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Aparte de a Richard Tenachee, su amigo de toda la vida.

Desde que tenía memoria lo recordaba sentado en sillas de tapizado raído frente a la caravana oxidada aparcada en la carretera de Leup, donde vivía su abuelo. Dos cabezas levantadas a. contraluz, mirando el crepúsculo detrás de las montañas y fumando unas pipas cortas hechas con mazorcas de maíz, mientras hablaban de todas las cosas que había en torno a ellos y de los que ya no estaban.

Jim entró en la sala donde se reunían los clientes para las comidas que no hacían al aire libre. Era un salón grande, de paredes y suelo de pesados tablones de madera. En la única pared revocada habían colgado reproducciones de avisos de recompensa. Jim no pudo evitar pensar que la vida de William Bonney, alias Billy el Niño, valía nominalmente mucho menos que una semana de vacaciones en el Cielo Alto Mountain Ranch.

Había en el aire olor a pan caliente, huevos revueltos y tocino asado. En el fondo del local, un cocinero tocado con un gran gorro preparaba buñuelos detrás de un mostrador. Algunos chavales lo observaban en puntas de pie, con los platos en la mano, a la espera de su turno.

– Buenos días, hombre de Nueva York. ¿Has dormido bien?

Jim se volvió. La cabeza de Roland, el hijo de Bill, asomaba por la puerta de la cocina. Rubio, bronceado, de nariz algo achatada, era el vivo retrato de Linda, la madre.

– Como una marmota. A pesar del silencio.

– Si te quedas, esta noche iré a dar vueltas con la camioneta alrededor de tu cabaña, para que te sientas en casa. ¿Te apetece comer algo?

– ¿Por qué iba a estropear en unos segundos con tu comida todo lo que con tanto esfuerzo he logrado en una noche entera? ¿Tu padre está arriba?

Roland señaló la escalera con el trapo que tenía en la mano.

– Sí. Sigue tu miserable humor de gilipollas y lo encontrarás sentado frente al ordenador. Lo reconocerás porque la cara inteligente es la de la máquina. Está buscando el medio de embrollar todo lo bueno que hizo mi madre anoche.

Jim subió la escalera de peldaños crujientes situada a la derecha, y cuando llegó al despacho de Bill Freihart lo encontró al teléfono. Se quedó en el umbral, mientras su sombra se proyectaba en la madera del suelo. Un nudo deshecho se convirtió en un agujero en el centro del corazón.

Esperó a que el hombre sentado tras el escritorio terminara la conversación.

– Sí, señor Wells. Hablé con ellos ayer por la tarde. Por mí no hay problema, no tengo reservas para esta mañana. Pero, como es natural, debo consultar con usted antes de…

Del otro lado hubo una interrupción. Luego la sombra de Jim y la percepción de su presencia hicieron que Bill girara en el sillón.

– En este momento está aquí mismo, frente a mí.

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como si la otra persona pudiera verlo.

– Muy bien, le pongo con él.

Bill tendió el teléfono a Jim, que se acercó al escritorio y permaneció de pie junto al monitor del ordenador, que mostraba el sitio web del Ranch. Aproximó con cautela el auricular a la oreja. Aunque muy diferente, la voz que le habló era en su mente muy similar a la de Lincoln Roundtree.

Ambas pertenecían al pasado.

– Hola, Jim. Habla Cohen Wells.

– Buenos días, Cohen, ¿cómo está?

– Bien, aunque cada vez cuesta más hacer cuadrar la vida y el presupuesto.

– Me he enterado de que es usted el propietario del Ranch.

– Pues parece que sí. Tengo grandes proyectos para ese lugar. Ya veremos. El límite entre un loco visionario y un inspirado hombre de negocios es muy sutil e indefinido.

El concepto dejaba lugar a pocas dudas. Pero a Jim le costaba ver al señor Cohen Wells como un loco visionario.

– Me he enterado de lo de tu abuelo. Lo lamento mucho. Era un gran hombre.

«Dentro de cien años ya nadie hablará de todo esto…»

– Sí, era un gran hombre. Uno de los mejores.

– Pues sí. Qué terrible historia. O buena, si consideras que todos debemos irnos. Por lo menos no ha sufrido una agonía en una cama cualquiera de hospital, con tubos metidos en los brazos.

Calló un instante para que Jim pudiera digerir su afirmación.

– Me ha dicho Bill que tienes intenciones de alquilar nuestro helicóptero por la mañana.

– Sí. Tengo algo que hacer por mi abuelo.

Cohen Wells no preguntó qué debía hacer todavía Jim Mackenzie por el pobre Richard Tenachee, y Jim no consideró oportuno decir más. Ambos sabían que, fuera lo que fuese, lo estaba haciendo demasiado tarde.

– Por mí, ningún problema. Si mal no recuerdo, eres el mejor piloto que se ha visto por estos lares. Espero que la vida en la ciudad no te haya cambiado.

– Hay quienes dicen que no, pero ya sabe que la gente es mala y habla demasiado.

– De acuerdo, úsalo.

– En cuanto al pago, yo…

– Por ahora no te preocupes. ¿Te quedarás un tiempo antes de volver a Nueva York?

No consideró oportuno decirle que ya no había ninguna posibilidad de volver a Nueva York, o por lo menos de vivir allí en las condiciones a las que estaba acostumbrado. Eso, tarde o temprano, significaría un problema. No tenía mucho dinero ahorrado. En poco tiempo debería salir a buscar empleo.

«El asunto termina aquí por un solo motivo. Un día me salvaste la vida.»

Pero tal vez en aquel momento la Gran Manzana no fuera el lugar más indicado.

– Pasa a verme. Mañana, si tienes tiempo. No me desagradaría charlar un rato contigo antes de que te vayas.

Una pausa. Más larga de lo esperado. Un silencio que casi olía a cosas dolorosas. Después, una voz que transmitía ese dolor sin remedio.

– ¿Te has enterado de lo de Alan? ¿Sabes que está aquí?

– Sí, lo he leído. Me han dicho que al volver lo han recibido como a un héroe.

– Los héroes están todos muertos, Jim. O en las condiciones de mi hijo.

Jim aguardó. Sabía que no había terminado.

– ¿Crees que ha pasado suficiente tiempo para olvidar todo lo ocurrido entre vosotros?

– El tiempo es un monstruo malo, señor Wells. A veces confunde la memoria y a veces se limita a esquivarla para dejarla intacta.

– Estoy seguro de que deberíais intentar veros.

– No sé qué decir. Quizá.

Cohen Wells comprendió que por el momento no podía pretender más.

– Muy bien, coge ese maldito helicóptero y haz lo que debas hacer. Ponme con Bill.

Jim tendió el teléfono a Freihart y esperó al final de la conversación en el pasillo, mientras observaba por la ventana la actividad del campamento. Una pequeña caravana de vehículos todoterreno con la leyenda CIELO alto ADVENTURES se dirigía a una excursión, cualquiera que fuese. Un viaje más a través de las maravillas de la naturaleza y la melancolía descuidada que las huellas de los hombres dejaban en ella. Cuando trabajaba para Lincoln, antes de que Emily complicara las cosas, Jim había viajado mucho. Como todos, había visto con ojos absortos la majestuosidad del pasado que se respiraba en Europa o en Asia.

Al reflexionar sobre lo que sucedía en el sudoeste, sonreía ante sus denodados esfuerzos por construirse un pasado. Aquí, muros de doscientos años de antigüedad se iluminaban con reflectores y se vendían como reliquias de civilizaciones antiguas. En Italia o en Francia, los muros de doscientos años de antigüedad se derribaban con excavadoras para construir aparcamientos.

Ni mejor ni peor. Solo diferente.

También su abuelo, intermitentemente, había trabajado en el Ranch. Cuando necesitaba dinero o tenía ganas de estar con Charlie, iba allí. De vez en cuando, para alguna festividad en particular, se organizaban evocaciones históricas, muy poco fieles pero muy espectaculares para los turistas. Entre caballos, disparos y disfraces coloridos, casi conseguían disimular los rostros aburridos de los que se veían obligados a participar en esa suerte de carnaval.