La señora Rosewood era una de las tutoras del colegio.
– Las clases empiezan la semana que viene. Necesitarás unas cuantas cosas.
Víctor sabía muy bien lo que aquello significaba. Una de esas noches llegaría a casa con algún «amigo». Estaban en la ruina, y su madre no tenía otra forma de conseguir el dinero suficiente para pagar sus estudios, sus libros y su ropa.
– No necesito nada.
– ¿De verdad? ¿Y qué hay del centímetro que has crecido desde el verano? ¿No crees que tu ropa te estará algo pequeña?
– No te preocupes por eso -contestó-. He ahorrado dinero gracias a mi trabajo. Yo me compraré mi ropa.
– Pero necesitas ir al dentista. Y la señora Rosewood dijo que con tus notas, deberías ir a…
– ¿Qué sabe ella? -protestó, furioso, mientras se levantaba-. ¿Por qué no nos deja en paz? Sólo es una vieja metomentodo.
Lucía frunció el ceño y se incorporó a su vez.
– ¿Qué ocurre, Víctor?
– El colegio es una pérdida de tiempo. No entiendo por qué razón no puedo abandonarlo.
– No lo harás mientras yo esté viva -entrecerró los ojos, con expresión fiera-. Tienes que estudiar si quieres salir alguna vez de esta situación. Si dejas los estudios acabarás como tu padre, y creo que no te gustaría.
Víctor apretó los puños.
– Mamá, te has excedido un poco. Sabes muy bien que no soy como él.
– En tal caso, demuéstralo. Quédate en el colegio.
– Por mi aspecto, cualquiera creería que soy mayor de edad. Podría dejar los estudios y conseguir un trabajo a tiempo completo. Necesitamos el dinero.
– No lo necesitamos.
– Ya.
Lucía se ruborizó ante su sarcasmo.
– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que hay algo que quieras que no tengas?
Víctor no contestó. Se limitó a mirar al suelo, a los restos de los bocadillos que descansaban en el interior de una bolsa. Se sentía frustrado y enfadado por tener que vivir de aquel modo.
– ¿Es que quieres un equipo de música caro? ¿O tal vez unos vaqueros de marca, o una televisión en tu dormitorio?
Víctor levantó la cabeza y la miró.
– Tal vez sólo quiera una madre que no deba recurrir a ciertos extremos cada vez que tiene que comprar unos vaqueros a su hijo o llevarlo al médico.
Lucía retrocedió, pálida, como si la hubiera abofeteado.
– Lo siento, mamá, no debí decir eso -se excusó Víctor.
Su madre dio otro paso atrás, intentando recobrar la compostura.
– ¿Cómo lo has sabido?
Santos se arrepintió de haber sacado aquella conversación.
– Mamá, por favor, no soy ciego. Ya no soy ningún niño. Lo sé desde hace mucho tiempo.
– Entiendo.
Lucía lo miró durante unos segundos antes de dirigirse a la ventana. Pero no dijo nada en absoluto. Al cabo de un rato, Víctor se dirigió hacia ella maldiciéndose por no haber cerrado la boca a tiempo.
– ¿Qué esperabas, mamá? Cada vez que necesito algo, apareces con un «amigo» que se queda una hora o dos y que no vuelve a aparecer.
Su madre inclinó la cabeza.
– Lo siento, hijo.
Víctor la abrazó y apretó la cara contra su cabello. Olía muy bien, pero cuando regresara del trabajo, aquella noche, apestaría al tabaco de los hombres que se metían con ella.
– ¿Por qué lo sientes?
– Por ser una.., prostituta. Debes pensar que…
– ¡No es cierto! Eres la mejor de las madres -espetó, con voz rota-. No estoy avergonzado de ti, aunque odio que te veas obligada a hacer algo así. Después estás siempre tan triste, han hundida… Pero, sobre todo, odio que lo hagas por mí. Odio ser la razón por la que te entregas a esos tipos.
– Lo siento, hijo mío. No quería que lo supieras. Esta no es la vida que quería que tuvieras. Ni yo soy la madre que mereces.
– No digas eso -apretó los brazos a su alrededor-. No tienes que disculparte por nada. Dejaré de estudiar, y de ese modo no tendrás que volver a hacerlo.
Lucía se dio la vuelta y lo miró con ojos llenos de lágrimas.
– Por ti haría cualquier cosa, Víctor. ¿No te das cuenta? Eres todo lo que tengo, lo mejor de mi vida -declaró, mientras tomaba su rostro entre las manos-. Prométeme que no dejarás de estudiar. Prométemelo, Víctor, es importante.
Víctor dudó antes de responder.
– De acuerdo, seguiré estudiando.
– Gracias -sonrió con tristeza-. Sé que siempre cumples tus promesas. A veces me pregunto cómo puedes ser tan honesto con el padre y la madre que has tenido.
Víctor tomó sus manos y dijo:
– Algún día seré yo quien cuide de ti. No tendrás que cubrirte la cara con esos potingues, ni trabajar en nada parecido. Te cuidaré. Te doy mi palabra.
Capítulo 5
– Víctor, cariño, me voy.
Santos apartó la mirada del pequeño televisor en blanco y negro para despedirse de su madre.
– Hasta luego.
– ¿No vas a darme un beso de despedida?
El chico hizo tal gesto de desagrado que su madre rió.
– Ya sé, eres demasiado mayor para hacer algo así.
Lucía caminó hacia él y lo besó en la frente.
– Ya conoces las normas, ¿verdad?
– ¿Cómo no? Las repites todas las noches.
– No seas tan listillo. Repítelas.
– Que ponga la cadena y que no abra a nadie, ni siquiera a Dios.
– Y no salgas de la casa a no ser que se incendie.
– De acuerdo.
– No me mires así, hijo -entrecerró los ojos-. Piensas que mis normas son estúpidas, pero te equivocas. Créeme, en el mundo hay demasiados canallas peligrosos. Y si no caes en sus manos, puedes caer en las manos de la ley. A Merry, la chica del club, le quitaron a su hijo. Descubrieron que lo dejaba solo por las noches y se lo quitaron.
– Sí, claro, pero es drogadicta y su hijo sólo tiene seis años -se levantó-. Te preocupas demasiado, mamá.
– Cuando yo tenía tu edad también creía que lo sabía todo. Nunca imaginé que algún día tendría que trabajar como bailarina en locales de mala muerte para ganarme la vida. Ni siquiera sabía que existieran mujeres así. Es una de las cosas que aprendes en la vida. Cualquier cosa puede arruinar tu existencia. Un accidente, mala suerte, o una mala decisión. Recuérdalo.
Santos sabía que se estaba refiriendo al error que había cometido con su padre. Se quedó embarazada y su familia la desheredó. En cuanto a Willy, la usó siempre como saco de boxeo.
– No te preocupes, mamá, tendré cuidado.
– No podría soportar perderte, hijo -acarició su mejilla.
– No me perderás. Estamos atrapados los dos, juntos.
Lucía sonrió y caminó hacia la puerta.
– Tengo que marcharme. Ya sabes cómo se pone Milton si llego tarde.
Santos asintió y la acompañó a la salida. La observó mientras bajaba las escaleras. Cuando Lucía llegó al rellano, se dio la vuelta y sonrió. Su hijo le devolvió la sonrisa con un nudo en la garganta y cerró la puerta. De repente, sintió la extraña necesidad de bajar corriendo y abrazarla como hacía tiempo que no la abrazaba.
Abrió la puerta con intención de hacerlo, pero se dijo que era demasiado mayor para aferrarse a su madre como si fuera un niño, demasiado para necesitar de su cariño y de su seguridad. La preocupación de Lucía, y su miedo de perderlo, lo habían puesto nervioso. Rió para sus adentros, sintiéndose algo idiota. Se preocupaba tanto por él que cualquier día diría que había monstruos en el armario.
Divertido, echó la cadena y caminó hacia su habitación. Se puso unas zapatillas y se sentó a esperar.
Miró el reloj. Daría diez minutos de tiempo a su madre antes de salir a encontrarse con los amigos. Todas las noches se veía con ellos en el colegio abandonado que había en Esplanade y Burgundy, al norte del barrio francés.
Sin embargo, no podía dejar de pensar en los miedos de su madre. Se preocupaba excesivamente. Lo trataba como a un niño. Hacía un año que veía a sus amigos por las noches, y siempre llegaba a casa antes que su madre. Procuraba mantenerse alejado de la policía y no se metía nunca en problemas. Como había dicho, tenía mucho cuidado.
Diez minutos más tarde salió de la casa. El calor agobiante de Nueva Orleans lo envolvió. Eran las nueve y media de la noche y apenas se podía respirar.
Se llevó la mano a la nuca, empapada de sudor, y pensó que eso era lo malo de los veranos de Nueva Orleans. En otros lugares refrescaba por la noche. Pero en aquella ciudad, no. De mayo a septiembre se convertía en un lugar infernal, y agosto era el peor de los meses. Los turistas siempre se sorprendían. En cuanto a los habitantes de Nueva Orleans, lo encontraban tan insoportable como cualquier visitante. Pero estaban acostumbrados.
No obstante, cuando levantó la vista al cielo y respiró profundamente notó que se había producido un cambio, aunque la temperatura no hubiera bajado.
En el exterior, el ambiente no podía ser más distinto al que se respiraba durante el día. Los oficinistas y trabajadores habían dado paso a la gente de la noche, que se dividía en tres grupos: los que se divertían; las personas como su madre, que deseaban vivir de otro modo; y finalmente, los que vivían siempre al filo por propia elección, porque les gustaba aquella forma de vida.
Al fondo se oía una canción triste. Santos procuraba evitar los lugares por los que pasaba su madre y tenía cuidado de que nadie lo reconociera, porque no quería que le contaran lo que hacía por las noches.
Poco tiempo después, cuando pudo ver el colegio a lo lejos, empezó a andar más despacio. Aquel vecindario era tan conflictivo que resultaba más conveniente tomarse las cosas con tranquilidad. Había policías por todas partes, y siempre sospechaban de cualquier joven que corriera o que sencillamente anduviera demasiado deprisa.
Santos se dirigió hacia la parte trasera del colegio. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía y se introdujo en el recinto entre unos arbustos. Como siempre, una de las ventanas estaba abierta. En cuanto entró, oyó las risas de sus amigos, que ya habían llegado.