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Una cerilla se encendió. Sobresaltado, Santos se dio la vuelta. Scout, uno de sus amigos, se encontraba en una esquina.

– ¿Qué haces? Me has asustado.

Scout encendió un cigarrillo.

– Lo siento, hombre. Esta noche llegas tarde.

– Mi madre me retrasó.

– Ah. Bueno, me alegro de que seas tú. Por un momento, pensé que tendríamos problemas.

La mayor parte de los amigos de Santos vivía todo el día en la calle. Eran chicos que habían huido o bien de sus familias o bien de algún reformatorio. Sólo unos pocos, como él mismo, eran jóvenes del barrio. El grupo crecía diariamente, y había chicos de once a dieciséis años. Pero Santos se pasaba por allí desde el principio.

– ¿Dónde está todo el mundo?

– En el salón. Lenny y Tish robaron un montón de langostinos, y están comiendo.

– ¿Vienes?

– No, me quedaré aquí un rato.

Santos asintió de nuevo y caminó hacia la habitación que llamaban «el salón». El colegio era tan grande que habían elegido cuatro aulas distintas que utilizaban a modo de centro cultural. Se dedicaban a todo tipo de cosas, desde hacer teatro a pintar.

El salón se encontraba en el segundo piso. Como esperaba, encontró a todo el grupo reunido alrededor de la comida, riendo y charlando.

Razor, el mayor de todos, hizo un gesto para que se acercara. Llevaba mucho tiempo en la calle y eso lo había endurecido. A los dieciséis años, todos sabían que los dejaría más tarde o más temprano.

Santos se sentó en el suelo y empezó a charlar con sus amigos. De ese modo supo que habían descubierto a Ben y que lo habían devuelto al reformatorio, que un policía se había metido con Claire para asustarla, y que Tiger y Rick se habían marchado de Nueva Orleans con la intención de lograr todos sus sueños en California.

Unos minutos más tarde, Santos notó que había una chica nueva. No decía nada. Permanecía sentada en uno de los extremos del círculo sin intervenir en la conversación. Cuando Scout llegó, Víctor se interesó por ella.

– ¿Quién es?

– Se llama Tina. La trajo Claire. No ha abierto la boca desde que llegó.

– ¿Se ha escapado de casa?

– Supongo.

Resultaba evidente que estaba sola y muy asustada. Se mordía el labio como si quisiera evitar que temblara, y no levantaba la mirada del suelo. Santos pensó que debía haber escapado de algo realmente malo.

Sintió lástima por ella, como la sentía por muchos de sus amigos. A lo largo de los años había oído historias tan terribles que las palizas que le daba su padre parecían simples tonterías sin importancia. Santos tomó un langostino, y se lo comió. Cada vez que oía una historia nueva daba las gracias por tener a su madre, por vivir con ella.

Recordó la desagradable conversación que habían mantenido, cuando confesó que sabía que hacía de prostituta de vez en cuando para poder pagar sus estudios y sus médicos. Se arrepentía de haber sacado el tema. Tal vez no vivieran en una situación ideal, pero resultaba evidente que su madre lo amaba, y que habría sido capaz de hacer cualquier cosa por él. Las horribles experiencias de sus amigos habían servido, al menos, para que comprendiera y valorara en su justa medida la importancia de tener a alguien en quien poder confiar, alguien especial, alguien que mereciera la pena.

Cuando terminaron de comer, el grupo se dividió y algunos se marcharon del edificio. Tina permaneció en el sitio, sin moverse, como si estuviera congelada. Muerta de miedo, indudablemente.

Santos se levantó y caminó hacia ella.

– Hola -murmuró con una sonrisa-. Me llamo Santos.

– Hola.

Su voz era dulce y denotaba un evidente temor. Demasiado dulce para ser una chica de la calle. De todas formas pensó que en poco tiempo maduraría. Se sentó a su lado, a cierta distancia y dijo:

– Te llamas Tina, ¿verdad?

– Sí.

– Scout dijo que te trajo Claire. Lo primero que debes saber sobre nosotros es que Scout siempre lo sabe todo -sonrió-. Y lo segundo, que cuidamos los unos de los otros.

Su actitud silenciosa le hizo pensar que prefería estar sola, de manera que se levantó.

– Bueno, si necesitas algo dímelo y te ayudaré en lo que pueda.

La chica levantó la mirada, y Santos notó que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Era muy atractiva, de ojos azules y pelo castaño, más o menos de su edad, o tal vez algo mayor.

– Gracias -susurró.

– De nada -sonrió de nuevo-. Ya nos veremos.

– ¡Espera!

Santos se detuvo.

– Yo… No sé qué hacer. ¿Puedes ayudarme?

Santos imaginó que querría un lugar donde poder dormir a salvo, un hogar, y eso no podía proporcionárselo. Pero de todas formas se sentó a su lado otra vez.

– Lo intentaré. ¿Dónde quieres ir, Tina?

– A casa -respondió entre lágrimas-. Pero no puedo.

– ¿De dónde eres?

– De Algiers. Mi madre y yo…

En aquel momento la estridente sirena de un coche patrulla rompió el silencio de la noche.

– Oh, Dios mío! -exclamó Tina, aterrorizada. Se levantó de un salto y miró a su alrededor con desesperación, como un animal atrapado.

Santos la siguió.

– Eh, Tina, no pasa nada. Sólo…

Un segundo y un tercer coche de policía pasó a toda velocidad junto al colegio, en un estruendo de luz y de sonido casi insoportable.

– ¡No! -gritó la joven, tapándose los oídos-. ¡No!

– No te preocupes, Tina, no pasa nada.

Santos puso una mano sobre uno de sus hombros. Estaba aterrorizada. Se apartó de él y corrió hacia la puerta, pero consiguió detenerla antes de que huyera. Acto seguido la abrazó con fuerza.

Estaba histérica. Tina empezó a golpearlo una y otra vez.

– ¡Suéltame! ¡Tienes que soltarme!

– Te harás daño -dijo, intentando evitar sus golpes-. Maldita sea, Tina, las escaleras están en muy mal estado.

– ¡Vienen por mí! ¡El los ha enviado!

– ¿De quién hablas? -preguntó-. Tina, nadie viene por ti. Nadie te hará daño. Escucha, ¿es que no lo oyes? Ya se han ido.

La joven se derrumbó contra él, sollozando y temblando.

– Tú no lo comprendes. No lo comprendes -se aferró a su camiseta-. El los ha enviado. Dijo que lo haría.

Al cabo de un rato se tranquilizó. Santos la llevó a una esquina, hacia un colchón que estaba colocado contra una pared. La chica se sentó, desesperada, y él se acomodó a su lado.

– ¿Quieres hablar sobre ello?

A pesar de que había permanecido en silencio un buen rato, tuvo la impresión de que estaba decidida a confiar en él.

– Pensé… pensé que venían a buscarme -confesó-. Pensé que los había enviado él.

– ¿Te refieres a la policía? ¿Pensabas que venían por ti?

– Sí.

– ¿Por qué? -preguntó en un murmullo-. ¿Quién creías que los había enviado?

– Mi padrastro. Es policía. Me dijo que si alguna vez intentaba huir de él, me encontraría y me…

Santos sólo pudo imaginar lo que aquel hombre había prometido hacer con ella. Fuera lo que fuese, resultaba evidente que nada bueno.

– Te comprendo. Vivo con mi madre. Es encantadora, pero mi padre era un canalla que me pegaba. Ahora está muerto. Imagino que el tuyo debe ser de semejante calaña.

– Lo odio -declaró entre lágrimas-. Me hacía daño. Me tocaba…

– De modo que decidiste escapar.

– No tenía otra opción. Huir o suicidarme. Pero no tuve valor para quitarme la vida.

Santos supo por su mirada que estaba hablando en serio.

– ¿Has hablado con alguien sobre lo sucedido?

– Con mi madre. Y no me creyó. Dijo que era una canalla y una mentirosa.

Santos no se sorprendió lo más mínimo. Había oído historias muy similares con anterioridad.

– ¿No se lo has contado a nadie más?

– Es policía, por si no lo recuerdas, y con un puesto importante. ¿Quién me creería? Ni siquiera lo ha hecho mi madre.

– Lo siento -dijo, apretando su mano.

– Yo también. Siento no haber sido capaz de tomarme esas píldoras. Las tuve en mi mano, pero no pude hacerlo.

– No digas eso. Me alegra que no lo hicieras -sonrió, de forma forzada-, Todo saldrá bien, Tina.

– Sí, claro. No tengo dinero, ni un sitio a donde ir -empezó a llorar de nuevo-. Tengo tanto miedo… No sé qué hacer. ¿Qué voy a hacer?

Víctor no lo sabía, de manera que la animó de la única forma que conocía. La abrazó y dejó que llorara sobre su hombro hasta que todos los demás se marcharon. Mientras lo hacía, no dejaba de pensar que su madre debía estar a punto de regresar a casa, y que si no lo encontraba allí le daría un buen disgusto.

– Tina, tengo que irme. Yo…

– ¡No me dejes! Tengo tanto miedo… Quédate un poco más, por favor, Santos. No te vayas todavía.

Santos suspiró. No podía dejarla allí. No tenía a nadie, ni podía dormir en ninguna parte. Su madre tendría que comprenderlo. Y estaba segura de que lo haría, pero después de enfadarse mucho con él.

Estuvieron hablando un buen rato. Santos habló sobre su padre, y mientras lo hacía pensó en lo terrible que debía ser perder a un ser amado. Había sentido tal alivio con la muerte de su padre que no había considerado la tragedia que habría supuesto la pérdida de su madre.

Compartieron sus sueños y hablaron sobre el futuro. Al final, ya exhaustos, se separó de ella y la miró.

– Tengo que marcharme, Tina. Mi madre me matará.

– Lo sé.

– Le hablaré sobre ti -declaró, mientras tomaba sus manos-. Le pediré permiso para que te quedes con nosotros una temporada. Te lo prometo. No te muevas de aquí. Vendré a buscarte mañana.

Santos se inclinó y la besó, para sorpresa de la joven. Antes de marcharse, observó de nuevo sus ojos azules y volvió a besarla de nuevo. Tina pasó los brazos alrededor de su cuello y dijo:

– Quédate conmigo, por favor, no me dejes.

Por un momento, consideró la posibilidad de quedarse allí, pero no quería que su madre se preocupara terriblemente al ver que no llegaba a casa.