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La lengua de tierra donde se hallaba Roundtree era demasiado pequeña para permitir un aterrizaje. Por otra parte, las condiciones climáticas eran tales que ningún helicóptero parecía capaz de enfrentarse a ellas y ningún piloto se hallaba dispuesto a hacerlo.

Cuando oyó por la radio lo que ocurría, Jim pilotó el helicóptero equipado para rescates y, bailando la danza que le imponía el viento, descendió hasta una altura que le permitiera bajar una camilla y subir a bordo al hombre accidentado y al guía. A continuación, realizó una carrera entre relámpagos y sacudidas hasta el hospital de Flagstaff, donde los médicos detuvieron la hemorragia y le salvaron la vida.

Al cabo de una semana, Jim fue llamado a la habitación de hospital donde Lincoln Roundtree yacía en una cama con la pierna derecha escayolada y un tubo endovenoso en un brazo. Al entrar él, alzó la vista de unos informes que estaba leyendo. Jim pensó que la máquina que producía el dinero debía manejarse en cualquier situación, porque no podía y no debía parar nunca. Cuando estuvieron frente a frente, el hombre tendido en la cama le habló como si la última conversación entre ambos hubiera tenido lugar pocos minutos antes.

– Así que tenías razón.

– ¿Con respecto a qué?

– A que eres el mejor.

Jim superó con esfuerzo la incomodidad que experimentaba siempre ante los elogios, salvo los que se hacía él mismo.

– Lo intento. A veces lo consigo.

– Bien. En mi vida siempre he buscado tener lo mejor. En todos los sentidos. Si lo deseas, querría que fueras mi piloto personal.

Sin reflexionar demasiado, Jim aceptó. Cualquiera que fuese su vida futura, le bastaba con que fuera lejos de allí. Lo siguió por todo el mundo durante cinco años, hasta que en la vida de su jefe entró por la puerta principal la joven, guapísima e impulsiva Emily Cooper. Cuando los ojos de la muchacha se posaron en él por vez primera, Jim percibió enseguida que tendría problemas. Seis meses después, en el día libre de Jim, Emily se presentó por sorpresa en su casa…

Se dio cuenta de que había contenido el aliento mientras se sucedían los recuerdos. Dejó con un suspiro que el aire que retenía en los pulmones recuperara su lugar en el mundo. Fuera lo que fuese lo que habían representado para él Lincoln Roundtree y su ingenua compañera, ahora pertenecían al pasado.

Se estiró y cogió los tejanos de una silla que estaba junto a la cama. Se los puso, y descalzo fue a abrir la ventana. Fuera, el aire era fresco y podía olerse el aroma de los pinos. Acaparó su atención un retazo del Cielo Alto Mountain Ranch, en plena actividad mientras el sol salía por detrás del Humphrey's Peak para disipar las sombras.

En el agresivo encanto de aquel paisaje se movían personas que habían formado parte de su vida, junto a otras a las que nunca había visto y jamás volvería a ver. Todos formaban parte de la misma ficción, tan vieja que podrían contársele los círculos como a los troncos de los árboles. Él, Emily, Lincoln Roundtree, Alan, el viejo Charles Owl Begay…, rodeados de toda aquella gente diversa y llena de turística nostalgia.

La única persona que alguna vez le había importado era su abuelo. Y tal vez fuera también la persona a la que más había decepcionado. Cualquier cosa que hubiera podido ser y no había sido significaba un peso que debía llevar cargado a la espalda. Ahora, todo lo que quedaba de Richard Tenachee era un puñado de cenizas en una urna de bronce. Su abuelo nunca había comulgado de manera específica con ningún credo religioso. Las cosas que lo rodeaban, la tierra, el río, los árboles, parecían tener alma suficiente para dialogar sin intermediarios con su necesidad de infinito. Toda su vida había sido una demostración de ello. Si en algún lugar había un dios dispuesto a garantizar un paraíso, fuera indígena o no, sin duda en aquel momento había acogido a Richard Tenachee en sus brazos. No obstante, Jim sabía muy bien qué era lo último que podía hacer en esta tierra por el viejo jefe indígena.

Acudió a su mente una frase de una vieja película.

«Dentro de cien años ya nadie hablará de todo esto…»

Cien años pasan deprisa para los árboles y las montañas. Cien años, a veces, son dos hombres muertos. Se apartó de la ventana y fue al cuarto de baño a darse una ducha. Cuando terminó de afeitarse, se demoró un momento a observar con sus patéticos ojos de dos colores aquella cara extraña en el espejo. Le sorprendió oírse murmurar a su imagen reflejada una frase en lengua navajo:

– Yá' at' ééh abíní, Táá' Hastiin…

Buenos días, Tres Hombres.

Meneó la cabeza. Al final, Lincoln tenía razón. No era un bonito día. Mientras terminaba de vestirse pensó que habría sido bonito si al menos uno solo de los hombres que había dentro de él se sintiera bien.

5

Con la bolsa de viaje al hombro, Jim salió de la cabaña donde había pasado la noche y cruzó la explanada de tierra en leve cuesta que llevaba a la Club House. Se detuvo para dejar pasar a un grupo de turistas gritones y entusiastas que salían de los establos para hacer una excursión a caballo. Jim los contempló mientras desfilaban frente a él. Conocía bien a ese tipo de personas. A la primera mirada revelaban qué eran. Tíos de ciudad que con toda probabilidad al día siguiente andarían con una sonrisa en los labios y la espalda y las piernas rígidas por los saltos en la montura. Y una vez en su casa comentarían, entre risas y palmadas en la rodilla, los pedos que se tiraban los caballos. Una señora de piel clara lanzó una mirada curiosa y hambrienta hacia ese hombre alto y moreno que estaba de pie en el centro de la explanada, pero la devolvieron a la realidad la indiferencia de Jim y un movimiento brusco de su cabalgadura, que la obligó a concentrar toda su atención en mantener el equilibrio, al parecer más bien precario. La noche anterior, al llevarse las cenizas de su abuelo de la empresa de pompas fúnebres, él y Charlie, con su melancólica carga, subieron hasta el Ranch. El pequeño espacio del vehículo estaba impregnado de una presencia casi tangible de la que no conseguían hacer caso omiso. Hicieron el viaje sin intercambiar una palabra, porque el recuerdo que llevaban detrás y en su interior lo hacía innecesario.

El lugar se hallaba completo, pero Bill Freihart se las había apañado para brindarles una noche de hospitalidad en una cabaña cuyos ocupantes, a causa de un imprevisto, llegarían al día siguiente. Charlie, que trabajaba allí desde hacía tiempo, disponía de un cuartito detrás de las caballerizas, en la zona reservada al personal. Hasta donde llegaban sus recuerdos, el viejo nunca había poseído nada. Su vida parecía hecha de pequeñas tareas aquí y allá y de miradas sin palabras. No le interesaba en absoluto ninguna forma de propiedad, como si la posesión no fuera para él un incentivo, sino una especie de prisión.

No tenía casa, no tenía familia, no tenía nada. La ausencia de toda atadura era su religión.

«El hombre que posee una cosa después querrá dos y después tres y después todas las cosas que hay sobre la Tierra. Y a cambio obtendrá solo su condena, porque nadie puede poseer todo en el mundo.»

En ocasiones desaparecía durante largos períodos. Su abuelo decía que era un hombre de espíritu e iba al desierto a hablar con su alma. Jim era un niño y no lo entendió bien, pero recordaba haber pensado que, en honor a la verdad, esos eran los discursos más largos que Charles Owl Begay había dirigido nunca a alguien.