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– ¿De verdad todavía no lo comprendes, Tres Hombres?

Y también había dolor en su voz, por lo que dijo a continuación.

– En el centro de todo estás tú.

– ¿Yo?

– Chaha'oh no puede vivir sin la tierra, pero del mismo modo extrae fuerza del hombre que lo ha creado. Eldero ya no vive, pero tú llevas dentro su espíritu y su sangre.

Jim trató de rechazar esas palabras con una negación desesperada.

– No es posible.

– Sí que lo es. Has visto cuatro demostraciones de que es posible. Una por cada persona que ha matado Chaha'oh. Y seguirá haciéndolo, hasta que tú pongas fin a la tarea que se le encomendó.

Parecía que a Charlie le costaba más hablar que a Jim escuchar.

– Todo comenzó cuando llegaste. Caleb fue asesinado esa misma tarde. Estabas cerca de la cárcel cuando Chaha'oh mató a Jed Cross. Y de nuevo estabas con la muchacha en The Oak, cuando la mató. Eres tú quien le da fuerza, porque, aunque nadie lo sepa, posees un espíritu tan profundo como la tierra.

Jim recordaba la opresión que sintió en los momentos a los que se refería Charlie. La sensación sofocante de que su mente atravesaba una nube oscura tan grande que negaba el sol. Recordó que Silent Joe, cuando encontró el cuerpo de Caleb, emitió de repente su lamento desesperado. Entonces no se explicaba la razón. La Sombra todavía se hallaba presente y de nuevo al acecho.

Charlie, por si aún la necesitaba, le dio la última prueba.

– No sé si te has dado cuenta de lo que sucedió en el parque, esta noche. Cuando tenías en los brazos a tu hijo y temías por su vida, gritaste a Chaha'oh que se detuviera, y lo hizo.

Jim intentó una última, desesperada rebelión.

– Puedo volver a hacerlo.

– No.

El monosílabo resonó en el interior de la habitación como un veredicto de muerte. Charlie volvió a sentarse frente a él. Ahora aparentaba su edad. Lo que lo envejecía eran las cosas que se veía obligado a decir.

– Chaha'oh tiene el poder de aprender. Por eso logró atrapar a Curtis Lee de esa manera tan ingeniosa, aunque tú estuvieras lejos. Crece, y poco a poco conseguirá avanzar sin guía. Pronto ya no te necesitará. Y seguirá matando.

Jim se levanto de golpe.

– Es absurdo.

– ¿Todavía lo encuentras absurdo? Y sin embargo estás dispuesto a creer en lo que te propone la ciencia, que es prácticamente lo mismo: la creación de una inteligencia artificial capaz de evolucionar y aprender de sus propios errores.

– Tú mismo lo has dicho. Eso es ciencia. Aquí estamos hablando de magia.

– ¿Y no será también magia cuando de una máquina nazca otra máquina capaz de comprender que está viva?

El viejo esbozó un gesto vago.

– También para esto hay una explicación, en alguna parte.

Solo que el ser humano no ha sido lo bastante fuerte e inteligente para lograr encontrarla. No ha sido lo bastante humilde.

Jim se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Un nuevo amanecer indiferente comenzaba a colorear el cielo. La luz llegaría a encender el azul, pero el mundo que conocía, con todas sus ilusiones y sus presuntuosas certezas, después de esa noche había desaparecido para siempre.

Pensó en Seymour y en April, que jamás estarían a salvo. Pensó en Alan, que seguiría corriendo el riesgo de pagar con su vida culpas que no eran suyas. Pensó en sí mismo y en el peso que debería cargar a la espalda hasta el fin de sus días.

Sin volverse, dirigió a Charlie su última pregunta desesperada.

– ¿Cómo puedo detenerlo?

La voz llegó como un soplo desde algún lugar situado a mil kilómetros.

– Sólo la persona que inició el rito puede ponerle fin.

En ese momento, absurdo como solo sabe ser el azar, comenzó a sonar el móvil. Apenas un rato antes, a Jim le habría parecido un hecho normal. Ahora le resultaba un ridículo intermedio infantil entre palabras de muerte.

Jim se acercó al mueble sobre el que había dejado el aparato.

– Diga.

– ¿Jim? Soy Cohen Wells.

– Hola, Cohen.

La voz del banquero subió enseguida un tono.

– ¿Hola? Una mierda. ¿Qué es esa gilipollada que acaba de decirme Alan? ¿Quieres explicarme por qué él y yo correríamos peligro de muerte?

Jim calló un instante para reflexionar. Estaba claro que Alan se había comunicado al fin de algún modo con el padre. Pero resultaba igual de claro que no le había dicho nada de la grabación. Al no contárselo él, había dejado la decisión en sus manos.

– ¿Y bien?

La voz de Cohen Wells lo apremiaba. De la cordialidad de sus encuentros anteriores no quedaba ni rastro. Jim recordó sus palabras sin piedad grabadas en un pequeño aparato. Del otro lado de aquella minúscula magia moderna que sostenía pegado a la oreja se hallaba el hombre que había matado a su abuelo y pretendía matarlo también a él.

De pronto supo qué debía hacer. Todo se tornó claro, tanto que Charlie se asombró de ver que sus labios se abrían en una sonrisa.

– Lo tengo yo, Cohen.

– ¿Que tú tienes qué?

– Lo que está buscando desde hace tiempo. El documento de propiedad de Eldero.

Wells se dio cuenta enseguida de qué significaba la respuesta de Jim. Habría sido inútil fingir que lo ignoraba. Su voz se volvió cautelosa.

– ¿Y qué piensas hacer?

– Discutirlo con usted.

Una pausa para sopesar las ventajas y desventajas. Luego la codicia ganó la delantera, exactamente como Jim había supuesto.

– De acuerdo. ¿Dónde y cuándo?

– Ahora. ¿Conoce un lugar llamado Pine Point?

– Pues claro.

– Entonces, allí. Yo estoy en casa. Deme el tiempo de llegar.

Cohen Wells cortó sin añadir más. Jim notó que durante toda la conversación había contenido el aliento. Buscó nuevo aire para sus pulmones y las palabras justas para decir a Charlie, que desde su sitio lo observaba sin comprender.

Fue a sentarse ante el viejo y miró fijamente sus ojos negros. Charlie Owl Begay, chamán del pueblo navajo, se encontró frente a la mirada de un guerrero.

– Escúchame con atención, Charlie. Debo hablarte y no tengo mucho tiempo.

Jim arrimó la silla a la mesa y bajó un poco la voz.

– Hay algunas cosas que debes hacer por mí.

44

La canoa bajaba lentamente siguiendo el curso del río.

Jim había aceptado en todos los sentidos la herencia de su viejo abuelo indígena. Ahora, cuando pensaba en el Colorado, también en su cabeza era simplemente «el río». Remaba surcando las aguas y los recuerdos con el mismo movimiento fluido y continuo. En su mente veía nítidamente el viaje realizado tantos años atrás bajo el mismo sol y el mismo cielo azul, cuando era poco más que un niño. Estaba todo tan claro y quieto que tenía la impresión de que, si volvía la cabeza, encontraría al anciano Richard Tenachee sentado en la canoa a sus espaldas. Rozando con una mano la superficie del agua y con una expresión serena en su rostro de piel roja. Se dijo que quizá estaba allí, aunque él no consiguiera verlo. Cuando salió, después de haber hablado con Charlie, cogió del garaje de su casa de Beal Road esa canoa que alguien había puesto a resguardo, a la espera de tiempos mejores. La arrastró fuera y la apoyó sin esfuerzo en el cajón de carga del Ram. No era de madera como aquella con la que hizo ese mismo trayecto con su abuelo, tantos años atrás, sino de plástico amarillo, y no ostentaba en la proa la figura estilizada de Kokopelli. Pero Jim había aprendido que las cosas no son del todo lo que aparentan. Son la mirada y el corazón de los seres humanos los que las hacen diferentes.

Subió al coche y, conduciendo con calma, llegó al lugar de su encuentro. El amanecer era ya un recuerdo cuando se acercó a Pine Point, pero en el camino no había nadie. El Porsche Cayenne de Cohen Wells ya se hallaba aparcado no muy lejos del gran pino solitario que desde épocas inmemoriales daba nombre a la localidad. Cuando lo vio llegar con el Ram, el banquero se apeó del coche, sin cerrar la puerta. No dijo nada acerca de la canoa que vio en la parte posterior de la camioneta. Sus prioridades eran otras y no incluían demasiados rodeos. En ese momento estaba allí para tratar de un negocio, y como perfecto hombre de negocios se sentía ansioso por concluirlo en las mejores condiciones.