– ¿Qué tal van las cosas?
– Muy bien -dijo rápidamente.
Tal vez con demasiada rapidez. Y con demasiada alegría. Se sonrojó y se aclaró la garganta, cohibida.
– Me he enterado de que tenéis al asesino de Blancanieves.
– Tenemos un sospechoso.
Liz frunció el ceño.
– No pareces muy convencido de que sea él.
– ¿No? -se encogió de hombros-. No soy como el cabezota de mi compañero. Siempre concedo el beneficio de la duda hasta que tenemos todas las pruebas necesarias y el culpable es detenido.
Cuando oyó hablar de Santos, Liz sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
– ¿Qué tal está Santos?
– Si has visto el periódico, lo sabrás.
Liz se mordió el labio inferior, luchando contra la sensación de culpa que se formaba en su interior. Se recordó que lo odiaba. Se recordó que le daba igual qué fuera de él, y que si por ella fuera, podía morirse. Sólo esperaba que Glory también se muriera.
– ¿Te pasa algo, Liz?
– Nada -negó con la cabeza-. No.
Jackson entrecerró los ojos para mirarla, y Liz volvió a sonrojarse, pero en aquella ocasión a causa de la culpa. Apartó la mirada.
– ¿Es tan mala su situación como parece? Quiero decir, ¿hay alguna posibilidad de que…?Ya sabes.
– ¿De qué se demuestre su inocencia? Eso espero, desde luego -sus labios se cerraron en una línea-. Alguien le ha tendido una trampa. Alguien más, aparte de Chop Robichaux.
– ¿Aparte de Robichaux? -repitió-. ¿Quién?
– Si lo supiéramos podríamos hacer algo, pero tal y como están las cosas, no veo ninguna solución. No tendrás información sobre esto, ¿verdad?
– ¿Información? ¿Yo? -negó con la cabeza, acallando los remordimientos-. ¿Cómo quieres que sepa nada? -se puso en pie con una sonrisa falsa-. Aquí llega tu ensalada. Será mejor que siga con los papeles.
Se volvió y empezó a caminar hacia la barra, pero se detuvo cuando Jackson la llamó por su nombre. Volvió la cabeza para mirarlo a los ojos, con dificultad.
– Santos no quería hacerte daño. Es una buena persona. Y un gran policía.
Las lágrimas se formaron en sus ojos. Sin decir una palabra, siguió andando. Pero una vez en la barra se sentía incapaz de seguir con sus cálculos. No podía dejar de pensar que poco tiempo atrás había visto a Hope Saint Germaine en el barrio francés, hablando con Chop Robichaux.
Y no podía dejar de pensar en Santos.
Como si lo hubiera conjurado con sus pensamientos, entró en el restaurante. El corazón de Liz latió a toda velocidad, y durante un momento pensó que era posible, sólo posible, que hubiera ido a verla.
Pero, por supuesto, no era así. Había ido a ver a Jackson, y parecía enormemente incómodo por estar allí.
Pensó furiosa que debía estarlo. Debía sentirse como el canalla que era.
Lo miró de reojo. Vio que él lanzaba una mirada en su dirección, hacía una mueca y caminaba hacia la puerta. Jackson negó con la cabeza y le indicó con un gesto que se sentara. Con la actitud de un condenado a muerte, Santos obedeció.
Liz tenía un nudo en la garganta que amenazaba con sofocarla. Le dolía mirar a Santos. Le dolía desear tanto algo que nunca podría tener.
No entendía por qué no habían funcionado las cosas entre ellos, por qué no había podido amarla. Aquello habría compensado mil veces todo su pasado, el hecho de haber perdido su brillante futuro. Habría compensado lo de Glory.
Pasó unos minutos más peleándose con las fichas, consciente de que tendría que rehacer todo el trabajo, incapaz de pensar en algo que no fuera Santos. Volvió a mirarlo de reojo y apartó la vista rápidamente.
Se dio cuenta de que tenía mal aspecto. Estaba demacrado y cansado. Algo en su expresión hacía que pareciera un niño perdido. Tal y como debió ser tantos años atrás, después del asesinato de su madre, cuando no tenía a nadie.
Acababa de perder a Lily, y ahora había perdido el trabajo. Tragó saliva, incómoda. En cierto modo, Santos se encontraba de nuevo en la misma situación. No tenía nada ni a nadie.
Le encantaba el trabajo de policía, y era muy bueno. Uno de los mejores. No podía hacerle daño en algo así, por mucho daño que él le hubiera hecho a ella. Era algo odioso.
Y, a la larga, era probable que a ella le hiciera más daño que a él.
Se puso en pie y se pasó las manos por la falda, nerviosa. El hecho de que Hope Saint Germaine y Chop Robichaux estuvieran hablando podría ser una coincidencia que no tuviera nada que ver con Santos. Probablemente era así. Pero al menos así limpiaría su conciencia.
Respiró profundamente y caminó hacia la mesa. Los dos hombres la miraron. Apretó las manos fuertemente.
– Hola, Santos.
– Hola.
Parecía estar sufriendo. Liz se dio cuenta de que se sentía culpable por haberle hecho daño. No lo había hecho a propósito. El dolor de sus ojos era verdadero.
– Si quieres que me vaya -dijo Santos en voz muy baja.
– No, es que… -respiró profundamente-. Tengo que hablar con vosotros -miró a Jackson-. Con los dos. ¿Puedo sentarme?
Los dos asintieron. Liz tomó asiento y, sin más preámbulos, les contó lo que sabía. Unos minutos después, Jackson se echó hacia atrás en la silla y silbó.
– Vaya, vaya.
Santos sacudió la cabeza, anonadado.
– Me convencí de que no podía estar implicada. A pesar de que el instinto me decía lo contrario, a pesar de que todo la apuntaba a ella una y otra vez, a pesar de que recordaba el veneno que había en su voz y en sus ojos la última vez que la vi. Pero pensé que era una tontería. Me dije que no era posible.
– Pero ¿Chop Robichaux? No se puede caer mucho más bajo que él, así que ¿cómo…?
– ¿Cómo se pondría en contacto con él? -Santos se echó hacia delante-. No se pueden abrir las páginas amarillas y buscar sacos de estiércol.
– Y Robichaux no lo arriesgaría todo por cualquiera.
– Lo haría por la cantidad de dinero adecuada. Lo conozco bien. Haría cualquier cosa por dinero.
– Pero ¿cuánto podría tener que pagar por hacer algo así? No me parece que le haya salido muy rentable. ¿Qué piensas tú? ¿Adónde nos lleva esto?
– Necesitamos pruebas, algo que demuestre la relación que hay entre ellos. Tenemos que averiguar qué había en ese sobre.
Liz se quedó mirándolos y escuchando. Tenía la impresión de que sobraba, como una niña a la que no hubieran invitado a jugar. Ya no formaba parte del equipo. Ya no la necesitaban ni contaban con ella.
Se esforzó por no llorar. Se aclaró la garganta y se puso en pie.
– Bueno, os dejo que habléis. Sólo quería…
Dejó de hablar, haciendo un esfuerzo para no ponerse en ridículo echándose a llorar.
Santos también se levantó.
– No sé cómo darte las gracias, Liz. No sé qué habría hecho si…
– Olvídalo -se volvió a pasar las manos por la falda-. De verdad.
– No quiero olvidarlo. Estoy en deuda contigo. No sabes el favor que me has hecho.
Liz se cruzó de brazos y negó con la cabeza.
– No, Santos. No te he hecho ningún favor. No lo he hecho porque te haya perdonado. No lo hecho porque te ame -se aclaró la garganta-. Lo he hecho porque era mi deber. Porque eres un buen policía, y porque no podría haber vivido conmigo misma si te lo hubiera ocultado.
Santos tomó su mano y la apretó con cariño.
– Sean cuales sean tus motivos, muchas gracias. Acabas de salvarme la vida.
Capítulo 63
– Bueno, señor Michaels -dijo Glory, cerrando la puerta de su despacho y dirigiéndose a los sofás-. ¿Qué opina?
El hombre sonrió, caminó hasta un sofá y tomó asiento.
– Tutéeme, por favor.
Glory se sentó delante de él.
– Sólo si tú haces lo mismo.
– De acuerdo -volvió a sonreír-. Es una propiedad preciosa. La tienes muy bien cuidada.
– Gracias -se puso las manos en el regazo-. Me encanta el Saint Charles. Ha pertenecido a mi familia durante mucho tiempo. De hecho, para mí es como un pariente.
Dudó, incómoda por lo que estaba haciendo. En parte tenía la impresión de que el mero hecho de hablar con un inversor como Jonathan Michaels constituía una traición hacia su padre, pero por otro lado sabía que los tiempos cambiaban, y que el Saint Charles y ella tenían que adaptarse a los cambios.
– Estoy segura -continuó, mirándolo de nuevo- que eso es una tontería para un hombre de negocios pragmático como tú.
– Desde luego que no -se apoyó las manos en las rodillas y se inclinó hacia ella-. Cuando mi agente se puso en contacto contigo no pensé que tuviéramos ninguna posibilidad. A fin de cuentas, ya lo habíamos intentado antes. ¿Cómo es que ahora te interesa vender?
– No me interesa vender -corrigió rápidamente-. Pero, como le he explicado a tu empleado, estoy considerando la posibilidad de aceptar un socio.
El hombre inclinó la cabeza con una sonrisa.
– Perdona. No he elegido el término más adecuado. Dijiste que tu participación sería del veinte por ciento, ¿no?
– Exactamente. Eso no es negociable. También me interesa bastante vuestro servicio de gestión. Tenéis muy buena reputación, aunque estoy segura de que ya lo sabes.
El hombre sonrió, indicando que así era.
– Puedo preguntarte por qué has decidido tener un socio en este momento?
– Por motivos ajenos a mi voluntad, el hotel es mucho menos rentable que antes.
– La situación.
– Sí, ése es el motivo principal. Otro motivo es la proliferación de hoteles nuevos en la ciudad -respiró profundamente-. Si no puedo conseguir que suba el número de huéspedes acabaré por ser incapaz de mantener el hotel.
– Podrías bajar el precio de las habitaciones.
– Ya lo he hecho. Lo he bajado mucho a lo largo de los años. Pero sigue sin venir mucha gente. Lo primero que se va a resentir es el servicio que ofrecemos, y no quiero que eso ocurra.
– Lo entiendo perfectamente. En mi opinión, sería una tragedia. Quedan muy pocos lugares como éste -observó su expresión, sin pasar por alto un solo detalle-. ¿Son ésos tus únicos motivos?