Vio que Glory miraba nerviosa la fachada del club. La calle estaba llena de gente, como solía ocurrir en aquel barrio los sábados por la noche. De vez en cuando, alguien entraba o salía del local, y Glory y él podían ver el interior. Estaba lleno de gente.
– Espera -le dijo Santos-. Entro y salgo en un momento. No te muevas de aquí. Volveré en menos de diez minutos.
– ¿Estás seguro?
– Sí -se inclinó para besarla y abrió la puerta-. Después nos iremos a tomar un margarita.
Salió del coche y cruzó la calle para entrar en el local. Tal y como parecía, estaba lleno de gente. En el escenario, una mujer ligera de ropa se ondulaba al ritmo de la ensordecedora música. El aire olía a alcohol, tabaco y sudor. Le evocaba recuerdos desagradables. De su juventud. De la época en que trabajaba en antivicio.
Vio a Chop detrás de la barra y empezó a abrirse paso hacia él entre la multitud.
Un hombre que llevaba una cerveza en la mano chocó contra él, derramándole encima la mitad del líquido.
– ¡Ten cuidado! -le dijo.
El hombre sonrió.
– Perdona -dijo con sarcasmo-. No sabes cuánto lo siento. Santos le enseñó la placa.
– Creo que ya has tenido bastante. Tómate un descanso. Se apartó, aunque sin dejar de sonreír.
– Lo que usted diga, agente.
Santos sintió que se le erizaba el pelo de la nuca, y frunció el ceño. Se volvió para mirar a la barra, y vio a Chop, que lo observaba. Tenía la sensación de que algo marchaba mal. Chop le indicó con un gesto que se acercara.
Llegó a la barra. Chop fue al otro extremo para servir una bebida a alguien. Santos lo miró con disgusto. Era bajo y gordo, con el escaso pelo teñido de rubio. Siempre tenía la piel grasa, y de joven había sufrido un terrible acné, como demostraban las cicatrices que poblaban su cara. Pero no era el aspecto de Robichaux, por desagradable que resultara, lo que hacía que a Santos se le pusiera la piel de gallina. Era lo que tenía en su interior. Era un verdadero monstruo.
Como si fuera consciente de los pensamientos de Santos, Chop lo miró fijamente a los ojos y sonrió. Un momento después estaba frente a él.
– Hola, cerdo. Cuánto tiempo.
Santos lo recorrió con la mirada, disgustado por tener que jugar a su juego.
– ¿Tienes información para mí?
– ¿Qué información estás buscando?
– No me hagas perder el tiempo, Robichaux -entrecerró los ojos-. ¿Tienes esa información o no?
Chop volvió a sonreír, curvando sus desagradables labios.
– No. Sólo quería ver tu bonita cara en mi club.
– Debería detenerte ahora mismo.
– Inténtalo -rió Chop-. No tienes motivos. Estoy limpio.
– Cuando el infierno se congele. Tal vez debería inventarme algo. Estoy seguro de que cualquier cosa que se me ocurra será cierta.
– No te atreverías. Siempre has sido un buen chico. Pero ¿sabes una cosa? Hasta los buenos chicos tienen días malos. Ahora, lárgate de aquí.
– Encantado, Robichaux. Este sitio apesta.
Se apartó de la barra, incómodo, pensando en los motivos que podía haber tenido Chop para decirle que tenía información sobre Blancanieves y hacerse el tonto delante de él. Era posible que hubiera decidido en el último momento reservarse la información. Era posible que no pudiera hablar entonces porque lo escuchara alguien. También podía haber decidido, simplemente, gastarle una mala pasada.
Pero ninguna de las explicaciones le parecía convincente. Ninguna de ellas aliviaba su incomodidad. No era lógico que Chop Robichaux llamara a un detective de homicidios a su casa un sábado por la noche para divertirse a su costa.
La situación era muy rara. Chop tramaba algo que tenía que ver con él.
Salió del club sin problemas. Miró inmediatamente al coche y vio que Glory estaba donde la había dejado, mirando hacia él. Sonrió y saludó con la mano.
– ¿Detective Santos?
Cuatro hombres, probablemente policías, a juzgar por sus trajes baratos y sus cortes de pelo conservadores, lo rodearon. Santos los miró con desconfianza.
– Sí, ¿qué quieren?
Uno de los hombres le enseñó la placa.
– Teniente Brown, de Asuntos Internos. Estos son los agentes Patrick, Thompson y White.
Santos miró a los policías uno a uno. Los cuatro lo contemplaban con desprecio y hostilidad. Al parecer le habían tendido una trampa. Pero no entendía quién, ni por qué.
– ¿Qué puedo hacer por usted, teniente?
– Creo que ya lo sabe, detective. Contra la pared.
Santos obedeció, y uno de los agentes, probablemente Patrick, lo cacheó, quitándole el arma reglamentaria y la placa.
– ¿Qué es esto? -preguntó, sacándole un sobre del bolsillo de la chaqueta y entregándoselo al teniente.
El policía lo abrió y miró a Santos a los ojos.
– Yo diría que son veintiún billetes de cien dólares, detective. Billetes marcados, si no me equivoco. ¿Me puede explicar de dónde ha salido ese dinero?
– Me encantaría, pero no tengo ni idea. Alguien me lo debe haber metido en el bolsillo -pensó rápidamente que muchas personas podían haberlo hecho, pero lo más probable era que se tratara del hombre que le había tirado la cerveza-. Me han tendido una trampa.
– Sorpresa, sorpresa. Creo que he oído esa frase mil veces.
El agente Patrick sujetó a Santos por el brazo derecho, se lo dobló detrás de la espalda y le esposó la muñeca. Después hizo lo mismo con su brazo izquierdo.
– Supongo que sí, pero esta vez es verdad.
– Dígaselo a su abogado -espetó el teniente-. Que alguien le lea sus derechos.
Capítulo 58
Liz sonrió débilmente al camarero.
– Me largo, Darryl. ¿Estás seguro de que te puedes encargar de todo?
El sonrió, y su rostro agradable aunque anodino adquirió cierta personalidad.
– Desde luego, jefa.
– ¿Estás seguro de que sabes cerrar? Si tienes alguna duda, me quedaré una hora más y…
– Piérdete -le dijo señalando la puerta-. Tienes un aspecto horrible.
– Muchas gracias -se echó la bolsa a un hombro-. La verdad es que estoy agotada. Llevo trece horas trabajando.
– Venga, márchate. Yo me encargo de todo. Si pasa algo, sé dónde encontrarte.
Después de echar un vistazo al local y despedirse de los otros camareros, Liz salió del restaurante y empezó a caminar hacia su coche.
Lo había dejado en un aparcamiento que se encontraba en la calle Bourbon, a dos manzanas de distancia. No le importaba ir andando, aunque pocas veces se marchaba antes de las diez y media. Aquella zona del barrio francés estaba muy transitada, y cuando salía a la hora del cierre solía acompañarla alguno de sus fieles empleados.
Fieles. A diferencia de Santos.
Dejó de lado el pensamiento y respiró profundamente, llenándose los pulmones con el aire de la noche. Entendía que tendría que seguir adelante. Era una superviviente. En realidad no hacía falta que pasara tanto tiempo en el restaurante, pero prefería trabajar hasta agotarse para tener menos tiempo para pensar en Santos. Así tendría menos tiempo para echarlo de menos, para sentir aquel profundo dolor.
A pesar de todo lo que había ocurrido, seguía amándolo.
Dejó escapar el aire de los pulmones, enfadada. No estaba dispuesta a perdonarle lo que le había hecho, la forma que había tenido de traicionarla con Glory. Si tuviera forma de obligarlo a pagar por ello, lo haría.
Llegó a la calle Bourbon y miró a ambos lados para cruzar. Entonces se detuvo, parpadeando sorprendida. Hope Saint Germaine estaba cruzando la calle desde el otro lado.
Liz frunció el ceño, disgustada. La vida nocturna del barrio francés no parecía muy adecuada para aquella mujer, a no ser que hubiera decidido ir a soltar discursos sobre los valores morales. Sí; probablemente había ido a amargar a alguien.
Pero le extrañaba que estuviera sola a las diez de la noche.
Sin detenerse a pensar en ello, giró en dirección contraria a su coche y siguió a Hope con una curiosidad que se vio recompensada y aumentada cuando, unos minutos después, entró en Paris Nights, un local de prostitución que pertenecía a un proxeneta llamado Chop Robichaux. Siempre que se reunía la comunidad de propietarios de comercios del barrio aquel hombre la examinaba con ojo de tratante de ganado, como si intentara calcular su precio en el mercado.
Liz se estremeció. Había oído hablar de sus problemas con la ley, y los dueños de otros establecimientos le habían contado de él cosas que le provocaban pesadillas.
Sacudió la cabeza y se dijo que los motivos que tuviera Hope para estar en Paris Nights no eran asunto suyo, pero siguió a la madre de Glory al interior del club. Se detuvo junto a la puerta, intentando acostumbrarse al oscuro interior. Entonces vio que Hope Saint Germaine estaba en la barra, hablando con Chop. Pero en vez de marcharse, como si le hubiera indicado dónde se encontraba el teléfono público más cercano o le hubiera permitido ir al servicio, Hope se quedó esperando mientras el propietario rodeaba la barra, y los dos entraron juntos en la parte trasera del local.
Liz entrecerró los ojos. No entendía qué podían tener en común una beata de la alta sociedad y el propietario de una cadena de prostíbulos.
Los siguió, aunque con cuidado de mantenerse a cierta distancia. Se habían sentado en una esquina discreta, detrás del escenario. Liz miró entre las bailarinas y vio que Hope le entregaba lo que parecía un sobre.
– Hola, guapa -un hombre que apestaba a whisky la sujetó por los brazos-. ¿Quieres bailar?
– No, gracias -dijo apartándose disgustada-. Disculpe.
Empezó a salir del club, pero el borracho la siguió.
– Venga, preciosa, estoy seguro de que te mueves mejor que las chicas del escenario.
Liz lo miró, esforzándose por adoptar una expresión fiera.
– He dicho que no.
Intentó volver a acercarse a ella y le llevó la mano al pecho. Indignada, Liz le apartó la mano de un golpe y le dio una patada en la entrepierna. El hombre gimió de dolor y cayó al suelo.