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Cuando Bill concluyó su charla con Cohen Wells, bajaron juntos al salón. Salieron a la galería y se quedaron contemplando el campamento, ahora casi desierto. El cocinero se había quitado su gorro y había salido a preparar el fuego y la cocina para el almuerzo.

Bill se puso a su lado, alto y grueso, sólido, confiable, amigo de cualquiera que quisiera su amistad.

– ¿Cuándo volverás a Nueva York?

Jim se encogió de hombros.

– Dispongo de todo el tiempo que quiera. En esa ciudad ya no tengo trabajo.

Bill no pidió explicaciones. Si no salían espontáneamente, quizá había un motivo.

– ¿Cómo lo llaman? Libre y sin compromisos.

Los ojos de Jim eran dos presencias invisibles detrás de la pantalla de las gafas oscuras.

– Ya. Sin compromisos.

– Podrías quedarte aquí.

A Jim le parecía que esa conversación no era más que la continuación de la que poco antes había mantenido con Cohen Wells.

– Veremos.

Su incomodidad desapareció con la llegada de Charlie. Vieron su figura seca que salía de uno de los hogan construidos en lo alto, a la derecha de donde estaban ellos. Llevaba entre las manos la urna funeraria de Richard Tenachee. Había pedido a Jim poder pasar la última noche con él a solas, velando lo que restaba de su viejo amigo. Tendido en la cama y en la oscuridad, mientras permaneció despierto, Jim se lo había imaginado en esa anacrónica vivienda de barro, sentado con las piernas cruzadas, componiendo en la tierra figuras rituales con sus arenas de colores, agitando amuletos y entonando a media voz un antiguo cántico de homenaje a los guerreros. Charlie tenía un tranquilo sentido de pertenencia a la gente y al lugar en el que había nacido. Quizá incluso al pasado, que en su noción de la tradición era solo un pedazo del presente que se dejaba atrás durante un lapso y se reencontraba en el futuro. Así, el círculo del tiempo se cerraba y se convertía en una fe.

A pesar de su edad, Charles Owl Begay todavía era capaz de creer.

Y eso era justo lo que Jim ya no lograba.

El viejo vio a los dos hombres que bajaban los cuatro escalones de la galería y dejaban la Club House para coger el sendero que iba hacia él. Los esperó sosteniendo como un regalo el recipiente de bronce. Cuando llegaron a su lado, lo entregó a Jim con una actitud que honraba la vida y el recuerdo del hombre que contenía.

– Ten. Tu abuelo ya está preparado.

Charlie lo miró, encerrado en su anatomía de caderas un poco altas que caracterizaba a los navajos desde la noche de los tiempos. Jim sentía que los discursos que el viejo habría deseado hacerles se debatían cautivos en alguna parte. Tal vez aún no era el momento para esas palabras o tal vez ese momento no llegaría nunca.

– ¿Quieres acompañarme, bidà’í?. A él le habría gustado.

Charlie no respondió en la lengua navajo, para que también Bill lo entendiera. Era un hombre que poseía fuerza y coraje suficientes para admitir su miedo.

– No, no estoy muy acostumbrado a los helicópteros. Si la naturaleza no me ha puesto allí, no es mi destino volar. Además, este es un viaje que debes hacer solo. Solo con tu bichei, tu abuelo.

– ¿Estás seguro?

– Doo át'éhé da. Todo está bien, Jim. Ve.

Subieron en fila, como en un cortejo fúnebre, hacia la zona de aparcamiento del helicóptero. Mientras se acercaban, llegó a sus oídos el silbido del rotor que se ponía en marcha. El piloto, avisado de su llegada, ya había comenzado a calentar el motor.

Salieron de entre la vegetación y Jim se encontró frente a un Bell 407 azul eléctrico que centelleaba al sol. Una máquina que sabía a nuevo, a cielo y a nubes a su alrededor. Jim se dijo que Cohen Wells no había reparado en gastos. Tal vez era cierto que tenía grandes proyectos para el Cielo Alto Mountain Ranch.

El piloto, un hombre moreno, de estatura media, de unos cuarenta años, al que él no conocía, le abrió la puerta al verlo.

– Todo en orden. Es una joya recién salida de fábrica. Puede usted partir cuando quiera.

Jim le dio las gracias con una palmada en el hombro, subió a bordo y dejó la urna en el asiento del acompañante. Se abrochó el cinturón de seguridad y con gestos seguros efectuó los controles de rigor antes del despegue.

Mientras los tres hombres se alejaban, Jim cerró la puerta. Por un instante su mirada se cruzó con la de Charlie. Ahora, las palabras no dichas se hallaban todas encerradas en los ojos.

Empuñó el mando y tiró con delicadeza hacia arriba la palanca de cambios. A medida que el helicóptero ganaba altura lo vio abajo, borroso a la sombra de la nave: el pelo largo y canoso sujeto en las sienes por un pañuelo rojo que al moverse le ocultaba la cara, y la ropa flameando al viento, que revolvía el polvo y que desapareció junto con su figura al elevarse más el aparato.

Jim hizo trazar un ligero viraje al 407 y puso rumbo al norte. Sintonizó la radio en la frecuencia 1610 Mhz, la del noticiario del Gran Cañón. Por el lado de Rainbow Bridge estaban quemando residuos y se preveía un poco de humo, aunque no tanto como para comprometer la visibilidad. En todo caso, era una zona que él no iba a sobrevolar.

Dejó a la izquierda el Kaibab National Forest. Se mantuvo a la altura mínima permitida y prosiguió sin pensar en nada, disfrutando de las inapreciables sacudidas provocadas por la ligera turbulencia, volando por el placer de volar, como había hecho siempre. Había buscado aquello toda su vida, y pensaba que lo desearía siempre. Poco después de alzarse del suelo llegaban para él la paz, la sensación de totalidad y un sentimiento de pertenencia.

Acaso fuera ese el motivo por el que Charlie había preferido que fuera solo en aquel viaje en la máquina voladora. Sabía que esa era su fe, su forma de cerrar el círculo del tiempo.

Al cabo de menos de media hora de vuelo divisó su meta. El Colorado, camino del sur, se demoraba en un garabato que el tiempo había excavado entre las rocas y que por su forma en U se había ganado el nombre de Horseshoe Bend.

El helicóptero se sometió dócilmente a su voluntad y Jim aterrizó en la lengua de piedra en torno de la cual se devanaba el meandro del río. Se soltó el cinturón, abrió la puerta y cogió la urna del asiento contiguo.

Dejó el helicóptero a sus espaldas, y el fut-za fut-za fut-za fut-za de las aspas que disminuían poco a poco la velocidad de su giro. En la otra parte del cañón, un grupo de turistas había visto el aterrizaje y miraban con curiosidad esa figura llegada del cielo que ahora se hallaba de pie al borde del precipicio.

A pesar de la costumbre, el espectáculo que contemplaba Jim, que se extendía a ochocientos metros por debajo de él, le quitó el aliento.

Flotando como una canoa en el agua del río, empezó a fluir el recuerdo.

Jim había pasado mucho tiempo con el abuelo. Su padre, Loren Mackenzie, era cómico de rodeo y viajaba a menudo. Cuando su madre lo acompañaba, Jim se trasladaba a la casa del abuelo materno, anclada como un barco sin agua entre las escasas matas de la reserva. Un día, cuando era poco más que un niño, durante uno de esos períodos, el abuelo lo despertó por la mañana temprano. Jim abrió los ojos, envuelto en un rico aroma a pan frito. Después del desayuno, el abuelo lo llevó fuera hasta su vieja camioneta. No recordaba la marca del vehículo, solo el estado lastimoso en que se hallaba.