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Santos estaba sentado en el sofá de su salón. Había acertado en todo. Se trataba de alguien conocido por las prostitutas de la zona, de alguien en quien confiaban, de alguien que quería «salvarlas».

Pero había fallado en una cosa. John Thomas Bourgeois tenía veintidós años. Por tanto, sólo tenía cinco cuando mataron a su madre.

Respiró profundamente. Había fracasado. No había descubierto al asesino de Lucía. No había vengado su asesinato.

Y nunca lo haría.

Se levantó, se detuvo en la ventana y miró hacia la tranquila calle. Acababa de amanecer y todo el mundo dormía, pero él no podía hacerlo. Acarició el cristal, caliente por la luz del sol. Recordó el momento en que encontró a Tina, una semana atrás, cuando se abrazó a él sollozando, agradecida.

No había conseguido salvar a su madre de aquel cruel asesino, pero al menos había logrado salvar a Tina. Y al detener a John Francis Bourgeois había salvado la vida de muchas otras mujeres.

Tenía muchas razones para sentirse bien.

Como en un final digno de un cuento de hadas, Tina había prometido abandonar la dura vida de la calle. Iba a marcharse a algún sitio donde no la conocieran para intentar empezar de nuevo. Santos le había prestado dinero, y Tina le había asegurado que se lo devolvería. De todas formas no le importaba si lo hacía o no. Sería el dinero mejor gastado de toda su vida. Muchos años más tarde había conseguido cumplir la promesa que había hecho a aquella chiquilla en el colegio abandonado.

Se apartó de la ventana y pensó en su madre, en su vida y en su muerte, en el amor que siempre le había profesado. Había llegado el momento de dejar en paz el pasado, tal y como Tina había dicho. Debía superar su dolor, su sentimiento de culpa. Debía sobreponerse a la asfixia que sufría para encarar la existencia y enfrentarse a ella sin demasiado equipaje.

Había llegado el momento de marcharse.

Santos sonrió. Y acto seguido estalló en una carcajada. Por primera vez en mucho tiempo se sentía bien. También él le estaba agradecido a la vida; por estar allí, por haber conocido el amor. Por Glory.

Siempre había tenido razón al decir que no había creído en ella. En realidad deseaba que le demostrara que sus sentimientos eran sinceros porque no creía en sí mismo, porque no creía merecer su cariño. Incluso después de la muerte de su padre fue a ella no tanto para reclamar su amor como para exigirle una prueba de éste.

Una vez más, rió. Hope había odiado a Lily tanto como Lily se odiaba a sí misma, algo que Santos no comprendía.

Lily era una buena mujer, encantadora, maravillosa y digna de ser amada.

Sin embargo, él había hecho lo mismo. Se había negado a admitir que era digno de ser amado, digno del amor de Glory.

Ahora lo sabía.

El pasado ya no existía, y por primera vez se sentía libre.

Amaba a Glory. Merecía su amor y podía hacerla feliz. De hecho, la haría feliz.

Sólo tenía que ir a buscarla. Y esta vez, no exigiría ninguna prueba.

Capítulo 71

En las semanas transcurridas desde el suicidio de Hope y el posterior escándalo, Glory había encajado todas las piezas de la vida oculta de su madre. Resultó algo terriblemente doloroso, pero a pesar de todo quería conocer la verdad e intentar comprenderla. Sabía que sólo podría seguir viviendo si pasaba para siempre aquella página.

Glory había visitado a un psicólogo para que la ayudara a comprender el comportamiento de su madre. Hope había sido una enferma, una esquizofrénica. El especialista comentó que de estar viva no habrían tenido que enviarla a una cárcel, sino internarla en una institución adecuada.

Glory deseaba en el fondo de su corazón que hubieran podido ayudarla, pero sabía de sobra que Hope no habría resistido el escándalo. De todas formas, había decidido por su cuenta.

Sus propios sentimientos resultaban mucho más difíciles de asumir. Se sentía furiosa, traicionada, sola, confusa, impotente, como si la hubieran cortado en pedazos. En el corto espacio de veinticuatro horas su vida había cambiado por completo. Su madre, y la vida que había llevado, habían sido una terrible e inmensa mentira.

Ni siquiera sabía quién era ella misma.

De manera que había regresado a la casa de River Road para encontrarse con sus raíces y recomponer de algún modo su existencia.

Después de varias semanas creía haberlo logrado.

Glory dejó la pequeña pala sobre la tierra húmeda y oscura. El sol de junio calentaba su espalda, y su cuerpo estaba empapado de sudor. Le encantaba todo aquello. Le gustaba el calor, la humedad, incluso el sudor.

En poco tiempo tendría que regresar a la ciudad, al despacho con aire acondicionado del hotel. Sonrió e introdujo la planta en el agujero que había hecho, antes de cubrirlo. Había hablado varias veces con Jonathan Michaels desde su primer encuentro, y los abogados se estaban encargando de solucionar los detalles del acuerdo.

Había tomado la decisión más acertada. Además, necesitaba bastante dinero para restaurar la mansión de las Pierron. Tenía que rehabilitar el lugar para hacer tres suites lujosas para invitados y una más que utilizaría como lugar de residencia. Por otra parte, no tendría más remedio que contratar a un ama de llaves, un encargado, varios guías turísticos y otras tantas personas para la limpieza.

Sabía que no ganaría dinero con ello, pero no le importaba. Lo hacía por amor. La mansión de las Pierron formaba parte de la historia de Luisiana, y de su propia historia. Y no quería que se olvidara como tantas otras.

Sonrió, se limpió las manos y admiró su trabajo. Había pasado toda una semana arreglando el jardín. Y ahora estaba decorado con un triple macizo de preciosas begonias rojas.

Le había parecido un color muy adecuado para homenajear a las tres mujeres que habían vivido y trabajado en aquella casa. Mujeres de vidas fascinantes, que habían vivido grandes sueños y terribles decepciones.

Glory las comprendía. Todas habían sido buenas personas, muy lejos en todos los aspectos de las figuras diabólicas de la mente de su madre. Habían estado perdidas y atrapadas en un mundo que no les había dejado otra opción, en un mundo que las utilizaba para arrojarlas después a una vida sin amor ni respeto.

Se levantó una ligera brisa, procedente del Misisipi. Glory levantó la cabeza para oler la fragancia. Al comprender a sus antepasadas había llegado a comprenderse a sí misma. Ella también había estado atrapada. Por la falta de amor de su madre, por su incapacidad para aceptarse, por la necesidad de cambiar y de amoldarse a la persona que su madre deseaba que fuera.

Movió la cabeza en gesto negativo al recordar. Hope siempre la había mirado como si tuviera algo malo, como si estuviera dominada por algún tipo de horrendo demonio.

Pero el único mal se encontraba en la mente de su madre.

Glory rió. Por fin era libre. Libre para amarse, libre para siempre. No volvería a intentar ser lo que no era. No volvería a dejar de creer en sí misma. No volvería a preguntarse quién era Glory Saint Germaine.

Ahora lo sabía.

En aquel instante oyó que se aproximaba un coche por el vado. Se dio la vuelta y usó una mano a modo de visera para defenderse del sol.

Era Santos.

Su corazón empezó a latir más deprisa, pero no se movió. Prefirió dejar que la encontrara. Lo había echado mucho de menos. Había deseado verlo con todo su corazón, pero tenía que enfrentarse a sus propios fantasmas.

Había descubierto que no aceptaría ninguna relación con Santos sin contar con su compromiso profundo. Pero mientras lo observaba tuvo que admitir que una oferta por su parte resultaría muy tentadora.

Santos se detuvo ante ella y la miró sin sonreír.

– Hola, Glory.

– Hola, Santos. Me preguntaba cuándo vendrías, si venías.

– Y yo me preguntaba si desearías que lo hiciera.

– Lo deseaba, y lo deseo. Me alegra que estés aquí.

Glory puso una mano sobre su pecho. Podía sentir los fuertes y seguros latidos de su corazón.

– ¿Te encuentras bien? He estado preocupado por ti -declaró, tomando su mano.

Glory sonrió.

– Estoy bien. Muy bien.

– Te he echado de menos.

Glory sintió una profunda alegría.

– Y yo también a ti.

Santos se inclinó para besarla, pero apenas rozó sus labios.

– Te he traído algo.

– ¿De verdad? -preguntó, encantada.

Santos sacó una cajita blanca del bolsillo de la chaqueta. Al menos había sido blanca en algún momento. Ahora estaba desgastada y arañada, como si hubiera pasado toda una vida en el puño de alguna persona.

Tomó la mano de Glory, la abrió y la depositó sobre su palma.

– Es para ti.

Glory la miró con un nudo en la garganta. Había algo en los ojos de Santos que no había contemplado con anterioridad, algo profundo, cálido y fuerte. Mientras abría la cajita, casi de forma solemne, sus manos empezaron a temblar. En el interior descubrió unos pendientes envueltos en un pañuelo. Levantó uno y lo miró contra el sol. Estaba hecho de cristal coloreado y brillaba bajo la luz con toda la gama del arco iris.

– Eran de mi madre -dijo con suavidad-. Es lo único que tengo de ella. Le gustaban mucho.

Santos los tomó y se los puso. Glory empezó a llorar.

– A mí también -declaró, mirándolo-. Los guardaré siempre.

Glory lo tomó de la mano y lo llevó a la casa, al piso superior. Una vez allí hicieron el amor en una cama iluminada por la luz del sol. Y esta vez fue amor verdadero, por primera vez desde su adolescencia. Fue como regresar a un tiempo en que eran demasiado jóvenes para saber que tenían el paraíso en sus manos.

Ahora ya no eran tan jóvenes. Y lo sabían.

***