Charlie puso el motor en marcha y salió del aparcamiento sin encender el aire acondicionado. En silencio cogieron la salida que llevaba a la autopista 17, la ancha vía de tres carriles en los dos sentidos de la circulación, que salía rumbo directo al norte, hacia Flagstaff. El viejo conducía sin prisa, víctima y artífice de la leve incomodidad que se experimentaba dentro del vehículo.
Aparte del motivo que lo había llevado a la ciudad, a Jim le parecía que ya no tenían mucho que decirse. O, quizá, habrían podido decirse muchas cosas con solo haber sido capaces de encontrar un lenguaje que los uniera aún más que la lengua navajo… Sabía que Charlie no respaldaba sus elecciones, y consideraba inútil hablarle de su vida en la ciudad, a miles de kilómetros de allí. Era un mundo tan diferente que la distancia entre la Tierra y la Luna no podría expresarlo en su justa medida.
Charlie amaba la tierra y Jim amaba el cielo. Charlie amaba la extensión ilimitada que se abría a sus ojos mientras recorría el desierto, y Jim amaba las cañadas que se abrían entre los rascacielos.
Charlie había elegido quedarse y Jim había elegido marcharse.
Sacó las gafas del bolsillo y se las puso. Detrás de aquella pantalla ambarina, decidió ser él quien rompiera el silencio.
– ¿Cómo ha ocurrido?
– Tal como sueñan todos los seres humanos. Mientras dormía llegó alguien y se lo llevó. Decide tú quién.
– ¿Ha sufrido?
– Los médicos han dicho que no.
Jim volvió a caer unos instantes en el mismo silencio sin remedio que se había apoderado del coche hasta poco antes. Sentía algo extraño en los ojos y en la garganta. Tenía un nombre preciso, pero él, por el momento, prefería no darle ninguno.
Se recobró, aunque su voz ya no era la misma.
– ¿Ha recibido los honores que merecía?
– Por supuesto. El presidente vino de Da Window Rock y después, uno por uno, vinieron todos los del Consejo. La prensa le ha dedicado mucho espacio. Han hablado bien de él y de todas las cosas que hizo en la vida. Lo han tratado como a un héroe.
– Lo era.
– Sí. Ha dejado un buen recuerdo.
Mientras hablaban, el paisaje, de nuevo familiar a medida que pasaban los kilómetros, se proyectaba en la ventanilla del lado de Jim, de la misma manera como antes había desfilado bajo el helicóptero que lo transportaba. Al volver a ver los lugares de su adolescencia, poco a poco se encontró ante el tiempo transcurrido, una superficie encrespada de la que afloraban fragmentos de memoria, sensaciones, gestos, caras, palabras.
Algunos para recordar siempre; otros para olvidar del mismo modo absoluto.
La voz de Charlie lo devolvió donde estaba y al lugar por donde iban.
– También ha regresado Alan.
Jim no logró reaccionar enseguida, como habría querido. Y sin duda esa pausa infinitesimal no pasó inadvertida al viejo.
– No lo sabía.
Jim deseó que aquel hombre sabio sentado al volante no percibiera la vibración de la mentira en su voz. Si la advirtió, el viejo no dio muestras de ello.
– Le han dado la Navy Cross al valor militar.
– De eso me he enterado.
Recordó que se le encogió el corazón y notó un dolor por dentro cuando leyó en los periódicos el precio que le había costado. No lo dijo porque no tenía nada para ofrecer a cambio del sentido del honor de Charlie Owl Begay, miembro de la antigua nación de los navajos.
Entretanto, durante el magro diálogo con intervalos de un silencio peor que las palabras, la autopista había dado paso a la 89A. Siguieron la huella hundida de las afueras y poco después entraron en la ciudad. Jim miraba sin emoción alguna el paisaje urbano que reemplazaba el del campo, como si jamás hubiera vivido en aquel sitio.
Cosas viejas, cosas nuevas.
Un local, un bar, una tienda de objetos indígenas hechos en Taiwán, un centro comercial coronado por un tan enorme como inevitable letrero luminoso. Flagstaff renovaba el maquillaje, pero Jim sabía que en el fondo seguía siendo siempre igual. Lo leía en la cara de la gente, lo advertía al cruzarse con los otros coches, la mayoría de los cuales eran camionetas o SUV con ruedas de dimensiones exageradas.
Ahora no lograría vivir de nuevo allí.
Dejaron a la izquierda Humphrey Street, donde se hallaba su vieja escuela, y pasaron uno tras otro los semáforos del frente de la estación, donde sin duda un tren estaba a punto de pasar o acababa de hacerlo. Un poco más allá del edificio que ostentaba el anuncio de la histórica ruta 66, del otro lado de la calle, la tienda de instrumentos musicales estaba totalmente restaurada.
En su memoria representaba el lugar de encuentro de todos los músicos de la zona. A juzgar por su próspero aspecto, con toda probabilidad seguía siéndolo aún. En otro tiempo compró allí una guitarra… gastó todos sus ahorros para regalar a una muchacha a la que amaba la Martin con la que ella soñaba.
Había pasado tanto tiempo…
Quizá esa mujer tocaba todavía, pero él nunca más había vuelto a oír una sola nota de aquella guitarra.
Ni a sentir el deseo de regalar cualquier cosa a nadie.
Prosiguieron sin palabras, como si la vista de esos lugares compartidos por ambos, en vez de unirlos, ahondara aún más el surco que los separaba.
Ahora, a lo largo de la calle, se sucedían las diversas actividades comerciales que simbolizaban de algún modo la parte oriental de la ciudad. El Voyager pasó el cruce con Country Club Road, que llevaba al exclusivo campo de golf donde, cuando era poco más que un adolescente, Jim había trabajado de caddie. Allí, algunas señoras llegadas de fuera le enseñaron cuánto atractivo podía encerrar, a sus ojos normales, un guapo chaval medio indígena con un ojo negro y otro verde.
Cuando Charlie llegó cerca de un bajo edificio blanco aminoró la marcha, puso el intermitente, pasó al centro de la carretera para doblar a la izquierda y estacionó en el aparcamiento en el cual se leía: GRANT FUNERAL SERVICE.
Se apearon del coche. Casi enseguida un hombre vestido de oscuro salió por una puerta de vidrio que dejaba ver unas anónimas cortinas de color claro.
– Buenos días, señor Begay.
Saludó a Charlie con un gesto de la cabeza y tendió la mano a Jim. Al estrechársela, la encontró caliente y seca.
– Bienvenido, señor Mackenzie. Soy Tim Grant, el dueño. Le doy mis más sinceras condolencias. Es una gran pérdida, y no solo para el pueblo navajo.
Jim agradeció sus palabras con una leve inclinación de la cabeza. Pese al trabajo que hacía, Grant era un hombre derecho, de mirada firme, que desprendía una sensación de vitalidad muy fuerte, atenuada por su vestimenta profesional. Quizá, dadas las circunstancias, ninguno de los que trataban con él era capaz de darse cuenta. Además, era muy posible que el señor Grant se esforzara para adecuarse al estado de ánimo de sus clientes.
– Si desean ustedes seguirme…
Los precedió hacia la parte interior, un amplio atrio de muros blancos con varias puertas al frente y los costados, y unos pocos muebles de madera oscura, muy sobrios, contra las paredes.
– Por aquí, por favor.
Los guió hasta el otro lado de una puerta que se abría a la izquierda. Se encontraron en una estancia sumida en la penumbra, sin ningún símbolo religioso. En el centro, sobre una mesa estrecha y larga cubierta por un mantel blanco de lino, había un gran recipiente de bronce con la tapa ornamentada.
– Hemos seguido al pie de la letra las instrucciones del señor Begay, que nos ha transmitido la voluntad expresada por el difunto en su momento. Después del velatorio y la visita a la capilla ardiente, el cuerpo ha sido incinerado.
El señor Grant se acercó a la mesa y cogió la urna como si, en lugar de metal, fuera de un material extremadamente frágil.