Respiro profundamente. Estaba cansada, pero aliviada porque lo peor había pasado. Pero no se hacía ilusiones. El hotel tenía serios problemas, y se había limitado a poner parches a una situación catastrófica.
Se sentó en la butaca de su despacho, frente al escritorio que había sido de su padre; apoyó la cabeza sobre la mesa y cerró los ojos. Tendría que tomar decisiones drásticas e inmediatas con respecto al negocio familiar. Decisiones que no habrían gustado a su padre y que sin duda alguna despertarían la animosidad de su madre.
No obstante, debía hacer algo. Si no actuaba con celeridad para conseguir que se recuperaran la ocupación y los beneficios del hotel no tendría más remedio que reducir los servicios y ajustar la plantilla. En poco tiempo empeoraría el estado del establecimiento y el efecto dominó haría el resto.
No podía permitirlo.
Gimió, frustrada, y se levantó. Se acercó a la ventana y contempló la avenida. Los coches de la policía ya se habían marchado, al igual que las furgonetas de los medios de comunicación y los curiosos. Todo estaba como siempre.
Como siempre. Tocó la superficie del frío cristal. Sin embargo, aquél no era un día cualquiera. Era un día muy distinto a los demás. Se sentía de otro modo por culpa de Santos.
Verlo la había inquietado más que ninguna otra cosa en mucho tiempo. Habían pasado diez años desde la última vez y sabía que debía estar preparada. No en vano era una adulta, una profesional que debía cuidar de un establecimiento con ciento veinticinco habitaciones. Pero el evidente desprecio de su mirada había derribado el muro protector que había levantado a su alrededor; había destrozado todas sus defensas y la había herido. En su opinión, se había convertido en la hija soñada por su madre.
Se miró las manos y observó que temblaban. Rápidamente apretó los puños y se dijo que tenía razón, aunque sólo fuera en parte.
De todas formas, prefirió esconderse tras sus defensas. Le irritó que se hubiera dirigido a ella con tal ironía, a una mujer tan importante en la comunidad, a una famosa mujer de negocios. No sabía muy bien qué había de malo en ello. Ya no dejaba que las emociones la dominaran. Cuando salía con un hombre, elegía a un individuo apropiado a su estatus. Nada de aventureros, nada de pasiones, nada de rebeldía.
Una y otra vez se repitió que no se había equivocado, que era una persona adulta y responsable, a diferencia de Santos, que se pasaba el día jugando a superpolicía callejero. Había oído que era un obstinado cuya actitud le había ganado la enemistad de sus superiores.
No podía negar que Santos se había mantenido fiel a sus sueños, algo que ella no podía decir, pero lo achacó a un comportamiento infantil. Aunque fuera uno de los agentes más condecorados del departamento de policía.
Estaba mejor sin él.
Se apartó de la ventana y regresó al escritorio. No obstante, no lo había olvidado. Como no había olvidado sus abrazos ni la sensación de ser completamente feliz. Una sensación que no había experimentado desde entonces.
Creía que la renuncia a la felicidad era una de las características de la madurez y se aferraba a una supuesta lección que había aprendido pagando un terrible precio: la muerte de su padre. Una lección que no olvidaría nunca y un precio que no podría perdonarse.
Echaba de menos a Philip. Tenía la impresión de que en su interior sólo había un inmenso agujero que nada ni nadie podía llenar, que no podían llenar ni las risas, ni las lágrimas, ni el trabajo. Lo había intentado una y otra vez, sin éxito.
Se pasó una mano por la cara, agotada física e intelectualmente. Pensó que se sentiría mejor si dormía un rato, o si comía. Miró el reloj y recordó que no había comido nada en todo el día. En cambio, se había tomado seis tazas de café.
– Glory Alexandra, ¿por qué no me avisaste?
La voz de su madre le pareció tan desagradable como el sonido de unas uñas arañando una pizarra. Se dio la vuelta y la miró. Hope se encontraba en el umbral, vestida como una típica señora de la alta sociedad. Tras ella, la secretaria de Glory movió las manos en gesto de disculpa. Su madre siempre se negaba a que la anunciaran antes de entrar.
– Hola, madre. Pasa.
– ¿Por qué no me llamaste?
– Te refieres a…?
– Al desafortunado incidente policial, claro está -dijo, mientras se sentaba-. Es imperdonable que dejara a esa prostituta en el aparcamiento.
Los prejuicios sociales de su madre se habían incrementado con el tiempo. Glory volvió a sentarse en la butaca.
– Esa mujer era un ser humano como tú o como yo. Y lo siento terriblemente tanto por ella como por su familia.
Su madre permaneció en silencio unos segundos antes de decir:
– Por supuesto. No merecía morir. Pero dejarla aquí… Es horrible, horrible.
Glory sabía que no sacaba nada discutiendo con su madre. Nunca estaban de acuerdo, de manera que decidió regresar al tema original.
– No encontré razón alguna para llamarte, madre. No había nada que pudieras hacer.
Su madre se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos.
– Debo recordarte que soy la dueña de la mitad de este hotel, y que fue mi herencia familiar la que salvó a Philip, y al establecimiento, de la ruina. Habríamos perdido el Saint Charles, pero no lo hicimos gracias a mí. Debiste llamarme.
Cinco años atrás, cuando se hizo cargo del hotel, Glory había descubierto en los libros de contabilidad que todas las deudas se habían pagado como por arte de magia. Pero desde entonces su madre no dejaba de echárselo en cara, y estaba cansada.
– Y yo te recuerdo que soy la directora, madre. Si quieres mi puesto podemos hablar sobre ello. Hasta entonces tendrás que aceptar mis decisiones. No había razón para llamarte. Todo está arreglado.
En aquel momento sonó el intercomunicador. La secretaria la informó de que tenía una llamada de un periodista del Times Picayune. Aceptó la llamada; su madre se levantó y tomó una de las fotografias que decoraban su escritorio. Era una fotografia de su padre, que le habían tomado por motivos publicitarios poco antes de su muerte. De inmediato sintió un nudo en la garganta.
Tras la muerte de Philip, Hope había recibido docenas de proposiciones, pero las había rechazado todas. Más de una vez había comentado que nadie podía sustituir a su difunto esposo. Sin embargo, Glory lamentaba su decisión porque incrementaba su injustificado sentimiento de culpabilidad.
Al final había aceptado que su madre no volvería a casarse nunca.
– Sí, en efecto -continuó hablando con el periodista-. Cuente conmigo. Si necesita más información no dude en llamar.
Poco después colgó el teléfono.
De inmediato, Hope dejó la fotografia en su emplazamiento original y la miró.
– Supongo que anoche lo viste.
– Si te refieres a Santos, sí. Lo vi. Está llevando el caso.
– Eso he oído. He oído que se ha convertido en un policía -sonrió con desprecio.
Glory decidió salir en su defensa, indignada por su actitud.
– Es un buen detective, uno de los mejores del departamento. Me alegra que esté de nuestro lado. Si no quieres nada más, estoy muy ocupada.
– Por supuesto. Siempre estás ocupada. Ah, quería hablarte de otra cosa. El sábado por la noche doy una pequeña fiesta en el hotel, a las ocho en punto. Podías traer a ese encantador cirujano con el que salías. ¿Cómo se llamaba?
– William. ¿Qué entiendes por una «pequeña fiesta»?
– Una cena para veinte personas, pero no te preocupes. Ya lo he organizado todo con el chef y con el jefe de camareros. No tienes que hacer nada.
– Ya hemos hablado antes del tema -dijo Glory, que sabía que el hotel tendría que cargar con los gastos-. No puedes seguir con ese ritmo. El hotel no puede permitírselo.
– Haré lo que me apetezca -espetó-. Es mi hotel.
– No lo comprendes. Si sigues…
– Lo comprendo muy bien. Sin embargo, ¿para qué tenemos el hotel si no es para disfrutarlo?
– Es nuestro negocio, nuestra forma de vida. Pero además es algo más. Es…
– ¿Qué es? ¿Tu herencia? ¿Parte de la familia? Si no fuera por los beneficios sólo sería una carga.
– ¿Una carga? Si es eso lo que piensas, ¿por qué lo salvaste? ¿Por qué utilizaste tu fortuna para evitar su ruina?
– Porque tu padre quería vender nuestras propiedades para salvarlo. Iba a vender la mansión, la casa de verano, el Rolls Royce y mis joyas. No podía aceptarlo. La gente habría empezado a hablar. Habríamos sido el hazmerreír de toda Nueva Orleans.
Glory intentó asumir lo que acababa de escuchar. El hotel había sido uno de los mayores amores de su padre. En cambio, Hope parecía detestarlo.
– ¿Y qué pasaría ahora, madre? ¿Qué pasaría si tuvieras que enfrentarte a las habladurías de la gente?
Hope la miró. Había tal frialdad y determinación en sus ojos que Glory se estremeció.
– Haría lo necesario para impedirlo, por supuesto.
Su madre se levantó y salió del despacho. Glory la observó sin dejar de pensar en sus últimas palabras.
Capítulo 42
Liz estaba tumbada en la cama, mirando el techo, intentando poner orden en sus confusos pensamientos. Santos se había marchado horas atrás, antes del alba. Sin embargo, no había podido dormir desde entonces.
En aquel mismo instante podía estar hablando con Glory, mirando sus ojos, recordando, empezando a desearla de nuevo.
Pensó en la pasión que compartían, en lo enamorados que habían estado en el pasado, y un sentimiento insano la empujó a imaginarlos juntos en aquel instante, como los adultos que eran, como adultos que sabían lo que querían.
Gimió y se cubrió el rostro maldiciéndose por ser tan insegura. Se repitió que Santos ya no la deseaba. Había confesado que la odiaba tanto como ella misma.
Respiró profundamente. Las sábanas aún olían a Santos, e intentó aspirar todo su aroma.
Lo amaba con locura, pero aquel amor no era recíproco.