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– Madre -dijo con suavidad antes de abrir del todo, intentando no sobresaltarla-. Soy Glory. Santos viene conmigo. Va a ayudarnos. Todo se arreglará.

Entreabrió la puerta y miró en el interior, pero no vio a su madre. Atemorizada, abrió de par en par y miró a su alrededor.

– ¿Dónde estás, mamá?

Entonces la vio. Estaba de pie en la barandilla de la terraza, tambaleándose, con el rosario entre las manos. El viento agitaba su bata, levantándola. Parecía a punto de ponerse a volar.

– ¡Madre! -Glory entró en la habitación, tendiéndole la mano-. No te muevas.

Hope la miró a los ojos. Su expresión era nítida, y extrañamente tranquila.

– La bestia ha llegado.

– Por favor, señora Saint Germaine, no se mueva.

– Santos entró lentamente en la habitación, hablando en voz muy baja-. Todo se arreglará. Sujétese y…

El rosario resbaló de los dedos de Hope y cayó el suelo. Glory contuvo la respiración, pero su madre sonrió.

– Recuerda, hija, que la oscuridad se manifiesta de muchas formas.

Entonces voló.

Capítulo 68

Santos miró el reloj. Tenía la impresión de que lo había consultado más de cien veces en menos de una hora. El día había sido muy tranquilo en el departamento de homicidios, aunque todos los días parecían tranquilos después del frenesí informativo que siguió al suicidio de Hope Saint Germaine, la detención de Chop Robichaux y la historia que había desencadenado los dos acontecimientos. Después llegó la detención del asesino de Blancanieves.

El vendedor de biblias de Tina había vuelto por fin a Nueva Orleans. Para entonces, Santos y Jackson ya tenían varios testigos que lo relacionaban con dos de las víctimas, en uno de los casos el mismo día de su muerte. Por supuesto, él negaba ser el asesino que buscaban. Incluso afirmaba que nunca había matado a nadie.

Pero si Santos había aprendido algo después de diez años de trabajo policial, era que pocas veces los delincuentes confesaban su culpabilidad de buen grado. Sin duda, aquél era el hombre que buscaban. El asesino de Blancanieves y el que había matado a su madre. Estaba seguro de ello.

Volvió a mirar el reloj y murmuró una maldición. No sabía por qué estaba tan impaciente por salir de allí. No tenía ningún sitio a donde ir, y nadie lo esperaba.

Y menos Glory.

La había visto por última vez en el entierro de su madre, y en aquella ocasión apenas habían hablado. Ella estaba embargada por el dolor. Santos había intentado acercarse para consolarla, pero le había resultado imposible. Había un muro entre ellos. Fuerte e indestructible. Era como si las revelaciones y el suicidio de su madre hubieran relegado a Glory a un paraje lejano, inalcanzable.

La echaba de menos. Quería escalar el muro e ir a su lado, pero no sabía cómo hacerlo.

Pero incluso en el caso de que lo supiera, una relación entre ellos no duraría. Había demasiadas cosas que los separaban, demasiado pasado, demasiado dolor. Procedían de mundos distintos. Glory no podría ser feliz con un policía durante mucho tiempo. Era mejor así.

Sonó su teléfono. Se apresuró a responder como si su vida dependiera de ello.

– Detective Santos.

– Ayúdame -susurró una voz de mujer al otro lado-. Ayúdame, por favor.

– ¿Quién es?

– Por favor, Santos, tienes que ayudarme. No tengo nadie más a quien recurrir.

– ¿Eres tú, Tina?

– Me está siguiendo. Sé que es él -sollozó-. Va a matarme.

Un escalofrío recorrió la columna de Santos.

– Lo tenemos. Es Buster Flowers, el que te dio la cruz.

– No es él. Por favor, Santos, no quiero morir.

Su gemido lo estremeció. Tina estaba aterrorizada.

– Dónde estás?

– ¿En un teléfono público, en la esquina de Toulouse y Burgundy. Entre la droguería y la iglesia.

– De acuerdo -miró el reloj, calculando el tiempo que tardaría en llegar a aquella hora-. Quédate dónde estás, ¿me oyes? Voy para allá. No tardaré más de diez minutos.

– Date prisa, Santos, por favor.

Santos colgó el teléfono y se puso en pie de un salto, descolgando la chaqueta en el mismo movimiento.

Patterson, el detective que se sentaba frente a él, lo miró extrañado.

– ¿Qué pasa?

– Era la prostituta que me puso sobre la pista del asesino. Dice que no es el que tenemos encerrado, y que la persigue -se puso la chaqueta-. Si llega Jackson antes que yo, infórmalo. Ha llamado desde la cabina que hay entre Toulouse y Burgundy.

Patterson apretó los labios disgustado.

– Esa mujer está loca. Ya tenemos al asesino. Olvídala.

Hubo algo en la afirmación de Patterson y en su arrogancia que alertó a Santos. Era posible que hubieran encarcelado a un hombre inocente. Creía que Flowers era culpable, pero podía estar equivocado. Todas las pruebas que tenían contra él eran circunstanciales. Todo apuntaba a él, pero nada demostraba su culpabilidad.

Era posible que Buster Flowers no fuera el asesino de Blancanieves.

Aquello significaría que el culpable seguía libre. Tina podía estar en peligro.

– ¿Me has oído? -insistió Patterson-. Esa mujer está loca. No pierdas el tiempo.

– Sí, ya te he oído, pero ¿y si no está loca? ¿Y si el asesino está detrás de ella? Puede que tú quieras arriesgarte, pero yo no.

Tardó los diez minutos prometidos en llegar de la comisaría al barrio francés. Encontró el teléfono público, la droguería y la iglesia. Detuvo el coche y salió rápidamente.

No había ni rastro de Tina.

Miró a su alrededor para asegurarse de que estaba en la esquina adecuada. En efecto, allí convergían las calles Toulouse y Burgundy. Había una droguería, aunque el edificio de al lado no era una iglesia, sino un convento. No había pérdida.

Pero Tina no estaba a la vista. Miró a su alrededor, buscando algún sitio donde pudiera haberse escondido. Reparó en la puerta de la droguería. El cartel de cerrado se balanceaba, como si acabaran de darle la vuelta.

Miró el reloj. Eran las cinco y veinte. Demasiado temprano para que cerrara una tienda. Miró el cartel, recordando algo que había dicho Tina, y el pelo de su nuca se erizó.

«Son condones, agente. Látex cien por ciento. El mejor amigo de la puta, ¿sabes? Los compramos al por mayor en la droguería de la esquina».

La droguería de la esquina.

Cruzó la calle. Se acercó a la puerta y escudriñó el interior. Había un hombre frente a la caja registradora, contando el dinero. No veía a nadie más.

Santos llamó al cristal, pero el joven negó con la cabeza, indicando que la tienda estaba cerrada. En respuesta, Santos se sacó del bolsillo la placa de policía y se la mostró.

El dependiente palideció, cerró la caja y se acercó. Examinó la placa a través del cristal durante largo rato, antes de abrir la puerta.

– ¿Qué puedo hacer por usted, agente?

– Ha habido varios robos en esta zona -dijo Santos-. ¿Le importa que eche un vistazo por aquí?

– ¿Robos? -repitió el dependiente-. ¿En esta zona?

– Exactamente.

– De acuerdo -dijo el joven extrañado, apartándose para cederle el paso.

El interior de la tienda era frío y estaba poco iluminado. Se trataba del típico establecimiento que podría encontrar en muchas esquinas de Nueva Orleans, sucio y lleno de cosas, con una gran variedad de objetos en venta, desde artículos de limpieza hasta aperitivos, bebidas y periódicos, todo en la planta baja de un edificio que debía datar de la década de los treinta.

La mirada de Santos aterrizó en una cesta de manzanas que había en el mostrador. Su pulso se aceleró. Se volvió hacia el dependiente, que llevaba un broche en el que ponía su nombre: John. Debía tener algo más de veinte años. De estatura y peso medios, tenía un rostro anodino, que no definía nada. Sus ojos y su pelo eran claros, y sus cejas tan pálidas que parecían inexistentes.

Estaba nervioso. Muy nervioso.

– ¿Es tuya esta tienda, John?

El chico negó con la cabeza.

– De mi tío.

– Un negocio familiar -murmuró Santos-. Muy bien. ¿Dónde está tu tío esta tarde?

– Rezando.

– ¿En serio? -empezó a recorrer la tienda lentamente-. ¿Va a menudo?

– Casi todos los días. Es muy creyente -se pasó las manos por los vaqueros, como si intentara secárselas-. ¿Busca algo en particular, agente?

– Detective Santos -respondió, haciendo caso omiso a su pregunta-. Es muy temprano para cerrar, ¿no? Tengo la impresión de que podrías hacer mucho negocio si dejaras la tienda abierta. Este barrio se llena de gente cuando anochece.

El muchacho se encogió de hombros.

– No vale la pena. La gente tiene tiempo para comprar durante todo el día.

– ¿Qué hay de las chicas de la calle? Deben venir muchas por la noche.

Lo miró fijamente a los ojos. El chico mantuvo su mirada durante un momento y después se apartó.

– No vienen. A mi tío no le gustan las prostitutas. No quiere que entren en su tienda.

Mentía. El ambiente era bastante fresco dentro de la tienda, pero John estaba sudando.

– En realidad estoy buscando a una prostituta llamada Tina. ¿La conoces?

– No, ya le he dicho que las prostitutas no vienen aquí.

– Pero es posible que hayas visto a la mujer que busco. Estaba llamando por teléfono en esa cabina -la señaló-, hace un rato.

El joven volvió a encogerse de hombros.

– Mucha gente usa esa cabina. ¿Cómo es?

Santos describió a Tina, observando detenidamente a John, que lo miraba impasible.

– Ahora que lo pienso -dijo al fin-, he visto a una mujer que encaja con la descripción. Terminó de llamar por teléfono y se marchó.

– ¿Sí?

– Sí. Iba de camino a Saint Peter.

Había algo raro en su voz, entre atemorizado y ligeramente divertido. Santos señaló una puerta que había en la parte trasera de la tienda.

– ¿Qué es eso?

– El almacén.