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– Tenga usted, señor Mackenzie.

Jim lo vio avanzar hacia él para depositar, con la misma delicadeza, el recipiente en sus manos.

Bajo la mirada impasible de Charlie, sin darse cuenta Jim. apretó las mandíbulas. Vivía al otro lado del mundo y del tiempo, por elección suya. Ese lugar no representaba nada para él. Sin embargo, ahora que había regresado, de golpe todas sus certezas parecían hechas de las mismas cenizas que contenía la urna. Era todo lo que quedaba de Richard Tenachee, gran jefe de la nación navajo, miembro del Consejo de las Tribus. Un hombre que había sido su abuelo y al mismo tiempo su padre y, hasta cierto punto, también uno de sus mejores amigos.

Permaneció de pie en el centro de la estancia, sintiéndose estúpido e inútil. Sostenía entre las manos aquel objeto brillante y frío al tacto que representaba la mayor parte de su pasado. Oía por dentro una maraña de palabras, pero no lograba pronunciar ninguna de ellas.

4

Cuando el móvil lo despertó, Jim notó debajo de su cuerpo una cama desconocida. Alrededor había penumbra y un vago olor a humo. Por un instante le costó reconocer en el perfume suave de la madera el lugar donde se encontraba. Acogió los recuerdos recientes con la misma sensación de fastidio con que contestó al teléfono de la mesita situada junto a la cama.

– Diga.

Del otro lado, una voz de mujer. Una voz que llegaba de lejos y que sonaba alterada.

– Jim, soy Emily. ¿Estás despierto?

– Sí.

Su voz pastosa desmentía aquel seco monosílabo.

Miró el reloj. Las ocho. Hizo un cálculo rápido de la hora de Nueva York. Debía de haberse acabado el mundo para que Emily ya estuviera despierta.

– ¿Qué ocurre?

Su tono tajante y telegráfico cayó en el vacío.

– Te he llamado porque tengo que decirte algo.

Jim se sentó en la cama. Sin motivo experimentaba una leve sensación de incomodidad. O quizá había un motivo y estaba a punto de descubrirlo.

– Dime.

– Se lo he dicho, Jim. Se lo he contado todo.

Sintió una breve punzada de frío y de alarma. Por unos segundos Jim esperó que esas palabras representaran una simple excusa, una acción emotiva en busca de una reacción nacida de la misma emoción. No podía creer que esa mujer llegara de veras a semejante grado de inconsciencia. Su voz, que subía de tono, traicionó su consternación.

– ¿Le has dicho qué a quién?

– Sobre nosotros. A Lincoln.

Solo en ese momento Jim Mackenzie logró captar en las palabras de Emily el temblor del llanto. Y algo que se agitaba detrás y que lo acentuaba. El miedo que sigue a todo instante de coraje impulsivo.

Se hizo un breve silencio. Después la voz de Emily llegó como si hubiera recorrido a pie los kilómetros que los separaban.

– ¿No tienes nada que decir?

El silencio que recibió como respuesta fue un poco demasiado largo y sobradamente explícito.

– Lo único que puedo decir es que has cometido una gran estupidez, Emily. Una gran estupidez, en serio.

– Ya no aguantaba más seguir así. Yo te amo, Jim. Y también tú dijiste que me amabas…

Ahora sus palabras eran una capitulación sin condiciones y una huida sin atenuantes.

– En ciertos momentos se dicen tantas cosas, Emily… Algunas corresponden a la realidad; otras, a la ficción. Lamento que no hayas entendido cuáles correspondían a la una o a la otra.

– Jim, yo…

Emily se interrumpió mientras se refugiaba en el silencio y el llanto. Tras unos sonidos apagados, surgió la voz de un hombre. Jim conocía bien esa voz y no le asombró oírla firme pese a la situación.

– Soy Lincoln. Bonito día, ¿no?

Jim comprobó por enésima vez la frialdad y el autodominio de aquel hombre.

– Sabes perfectamente que no lo será.

– Espero que para ti sí. Espero que sepas demostrar aunque solo sea un poco de vergüenza, para que este día te resulte pésimo, y también otros que vendrán. Durante mucho tiempo.

El hombre que hablaba al otro extremo de la línea se concedió una pausa y encendió un cigarrillo. Jim percibió a distancia la bocanada de humo.

– He querido mantener esta pequeña e indigna conversación solo para que Emily se diera cuenta de qué clase de hombre eres y por quién ha arrojado su vida por la borda.

– No creo que sirva de mucho decirte que lo lamento.

– Si es una pregunta, ya contiene la respuesta. Si es una afirmación, permíteme ser escéptico en cuanto a tu sinceridad.

– Entonces no creo que haya más que decir.

– No, al contrario. Habría mucho que decir. Pero no estoy seguro de que valga la pena malgastar más tiempo y más palabras en una charla contigo.

Jim cerró los ojos. En el limbo grisáceo de sus párpados apareció nítidamente la figura del hombre con el que hablaba. Lincoln Roundtree, el director de AMS International, el coloso estadounidense vinculado con casi todos los sectores del ámbito empresarial y las finanzas mundiales. Alto y fuerte a pesar de sus cincuenta y seis años y sus miles de millones de dólares.

– El asunto termina aquí por un solo motivo. Un día me salvaste la vida. Ahora te devuelvo el favor. Ya estamos en paz.

Otra pausa. Más bocanadas de humo qué corrían por los hilos invisibles del teléfono.

– No te deseo ningún mal. Cualquier cosa que te deseara sería muy poco en comparación con lo que conseguirás hacerte tú solo. Lo único que lamento es no estar allí el día que suceda.

El ruido de la comunicación cortada le devolvió en todos los sentidos al espacio y a la distancia. Jim permaneció un momento observando el teléfono, como si no estuviera seguro de que la conversación había terminado. Cuando cerró el móvil, el chasquido del Motorola fue como una cuchillada que cortó de cuajo un pedazo de su vida.

Conoció a Lincoln Roundtree tres años atrás, cuando todavía era piloto de Sky Range. Había aterrizado en el Grand Canyon West Airport con su jet particular, un flamante Falcon blanco con la insignia azul de AMS, precedido con alboroto y ansiedad por el aviso de su llegada. Lincoln era amigo del dueño de Sky, y Norbert Straits, el director de la sede de Las Vegas, fue hasta Quartermaster a recibirlo en persona.

Bajó del avión seguido por una multitud de secretarios y colaboradores. Desde la pista fue a pie hasta el edificio principal, una construcción rara y baja, pintada en dos tonos de un rosa espantoso. En medio de las generalizadas muestras de deferencia, Jim se quedó de pie junto a la entrada, apoyado en la pared revestida de láminas de metal, indiferente a todo aquel alboroto.

Lincoln Roundtree observó con curiosidad a ese hombre de tez morena y largo cabello oscuro, que vestía el uniforme de los pilotos y que permanecía de pie con aire indolente junto a la puerta.

El multimillonario se acercó a él.

– ¿Eres indígena?

– Mitad. Decida usted la mitad que prefiere.

– ¿Cómo te llamas?

– Jim Mackenzie. Navajo del clan de la Sal.

– ¿Eres buen piloto?

– No sé si soy bueno. Sé que soy el mejor.

Jim se quitó las gafas y posó en el hombre que tenía delante sus extraños ojos de dos colores. Lincoln no mostró la menor señal de sorpresa. Se limitó a esbozar una leve sonrisa.

– ¿Cómo puedo creerte, si ni siquiera tus ojos dicen lo mismo?

Jim se encogió de hombros.

– También eso depende de usted. Elija el ojo que más le agrade y créale.

Lincoln Roundtree asintió con un movimiento de cabeza y por un instante su sonrisa se amplió. Luego se volvió y siguió a Norbert Straits hacia el interior del edificio, sin añadir palabra. Poco después, Jim no se asombró demasiado cuando el director le encargó que pilotara el helicóptero que debía llevar al importante huésped en una gira por el Cañón y a continuación dejarlo abajo para que hiciera un recorrido de rafting por las aguas del Colorado.

Por desgracia, el dinero compra mucho pero no todo. Mientras volaban, el clima cambió. Aunque se desaconsejaba proseguir la excursión, Lincoln quiso aventurarse en las aguas del río. Y allí lo pilló uno de los más violentos temporales que recordaría aquella zona. El bote hinchable volcó y Lincoln Roundtree se encontró náufrago en un islote, con una pierna rota y la arteria femoral cortada. El guía que lo rescató le ató el miembro con un cinturón y taponó la pérdida de sangre, pero aun así necesitaba atención médica inmediata.