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Miró hacia el patio central intentando ver los pájaros que cantaban, pero no pudo distinguirlos.

Entró de nuevo y salió del dormitorio sin molestarse siquiera en ponerse unas zapatillas y una bata. Podía oler el café y oír el sonido que producía al pasar las páginas de un periódico. Santos no dormía mucho, ni profundamente. Sus demonios personales le habían robado la tranquilidad tiempo atrás.

Avanzó lentamente hacia la cocina. El frío era casi insoportable. Deseó que Santos encontrara a alguien. Una amante, una compañera, una esposa. Deseaba que encontrara a alguien que lo amara tanto como para que no volviera a sentirse solo. La vida era demasiado corta. Había que vivirla de forma intensa, disfrutarla al máximo.

Lo encontró en la cocina. Estaba sentado a la mesa, tomando un café y leyendo la prensa, con la cabeza inclinada. Lo miró y pensó que era muy fuerte y atractivo. Un gran hombre en todos los sentidos. Sintió tal orgullo que durante un momento el frío cedió. Pero no era su madre. No lo había traído al mundo.

Sin embargo, siempre había sido un hijo para ella. Al menos lo amaba como si lo fuera, como si lo hubiera tenido en sus brazos siendo un bebé, como si hubiera mamado de sus propios pechos, como si hubiera nacido de su propio cuerpo.

Si el cielo existía, hablaría con su verdadera madre cuando llegara. Le hablaría de él.

– ¿Santos?

– Buenos días -sonrió al mirarla-. Te has levantado muy pronto.

– Hay algo que necesito que hagas por mí. Ciertas cosas que debo decirte.

Santos frunció el ceño y la observó con intensidad como si notara que algo andaba mal.

– Lily, ¿te encuentras bien?

Súbitamente, Lily dejó de sentir su brazo izquierdo. Fue una sensación inquietante y terrible, que sin embargo no le robó su paz interior.

– Debo decírtelo antes de que… antes de que sea demasiado tarde.

Santos se levantó, alarmado. La tocó y apartó la mano de inmediato.

– Voy a llamar a una ambulancia.

– ¡Espera! -lo agarró por los hombros-. Santos, quiero que llames a Hope. Debo verla antes de… Prométeme que la llamarás. Prométeme que la llamarás antes de que…

Santos lo prometió. Acto seguido corrió al teléfono para llamar a una ambulancia. Segundos después tomó a Lily en sus brazos y la llevó escaleras abajo para esperar en la entrada del edificio.

Lily lo miró con cariño. Su apariencia fría no la engañaba. Lo conocía bien, y sabía que en su interior rugía un infierno de emociones y un pozo sin fin lleno de amor.

– A todo el mundo le llega su hora -dijo Lily con suavidad-. Y si ésta es la mía, la recibiré con los brazos abiertos.

– No vas a morir -dijo Santos, desesperado-. No permitiré que mueras.

Lily quiso alargar un brazo para acariciar su mejilla, pero no tenía fuerzas para hacerlo.

– Quiero que sepas… que te quiero, Santos.

– Lo sé, Lily, yo…

– Siempre has sido un hijo para mí. Mi hijo. Sin ti, mi vida habría sido…

Lily tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse al dolor que sentía. Necesitaba hablar con él.

– Estaba muerta cuando apareciste en mi vida. Apartaste de mí la soledad y me diste algo que pensé que nunca tendría. Me diste amor, Víctor. Eres un buen chico, y quiero que lo sepas antes de que muera.

– Lily, no digas eso -acarició su cabello-. Me estás asustando.

– Mereces tener más suerte. Y no sé si eres consciente de ello. Prométeme que te cuidarás, que serás amable contigo mismo, que no te engañarás con inútiles sentimientos de culpa como hice yo. ¡Víctor!

Lily se llevó una mano al pecho. No sentía nada salvo dolor. Entonces cerró los ojos.

– ¡No, Lily! ¡Espera! Tú también me diste todas esas cosas. Me diste un hogar y una familia. Me diste amor… Lily, no te mueras, por favor. No te mueras. No puedes abandonarme. Te necesito.

Lily notó el pánico en su voz, en la forma en que la sostenía, con fuerza. Con un último esfuerzo se aferró a su camiseta y dijo, ya casi sin aliento:

– Tengo que ver a Hope. Tengo que hacer las paces con ella. Yo…

El dolor se hizo tan insoportable que le robó el habla. Aún pudo oír la sirena de la ambulancia que se acercaba, las desesperadas palabras de Santos, el llanto del bebé del vecino. Y oyó los pájaros. Oyó el canto suave y dulce que la llamaba.

Después, sólo el silencio.

Capítulo 45

Las dos horas siguientes fueron angustiosas para Santos. Lily había sufrido un ataque al corazón, aunque aún no se conocía la gravedad de su estado. El médico había hecho todo lo posible para aliviar su dolor.

Santos no había sido nunca un hombre religioso, pero rezó de todas formas porque sabía que Lily lo era. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que viviera. Por suerte consiguieron salvarla, aunque el médico no le dio demasiadas esperanzas con respecto a su recuperación. De edad muy avanzada, su salud era débil y su corazón había sufrido demasiado. Las probabilidades de que sufriera otro ataque eran demasiado elevadas.

Sin embargo, había sobrevivido. Santos la miró, agradecido. Por fin se había liberado del dolor y descansaba. El médico había dicho que dormiría durante al menos doce horas y le había recomendado que descansara él también. Los siguientes días iban a ser días muy largos.

Se inclinó sobre ella y tocó su frente. Susurró a su oído que volvería y después salió de la habitación para ir a una cabina. Llamó a la brigada, a Liz, y acto seguido tuvo que tragarse todo su orgullo para avisar a Hope.

Por extraño que pareciera, la hija de Lily no se sorprendió demasiado al reconocerlo.

– ¿Qué puedo hacer por usted, detective Santos?

Santos se estremeció sin saber por qué. Aquella mujer era una serpiente venenosa. Había algo macabro en su tono de voz.

– Me temo que tengo malas noticias para usted.

– Oh. ¿De qué se trata esta vez? ¿De otro asesinato en el hotel?

Resultaba evidente que se divertía con él. Se creía superior a todo el mundo. Y esa actitud lo enfermaba.

– Se trata de su madre -declaró, intentando controlar, sin demasiado éxito, el desagrado que sentía-. Ha sufrido un…

– Lo siento, agente, pero debe estar mal informado -lo interrumpió-. No tengo madre. Murió hace años, durante un viaje.

Santos pensó en Lily, pálida, demacrada, al borde de la muerte. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para sobreponerse a la ira que sentía y acceder a su último deseo. Quería ver a su hija antes de morir, y debía hacer todo lo necesario para lograr que así fuera.

– Déjese de cuentos, señora Saint Germaine. Sé quién es. Personalmente pienso que no merece ser la hija de Lily, pero ella me pidió que la llamara. Por alguna razón piensa que vale la pena hacerlo.

Hope rió.

– ¿De verdad? Qué interesante. Siga, detective.

– Ha sufrido un infarto. Y no se encuentra bien -explicó-. Es posible que muera.

Hope permaneció en silencio unos segundos, al cabo de los cuales preguntó, impaciente:

– ¿Y qué tiene eso que ver conmigo, detective?

– ¿Es que no ha oído lo que he dicho? Su madre se está muriendo.

– Sí, lo he oído. Pero no comprendo por qué me llama.

Santos se sorprendió. Sabía que era una mujer despiadada y fría. Pero no esperaba tal carencia de remordimientos, de sentimientos, incluso de tristeza en su voz. No tenía corazón.

Respiró profundamente para controlar el odio que sentía por ella. Parecía alegrarse por la posible muerte de Lily.

– Quiere verla. Quiere hacer las paces con usted.

– Lo siento, detective, pero eso no es posible.

– ¿Está diciendo que…?

– Exacto.

– Está muriéndose, y quiere verla. Es su último deseo.

– Eso no tiene nada que ver conmigo.

– Por favor -rogó-. Se lo ruego. Acceda a verla. Permita que muera feliz.

– No, gracias -dijo con suavidad, como si estuviera hablando con algún vendedor de libros o seguros-. Buenos días.

Entonces colgó. Santos miró el auricular, incrédulo y furioso. Le había colgado el teléfono. Se había negado a ver a su madre en su lecho de muerte.

Estaba decidido a darle una lección, a golpearla en su punto más débil. No permitiría que tratara a Lily de aquel modo. Había intentado que el último deseo de Lily se hiciera realidad a toda costa, pero ya que no era posible se las arreglaría para concederle, al menos, parte del deseo.

Habló con el médico para conocer los últimos detalles sobre su estado, dejó el número de su busca a las enfermeras y salió del hospital en dirección a su coche. Una vez dentro, conectó la sirena y arrancó a toda velocidad. Su condición de policía le permitía ciertos lujos ajenos al resto de los ciudadanos.

Se plantó en la mansión de Glory en menos de quince minutos y detuvo el vehículo con un frenazo en seco. Un vecino, que estaba leyendo el periódico en el jardín, salió corriendo en cuanto lo vio. Santos supo que informaría inmediatamente a su familia de que Glory Saint Germaine tenía algún tipo de problemas.

Divertido, salió del coche. Glory iba a convertirse en centro de las habladurías vecinales.

Su antiguo amor tardó unos segundos en abrir la puerta. Cuando lo hizo pudo ver que llevaba vaqueros y una camiseta. No estaba maquillada, e iba descalza. Al contemplarla de aquel modo, tan natural y hasta cierto punto vulnerable, recordó el pasado y sintió un terrible dolor.

En cualquier caso intentó olvidar sus sentimientos personales. Aquella mujer no era la misma persona. De hecho, la persona de la que se había enamorado no había existido nunca.

– ¿Qué quieres? -preguntó ella, nerviosa-. ¿Qué ha ocurrido?

– Tienes que venir conmigo. Es un asunto policial.

– ¿Ir contigo? ¿Qué quieres decir? ¿Estoy arrestada?

– No, en absoluto. Pero te necesito en la central. Debo hacerte unas preguntas.

– ¿Se trata de otro asesinato? ¿Está involucrado el hotel? ¿Se trata de Pete…?