– ¿Peor?

– Más de una ha llegado a matar a su hijo, Philip. Por horrible que pueda parecer.

– No es posible que estés insinuando que Hope podría matar a nuestra hija…

– Por supuesto que no -negó con rapidez-, pero creo que debería permanecer en el hospital unos cuantos días. Tenemos que asegurarnos, por si acaso.

Philip se sintió peor que nunca. Harland LeBlanc, el mejor médico en su campo, estaba preocupado. Más preocupado de lo que pretendía aparentar.

Respiró profundamente y se dijo que Harland no conocía a su esposa tanto como él. Intentó convencerse de que todo se solucionaría cuando Hope regresara a la normalidad, cuando volviera a sentirse rodeada por las personas que quería y por sus cosas.

– ¿De verdad lo crees necesario, Harland? Creo que necesita volver a casa. Nuestra hija, al menos, lo necesita. En cuanto estemos allí, Hope se acostumbrará. Seguro.

– ¿Y qué ocurriría si no fuera así? La depresión posparto se debe a los naturales desequilibrios hormonales en el cuerpo de las mujeres. Hasta cierto punto, Hope no puede controlar su actitud. No intenta actuar de forma irracional -negó con la cabeza-. ¿Qué pasará si le doy el alta y no se acostumbra, si ocurre algo terrible? No quiero arriesgarme, Philip. ¿Y tú?

– No, claro que no -aceptó.

– Muy bien. Tu esposa te necesita más que nunca. Dijiste que la amabas, y ahora ha llegado el momento de demostrarlo.

Philip intentó tranquilizarse un poco. Hope lo necesitaba. Su hija lo necesitaba. Debía ser fuerte.

– ¿Qué puedo hacer? Dímelo y lo haré.

– Apóyala. Intenta comprenderla, y sé cariñoso. Sé que es duro, pero debes comprender que sufre de una especie de locura transitoria, que no es capaz de controlar. Está asustada. Posiblemente, más que tú. Necesita tiempo. Necesita de toda tu paciencia y de todo tu amor.

Philip miró de nuevo a su hija, que se había dormido. Con el corazón roto, pensó en lo mucho que necesitaba a su madre.

– ¿Y si mi amor y mi apoyo no son suficientes? Entonces, ¿qué pasará, Harland?

El médico tardó unos segundos en contestar.

– Tendrán que serlo, Philip -suspiró-. Ahora mismo, no tienes más opciones.

Capítulo 3

Hope despertó sobresaltada. Cubierta de sudor, y respirando con dificultad, miró a su alrededor como si esperara encontrarse en la habitación de la mansión donde había crecido. Pero en lugar de eso sólo vio los muebles funcionales y sencillos de su propio dormitorio.

Se sintió aliviada. Estaba en Nueva Orleans, y la casa de River Road se encontraba muy lejos, a toda una vida de distancia.

Aún no se había recuperado de la pesadilla nocturna. Había soñado que se encontraba de nuevo en la mansión, espiando a una pareja que hacía el amor. Se suponía que la mujer era su hermana, pero cuando se dio la vuelta y contempló su rostro observó que era ella misma.

Intentó olvidar aquellas imágenes. Noche tras noche la atormentaban, y estaba convencida de que lo hacían porque la «oscuridad» la perseguía, porque de hecho ya había ganado.

Se llevó las manos a la cara y se dijo que no podía permitir que venciera. Había trabajado demasiado por todo lo que había conseguido, y no tenía intención de sucumbir entonces. No sabía a quién acudir, en quién podía confiar. Philip empezaba a perder la paciencia con ella, y tanto su familia como los amigos adoptaban una actitud distante y desconfiada en su presencia. Notaba la desaprobación en sus rostros, y no dejaba de preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que alguien averiguara la verdad sobre su pasado. Antes de que su nueva vida se derrumbara.

Debía aceptar a su hija y comportarse como una madre decente. Lo sabía muy bien. Pero cada vez que la tomaba en brazos sentía asco. Era incapaz de mostrar un afecto que no sentía.

Se levantó de la cama y caminó hacia la puerta, descalza. Echó un vistazo al pasillo y vio que no había nadie, ni siquiera una enfermera. Sólo oyó el gemido de una mujer, al fondo.

Al parecer, la señora Vincent había perdido a su hijo. Philip se lo había contado, y suponía que lo había hecho para que fuera consciente de la suerte que tenía al haber dado a luz a un bebé con buena salud. Por desgracia, Hope lamentó que la criatura que había muerto no fuera la suya.

Sin embargo, sabía muy bien que las Pierron gozaban de extraordinaria salud.

Desesperada, pensó que no tenía escapatoria. Tenía que salir del hospital para respirar aire fresco. Necesitaba huir de la insufrible compasión de los miembros del hospital. Debía de encontrar a alguien que la comprendiera y que la ayudara.

Obsesionada con su extraño concepto religioso del bien y del mal, decidió ir a una iglesia. Pensó que un sacerdote la ayudaría y la comprendería. Podría confesarse, en la seguridad de que el secreto de confesión impediría que nadie supiera la verdad.

Caminó hacia el armario y se vistió tan rápidamente como pudo. Estaba segura de que un sacerdote sabría qué hacer en aquel caso, pero la posibilidad de que no fuera así la asustó.

Respiró profundamente e intentó tranquilizarse un poco. Si cedía ahora, la «oscuridad» la devoraría.

Descolgó el auricular del teléfono y pidió un taxi con tanta calma como pudo. Acto seguido tomó el bolso y caminó de puntillas hacia la puerta. Salió de la habitación y llegó al ascensor sin encontrarse con nadie. Sabía que las enfermeras, o el propio Philip, habrían impedido que se marchara de allí. No la comprendían.

Tal y como esperaba, el ascensor estaba vacío. Cuando llegó al piso inferior vio que el guardia de seguridad estaba coqueteando con la recepcionista, pero no se fijaron en ella.

De inmediato se encontró en la calle. La noche de Nueva Orleans resultaba tan húmeda como siempre, pero respiró profundamente sintiéndose agradecida por aquel soplo de libertad.

La luna se reflejaba sobre la acera mojada, y de los árboles aún goteaba agua de la reciente lluvia.

Al cabo de unos segundos, llegó el taxi. Hope entró en el vehículo y dijo:

– A la catedral de San Luis.

La catedral de Jackson Square era una de las pocas iglesias en las que sabía que encontraría un sacerdote dispuesto a confesarla a altas horas de la noche.

El interior del taxi olía a tabaco. El conductor no dijo nada, de manera que Hope se limitó a mirar por la ventanilla mientras pasaban frente a las grandes mansiones antes de llegar a las clásicas calles del barrio francés, oVieux Carré.