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Y sabía que lo que no había podido ser entre ellos le faltaría para siempre.

Charlie se lo contó todo. Le dijo con dolor y orgullo en la voz que Jim había comprendido que era el único capaz de detener aquella furia llegada del tiempo, y que lo había hecho del único modo posible, sin pensar en nada más que en la seguridad de ellos.

El viejo indígena le entregó el documento de propiedad de las tierras de Flat Fields, extendido por el gobierno de Estados Unidos a nombre de Eldero y sus descendientes. Por ley pertenecía a Seymour, pero de acuerdo con el Consejo de las Tribus se estaba estudiando el modo de convertirla en una zona protegida aneja al territorio de la reserva.

El cadáver de Cohen Wells fue encontrado en Pine Point, con todos los huesos quebrados y la cara retorcida en una máscara de horror. Su muerte causó sensación, pero las informaciones sucesivas provocaron mucha más. Cuando salió a la luz que era el responsable del homicidio de Richard Tenachee, nadie lloró por él. Aunque de un modo diferente, April tuvo su primicia. El suyo fue el primer artículo sobre el arresto del alcalde Colbert Gibson y de Dave Lombardi. Entregó al detective Roben Beaudysin la grabación hallada en el estudio del banquero y los dos, enfrentados a la prueba, confesaron enseguida. Este éxito del policía hizo pasar un poco a segundo plano el misterio sin resolver de los otros muertos. Algunos sabían que ya no habría otros y que con el tiempo esos extraños homicidios quedarían archivados entre los casos sin resolver.

Se hallaba tan sumida en sus pensamientos que no se dio cuenta de que el partido había terminado. Vio que su hijo estaba a su lado, acalorado y con la cara congestionada por el abultado equipo que deformaba su cuerpo de niño. Junto a él, Silent Joe asumía su papel de guardián con tanta seriedad que no lo abandonaba un segundo. El niño sujetaba el casco en una mano, mientras con la otra señaló la figura de una mujer que se alejaba en un coche.

– ¿Quién era?

– Swan Gillespie.

Seymour abrió mucho los ojos, sorprendido.

– ¿Swan Gillespie, la actriz? ¿Tú conoces a Swan Gillespie?

April sonrió por la espontaneidad del entusiasmo de su hijo.

– Sí, es una vieja amiga.

Seymour se volvió de golpe. Solo logró captar el reflejo del sol en el cristal posterior del coche que se alejaba. Se rascó la cabeza, sin saber cómo sacar provecho de la información.

– ¡Vaya! Cuando lo cuente en el colegio se morirán todos de envidia.

Se pusieron en marcha y April le rodeó los hombros con el brazo.

– ¿Cómo ha ido el partido?

En los armoniosos rasgos de Seymour se dibujó una expresión de duda.

– Bien, creo. Pero tengo que decirte una cosa…

– ¿Cuál?

El niño calló y alzó la cara. La miró como si le preocupara desilusionarla.

– ¿Sabes? Me parece que no estoy hecho para el fútbol.

Creo que me gustan más los caballos. O quizá los helicópteros… Todavía no lo sé.

April meneó la cabeza y se echó a reír.

– Muy bien. Mientras esperamos a que tomes esa importante decisión, ve a cambiarte y a darte una ducha. Yo te espero en el coche.

– Vale. Vuelvo en un segundo. Ven, Silent Joe.

April contempló a su hijo que se alejaba corriendo en compañía de su extraño perro. En general no se admitían animales en los vestuarios, pero April sabía que no habría modo de impedírselo.

La forma en que Seymour había aceptado su escaso talento para ese deporte la llenó de ternura. Hacía apenas un rato que había hablado de ello con Swan, y el momento de esa pequeña toma de conciencia había llegado antes de lo que esperaba. Habría otras muchas, y April confiaba, cuando sucediera, estar presente. Se lo debía al recuerdo de un hombre que al fin había encontrado la fuerza para ser mejor que los tres hombres que un viejo jefe indígena había predicho para él. Se lo debía a sí misma y sobre todo a Seymour, que crecería junto a ella recordándole sin cesar el rostro y el cuerpo de Jim y lo que había hecho por todos ellos.

Y un día llegaría también la hora de hablarle de su padre. Con esta certeza se dirigió con calma hacia el lugar donde había aparcado el coche.

Desde algún lugar situado detrás de ella, como el sello de un pacto, llegó amortiguado el silbido del tren.

Agradecimientos

Al parecer, durante las investigaciones para cada nueva novela amplío de manera envidiable mi círculo de amigos. No sé cuán importantes son mis escritos para la literatura, pero sé cuán importantes son estas personas para mí. Por ello, expreso mi agradecimiento a Raquel y a Joe Sánchez, deliciosos propietarios del igualmente delicioso Aspen Inn de Flagstaff. Son los únicos personajes reales de esta historia. Su colaboración y sobre todo su amistad han sido un apoyo en el pasado y un consuelo para el futuro.

A ellos deseo sumar a Vanessa Vandever, la guapa representante de los navajos, cuya ayuda ha sido muy valiosa para comprender el complejo mundo de este pueblo fascinante y orgulloso y que me ha asesorado para las citas en la lengua de los diné.

A los tres, gracias de corazón por haber soportado mi presencia, mis continuas preguntas y mi cocina.

Y además:

Gloria Satta, encantadora mujer y deliciosa periodista que me ha hecho encontrar un nuevo amigo, es decir:

Cario Medori, que, aunque viva en Nueva York, puede considerarse el último verdadero hombre de frontera.

Franco di Mare, que entre una y otra nota bajo las bombas, ha hallado un poco de tiempo para mí. Quizá mientras se preguntaba cuál de las dos situaciones era más peligrosa…

Alessandro Zanardi, en cuya gigantesca figura se inspiró el personaje de Alan Wells.

Massimo Anselmi, por haberme presentado a Leone, animoso representante de la creativa raza mestiza italiana y desarticulado inspirador de la figura de Silent Joe.

Samuel Rossi, de Time Out, por la información sobre los arcos, que hasta hace poco tiempo eran para mí una madera y un pedazo de cuerda en las manos de Robin Hood.

Claudio Pianta, que me ha asistido con su asesoramiento mientras pilotaba helicópteros.

Marcello Bargellini, del Centro Ufficio Elba, por su indómita ayuda con los ordenadores, que en mis manos parecen derretirse.

Francesca Martino y Photomovie, por las imágenes de la cubierta.

Andy Luotto, por un lugar llamado «Allá».

Además, los componentes de mi equipo de trabajo histórico:

Alessandro Dalai, audaz editor que, al igual que el legendario Nando Meliconi, tiene el sobrenombre del Americano.

Cristina Dalai, hermosa autodestructiva.

Mara Scanavino, la única verdadera modelo de portada.

Antonella Fassi, la voz que sabe bailar en los hilos del teléfono.

Paola Finzi, redactora on the sea.

Alberto Lameri, próvido amanuense navajo.

Con el penitente y flagelante Gianluigi Zecchin expiando las culpas de todos.

Piero Gelli, mi editor de la primera hora, cuya natural elegancia en el decir, en el porte y en la apariencia hacen quedar a David Niven como un personaje de los Simpson.

Tecla Dozio, obligada por mí a leer y a regar, para tener en la misma semana su valiosa opinión y una hierba verde. El resultado ha sido la confirmación de una sabrosa amistad.

Por motivos personales deseo incluir a Cristina Garetti y a Cicci Tuminello di Asti. Ellos saben por qué.

Un comentario aparte para el cada vez más agudo Piergiorgio Nicolazzini, que continúa compartiendo conmigo esta aventura literaria con la profesionalidad de un agente y el espíritu del entusiasmo y de la amistad verdadera.