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Rechazó la segunda posibilidad. Las chicas trabajadoras tenían que estar en la calle para ganar dinero. Casi todas trabajaban enfermas, cuando sus hijos estaban enfermos, cuando el calor era agobiante y cuando el frío era insoportable.

Si Tina estaba en la ciudad, estaría en la calle. Seguiría buscando.

Al cabo de un par de horas sus esfuerzos se vieron recompensados. La vio saliendo de un club llamado 69. Llevó el coche a la acera, junto a ella, y bajó la ventanilla.

– Tina.

Ella se volvió sonriente, pero su expresión se transformó en una mueca cuando vio que se trataba de él.

– Piérdete.

Empezó a caminar de nuevo, y Santos la siguió con el coche.

– No voy a perderme, así que será mejor que hables conmigo. Eso nos ahorrará a los dos un montón de tiempo y es fuerzo.

Tina maldijo, pero se detuvo.

– ¿Qué te pasa, cariño? ¿Necesitas una cita?

– Tenemos que hablar.

– ¿De verdad?

Apoyó los antebrazos en la ventanilla abierta y acercó la cabeza, humedeciéndose los labios.

– ¿De qué quieres hablar? -prosiguió-. ¿De las condiciones de tu pito?

Santos olió el alcohol en su aliento. No resultaba sorprendente; muchas de ellas eran alcohólicas o drogadictas. En muchas ocasiones sólo podían soportar aquel trabajo si aturdían su cuerpo y su mente.

Desgraciadamente, aquello era lo que mantenía a muchas de ellas en el negocio. Las quemaba y las encadenaba a aquella vida.

No le gustaba verla así. No le gustaba mirarla en la actualidad y recordar cómo había sido. El no era el culpable del derrotero que había tomado la vida de aquella mujer. No había sido capaz de ayudarla.

Aun así se sentía responsable, en cierto modo.

– No te hagas la interesante, Tina. Quiero hablar contigo del asesino de Blancanieves.

– ¿De asuntos policiales? -levantó una ceja-. Cariño, tenía entendido que ya no eras poli.

Santos apretó los dientes, pero no respondió a su pregunta.

– El detective Jackson me ha dicho que te has pasado por la comisaría.

– ¿Y qué?

– Que me ha dicho que estabas asustada. Dice que crees que te persigue el asesino.

Tina entrecerró los pintadísimos ojos.

– Es cierto. ¿Y sabes lo que hicieron por mí tus amiguitos? Nada -se enderezó-. Así que, como te he dicho antes, piérdete.

Se volvió y empezó a alejarse. Santos abrió la puerta del coche, salió y corrió tras ella.

– Quiero ayudarte, Tina.

Ella siguió andando, sin hacerle caso.

– Siento no haber vuelto por ti -insistió Santos-. Deja que te ayude ahora.

Tina se detuvo, pero no lo miró.

– No quieres ayudarme -murmuró-. Sólo quieres ayudarte a ti mismo -se aclaró la garganta-. Sólo quieres capturar a ese tipo, pero no por mí ni por ninguna de las otras chicas que están en peligro. Sólo somos putas.

Santos dio otro paso hacia ella.

– Eso no es cierto. Te aseguro que sí que me importa. Ella volvió la cabeza y lo miró a los ojos. Los suyos brillaban con las lágrimas sin derramar.

– Si te hubiera importado habrías vuelto a buscarme.

– No pude. Pero ahora estoy aquí. Creo que es posible que ese tipo te esté siguiendo. Piensa que eres un cabo suelto, que puedes representar una amenaza para él. Si piensa eso, intentará matarte. A no ser que lo capturemos antes.

La sangre desapareció del rostro de Tina. Santos le rodeó el brazo con la mano. Se quedó mirándolo, con el miedo desnudo en los ojos.

– Ayúdame, Tina -continuó-. Ayúdate.

Durante un breve momento pensó que iba a acceder. Pero el miedo de sus ojos se transformó en cólera. Se apartó de él, retirando el brazo de sus dedos.

– Déjame en paz. No sé nada.

– Tina…

Intentó sujetarla de nuevo, pero ella le dio un golpe en el hombro con el bolso, que se abrió. Su contenido se derramó por la acera. Gimió, frustrada, y se agachó para recoger sus cosas.

Santos se agachó junto a ella, para ayudarla. No llevaba muchas cosas: un paquete de cigarrillos, media docena de cajas de cerillas, unos cuantos billetes arrugados y varios preservativos.

– Lárgate -dijo ella, recogiendo los paquetes-. Déjame en paz.

– No estoy dispuesto a marcharme. Hasta que me digas algo me quedaré pegado a ti como una lapa. No será demasiado fácil para ninguno de los dos, pero…

Tina alargó una mano para recoger otro objeto. La cadena que llevaba al cuello se salió de debajo de su blusa.

El colgante era una cruz. Pequeña, barata, sin adornos. Era igual que una docena de cruces que había visto en el cajón de la mesa de su despacho.

– ¿De dónde has sacado eso? -preguntó, cubriéndole la mano.

Tina apartó la mano y se metió el paquete de plástico en el bolso.

– Son condones, agente. Látex cien por ciento. El mejor amigo de la puta, ¿sabes? Los compramos al por mayor en la droguería de la esquina. Si te interesa, está por ahí.

– No me refiero a eso -llevó la mano al colgante-. Hablo de esto.

– ¡No me toques!

Se echó hacia atrás, pero Santos siguió aferrando la cruz.

– ¿De dónde lo has sacado, Tina?

– Un regalo de graduación -dijo con sarcasmo-. De mi madre, que me adoraba, y mi padrastro, ¿no lo recuerdas? Te he hablado de él. Era un cerdo, igual que tú.

Santos agarró el colgante con obstinación.

– Deja de repetirme las tonterías que cuentas a los clientes para ablandarlos. Quiero que me digas la verdad.

– Me lo ha regalado alguien que quiere salvar mi alma inmortal, ¿de acuerdo? Ahora piérdete de una vez.

Su alma inmortal. Un escalofrío le recorrió la columna. Tina conocía al asesino. Estaba seguro. Se acercó un poco más.

– ¿Quién te lo ha regalado?

– Tú eres el detective. Averígualo.

Santos le arrancó el crucifijo de un tirón. Tina perdió el equilibrio y aterrizó sobre la acera.

– ¿Es que quieres morir? Podría salvarte la vida. A ver si entiendes esto. No pude volver a buscarte porque mi madre fue asesinada aquella noche. Descuartizada, igual que tu amiga Billie. No volví a buscarte porque ni siquiera yo tengo adónde ir. Porque mi mundo se ha derrumbado. Este tipo puede ser el mismo que la mató a ella. Y tengo que saber si es él. Tengo que atraparlo, Tina. Ahora -se inclinó hacia ella para tenderle la mano-, dime de dónde has sacado este maldito colgante.

Capítulo 61

Tina había comprado el crucifijo a un vendedor de biblias del barrio, que tenía una pequeña tienda de objetos religiosos. A1 parecer, era un buen tipo. Se llevaba bien con las prostitutas, y siempre las sermoneaba sobre el bien y el mal, citándoles las escrituras e intentando convencerlas para que cambiaran de vida.

Dijo que era imposible que él fuera el asesino. Absolutamente imposible.

Pero Santos no estaba de acuerdo. Jackson tampoco.

Visiblemente nervioso, Jackson le dijo que esperase, que volvería con él en cuanto pudiera.

Pero la espera resultó insoportable. Santos caminaba de un lado a otro, maldiciendo a Chop Robichaux y a todos los que le habían tendido la trampa. Quería estar con Jackson y los demás. Quería estar en el piso de aquel hombre, esposarlo y detenerlo.

Quería desempeñar su trabajo.

Y quería que aquel tipo fuera el que había asesinado a su madre. Quería saberlo, y quería que pagara por ello.

Jackson lo llamó en cuanto volvió a la comisaría, y le dijo que parecía que era su hombre. Habían encontrado en su casa más cruces como aquéllas, y varios artículos sobre Blancanieves. Incluso tenía fotografías de un par de las chicas asesinadas.

Lo único que no tenían, al parecer, era al hombre. Según su casera, se había ido de viaje. A veces pasaba fuera una semana, pero nunca más tiempo. No sabía dónde podía estar.

– ¿Tiene la edad suficiente? -preguntó, aferrándose al auricular-. ¿Crees que puede ser el que…?

Su garganta se cerró y se esforzó por hablar, dándose cuenta de lo mucho que había esperado que llegara aquel momento. Y lo mucho que lo había temido.

Tenía que saberlo.

– ¿Crees -repitió con voz más clara- que puede ser el que asesinó a mi madre?

Durante unos segundos, su compañero guardó silencio. Santos tenía un nudo en el estómago.

– Podría ser -dijo al fin-. Tiene la edad suficiente. Lleva años viviendo en el barrio, y frecuenta a las.., prostitutas.

Santos dejó escapar el aliento. Podía ser él.

– Pero no te emociones -dijo Jackson-. Sólo por el hecho de que pueda ser él, no significa que sea él. De hecho, sería bastante raro.

– Ya lo sé, pero por ahora… Por ahora me basta con una posibilidad.

Capítulo 62

– Hola, Liz.

Liz levantó la vista de las fichas de los empleados, alineadas frente a ella.

– Jackson -dijo contenta de verlo-. ¿Qué te trae por aquí?

El policía sonrió.

– Me moría por una de tus ensaladas.

– Es lo que más me gusta que me digan los clientes -se levantó del taburete-. Te llevaré a una mesa. ¿Estás solo?

– Sí. Sólo he traído a mi pequeña persona.

Liz rió y se detuvo frente a una mesa, con vistas a la calle.

– Perfecta -ocupó una de las sillas y señaló la otra-. ¿Puedes acompañarme?

Liz miró hacia la barra. Tenía que terminar de repasar las fichas para tener preparadas las nóminas al día siguiente.

– Sólo un momento -se sentó frente a él-. El papeleo no termina nunca. Es lo que más odio de este negocio.

– Así es la vida -murmuró mientras se acercaba la camarera con el menú-. Todo tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Por ejemplo, mírame a mí. Me encanta el trabajo de policía. Lo que no soporto es tener que mirar a la cara a los criminales.

– Supongo que, en comparación, lo mío con los papeles no es tan terrible.

Jackson no miró siquiera la carta. Pidió una ensalada y un vaso de té helado y se volvió hacia Liz.