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El agente indicó a una pareja que se encontraba sentada en un banco de la catedral, tapada con una manta.

– Allí los tienes.

– ¿Y el cadáver?

– La dejaron en la misma puerta de la catedral. ¿Puedes creerlo? Ya no respetan nada.

Santos asintió y se dirigió al pórtico. Tal y como había dicho el agente, el cuerpo se encontraba ante la puerta. A diferencia de otros asesinos, que dejaban a sus víctimas en posiciones degradantes, o que sencillamente los mutilaban, aquél se tornaba muchas molestias estéticas. Todos los cuerpos aparecían con las manos cruzadas sobre el pecho, las piernas juntas y los ojos cerrados. Como Blancanieves en su ataúd de cristal. Parecían dormidas, o rezando.

Pero estaban muertas.

Santos se inclinó sobre el cuerpo. La médico forense, una mujer de mediana edad con pelo canoso, pecas y rostro agradable, lo miró.

– Hola, detective. Parece que nuestro amigo ha estado ocupado.

– Ya lo veo. ¿Qué tenemos?

– Una mujer blanca, de pelo oscuro, joven, y yo diría que de dieciocho a veinte años.

– ¿Prostituta?

– Lo supongo, si tratamos con el mismo tipo. ¿La conoces? Santos negó con la cabeza. Había estado tres años en la brigada antivicio del barrio francés, antes de trasladarse a homicidios, pero las prostitutas no duraban demasiado en la calle, sobre todo las jóvenes. Por otra parte, el asesino de Blancanieves tenía la extraña costumbre de bañar a las víctimas después de matarlas; les arreglaba el pelo, les quitaba las joyas y el maquillaje y las vestía con virginales camisones blancos. Al final, resultaba difícil reconocerlas.

Santos miró a Grady y dijo:

– Hay unas cuantas chicas entre la multitud. Ve a ver si alguna puede reconocerla.

Grady asintió y se alejó.

– ¿Causa de la muerte?

– Imagino que la ahogó. No hay señales de pelea, ni una simple herida.

– Parece que ha muerto hace poco tiempo.

– Sí. El asesino actuó con rapidez.

– Creo que intenta burlarse de nosotros -opinó Santos-. ¿Y la manzana?

– Ya la hemos encontrado. Como siempre, tiene dos bocados. Pero a diferencia de las otras víctimas, no he encontrado residuos en sus dientes. Fíjate en esto.

El forense destapó el cadáver y señaló sus manos. Empezaban a mostrar los rasgos del rigor mortis, pero Santos pudo ver con claridad que en sus palmas había dos cruces, grabadas a fuego. Lo mismo de siempre. Por suerte, habían mantenido en secreto aquel detalle. La prensa no lo sabía.

– ¿Es posible que se trate de un asesino distinto?

– No, pero ya veremos qué dicen las pruebas.

– Bueno, te llamaré mañana -se despidió Santos.

– De acuerdo, pero llama tarde -dijo la mujer-. Tengo otros cadáveres.

Santos no dijo nada. Ya estaba pensando en los turistas y en las preguntas que haría.

Horas más tarde, Santos se detuvo frente a un restaurante de aspecto elegante. Se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata. El sol de la tarde, bastante cálido para ser marzo, golpeaba con fuerza el barrio francés. Estaba cansado, tenía calor y se sentía frustrado. Había pasado cuatro horas trabajando en la calle, visitando establecimientos de todo tipo, enseñando fotografías de la última víctima en la espera de que alguien pudiera reconocerla.

Pero no había conseguido nada.

Y ahora se veía obligado a entrar en El jardín de las delicias terrenales. Su compañero se la había vuelto a jugar.

Santos entró en el restaurante, un típico lugar para ejecutivas con dinero. Miró a su alrededor buscando a su compañero y amigo. No resultó muy difícil. Además del encargado, era el único hombre. Por si fuera poco se trataba de un hombre bastante alto, calvo y tan negro como el carbón. Santos se sentó en su mesa y dijo:

– Odio este lugar.

Jackson rió.

– Es nuevo. He oído que es bastante bueno.

– Tal vez lo sea para Helga la horrible.

– Cuida tus palabras, compañero -entrecerró los ojos-. Estás hablando de mi esposa.

– Es una buena mujer. Pero con un gusto horrible en lo relativo a los restaurantes.

– Piérdete.

Santos rió y tomó el menú.

– Espero que tengan algo que no sea comida para conejos.

Santos y Andrew Jackson no se parecían en nada. Jackson era un hombre casado y con hijos, todo un hombre de familia. En su trabajo actuaba de forma práctica y fría, cuidando todos los detalles. Era un policía excelente, que olvidaba sus casos por completo cuando terminaba su turno.

En cambio, Santos era un adicto al trabajo, un solitario. No tenía más familia que Lily. Era un apasionado de su profesión, y no resultaba extraño que se obsesionara con algún caso. Perfectamente capaz de trabajar veinticuatro horas al día, su celo le había causado más de un problema con sus superiores. Decían que era peligroso, irresponsable y demasiado obstinado. En el fondo los molestaba que fuera uno de los agentes más condecorados del departamento.

Pero a pesar de sus diferencias, Jackson y Santos formaban un gran equipo. Llevaban juntos seis años, y se habían salvado la vida el uno al otro más veces de las que podían recordar. Jackson y Lily eran las únicas personas en las que Santos confiaba.

Pero detestaba su gusto culinario.

– ¿Estás seguro de que esta vez te tocaba a ti elegir el restaurante? -preguntó Santos.

– Sí -sonrió su amigo-. La última vez fuiste tú. Ya estaba harto de tanta grasa.

– Más que un tipo duro pareces un niño bonito.

Jackson rió y se cruzó de brazos.

– Puede ser, pero este niño bonito tiene intención de vivir muchos años.

La camarera llegó, tomó nota y se alejó. Santos se dirigió después a su compañero.

– ¿Tuviste suerte esta mañana?

– Un par de prostitutas identificaron el cadáver. Se llamaba Kathi. Llevaba demasiado tiempo en la calle. No tenía chulo, ni era drogadicta.

– Este tipo está empezando a irritarme -frunció el ceño-. Estoy seguro de que hemos pasado algo por alto.

– Hasta ahora tenemos cuatro víctimas. Todas mujeres. Todas jóvenes, morenas y caucásicas. Todas, del barrio francés. Asesinadas del mismo modo, sin variación alguna. Siempre aparece una manzana mordida por dos extremos. Y en todos los casos se demuestra que uno de los mordiscos lo realizó la víctima, de manera que suponemos que el otro lo hizo el asesino.

– Ya, ya lo sé, y luego está lo de las cruces en las palmas -continuó Santos-. Pero tiene que haber algo más. Algo en lo que no nos hemos fijado.

La camarera apareció con dos tés helados. Sonrió a Santos, que le devolvió la sonrisa aunque sin prestar demasiada atención. Su pensamiento estaba muy lejos, en el pasado, a mucha distancia de la atractiva rubia. Estaba recordando otro asesinato, recordando a un chico de quince años que lo había perdido todo.

– Lo encontraremos -dijo Jackson-. Uno de estos días cometerá un error y lo detendremos.

– ¿Y cuántas chicas tienen que morir mientras tanto?

En la televisión que había sobre la barra apareció en aquel instante un avance informativo. El locutor anunció que el asesino de Blancanieves había actuado de nuevo, y acto seguido informaron sobre la conferencia de prensa del alcalde, que criticó al departamento de policía y prometió limpiar la ciudad.

Santos lo miró, disgustado.

– Maldito cretino.

– Es increíble -dijo Jackson-. En esta ciudad mueren quinientas personas asesinadas al año, a pesar de lo cual no nos asignan los medios necesarios para combatir la delincuencia. No tenemos presupuesto, ni plantilla. Y sin embargo quieren que encontremos a ese tipo. Todo esto apesta.

– Lo que más me molesta es que, hasta ahora, no habían prestado ninguna atención al caso. No tenía prioridad -observó, tomando un poco de té-. Y ahora todo el mundo se indigna porque afecta al turismo.

Santos lo dijo con profunda amargura, porque a diferencia de otras personas se preocupaba realmente por las pobres víctimas. Lo sentía por ellas y por sus familias. Sabía lo que significaba perder a alguien querido sin que a nadie pareciera importarle.

Jackson permaneció en silencio unos segundos, antes de hablar.

– Esas chicas no tienen nada que ver con tu madre, Santos. El asesino no es el mismo tipo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Actúa de modo distinto. Las ahoga, no las acuchilla. Hace el amor con ellas cuando ya han muerto, no antes. Además, han pasado veinte años.

– Diecisiete. Pero olvidas la manzana. También encontraron una junto a la cama de mi madre.

– Una simple coincidencia. Tendría hambre.

– Tal vez, pero… Tengo un presentimiento, Jackson. ¿Te acuerdas del presentimiento que tuve en el caso Ledet? Fue poco antes de que cazáramos a aquel canalla.

Jackson asintió mientras empezaba a comer su ensalada.

– Lo recuerdo.

Santos probó su lasaña de verduras. No estaba mala.

– Pues es algo parecido. Y te aseguro que se trata de un presentimiento muy fuerte.

– Tus ansias por capturarlo te confunden.

– Puede ser… No, no es así.

– Santos…

– Escúchame. Los dos sabemos que un asesino en serie no suele actuar tantas veces seguidas en tan poco tiempo. Mata poco a poco y a medida que lo hace mejora su estilo. También sabemos que suelen tener la costumbre de viajar por el país, matando y cambiando de domicilio. A veces lo hacen durante años.

– Pero diecisiete años me parecen demasiados.

– Henry Lee Lucas actuó durante trece años. John Wayne Gacy, durante diez. Hay montones de precedentes.

– Creo que no estás siendo objetivo.

– ¿Eso crees?

– Sí.

– Piérdete.

– Y tú también.

Los dos hombres se miraron y rompieron a reír.

Durante el resto de la cena charlaron sobre los casos, sobre la familia de Jackson y sobre la salud de Lily. Santos no volvió a sacar el tema del asesino de Blancanieves, aunque no dejó de pensar en ello.

Cuando terminaron de comer, se levantaron. Jackson hizo un gesto hacia el pasillo y dijo: