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Desde siempre, Jim recordaba que en la vida de ese hombre solo había cosas gastadas, viejas, de segunda mano. Había visto cómo él y Charlie cargaban en la camioneta una antigua canoa de madera de tablones carcomidos que ostentaba la figura descolorida de Kokopelli, el flautista de la mitología navajo, pintada en turquesa en la proa.

Bichei abrió la puerta del acompañante.

– Sube.

– ¿Adónde vamos?

– Al río.

Para el abuelo, el río era únicamente el Colorado. Cuando hablaba de otros ríos los llamaba por su nombre. Pero cuando decía «el río» solo podía ser ese.

Jim se acomodó en el centro del asiento. Charlie iba al volante, y el abuelo, al otro lado. Por encima del gruñido abrumador del motor, Charlie hizo una pregunta con su voz tranquila.

– ¿Crees que es la mejor manera?

– Sí. Las cosas que se arrastran son los desechos de la tierra.

Permanecieron en silencio durante casi todo el viaje. Jim sentía que había algo indefinido en el aire, en la complicidad y en la ausencia de diálogo entre esos dos hombres silenciosos que lo acompañaban en una excursión no programada. Fueron rumbo al norte, hacia Page. Un poco más abajo del dique cogieron por un camino de tierra hasta la orilla del Colorado. Echaron la canoa al agua y Charlie se marchó, para ir a esperarlos más al sur, a la altura del Marble Canyon. Lento e indolente, dejándose llevar por el agua del río, comenzó el trayecto. El abuelo, sentado en la popa, maniobraba el remo solo para obligar a esa cáscara de nuez a seguir la corriente. Jim iba en la proa; con una mano tocaba el agua y con la cara levantada contemplaba los muros de roca que se alzaban sobre ellos.

Tal vez era feliz.

La pequeña embarcación navegaba tranquila entre las riberas de arenisca roja encendidas por el sol, hasta que llegaron a Horseshoe Bend.

Allí el río tenía el color que solo consiguen darle la fantasiosa maestría de la naturaleza y los sueños humanos. A todo su alrededor había esculturas hechas con agua y viento, rocas talladas y pulidas por el trabajo meticuloso de los milenios.

El viejo jefe señaló con los dedos la cumbre que se elevaba por encima de ellos.

– En otros tiempos, esos a los que nosotros llamamos los antiguos, el Pueblo Sagrado, tenían aquí un lugar dedicado a las pruebas de fuerza de los que aspiraban a ser hombres. Para llegar a ser un guerrero, un joven debía escalar con las manos desnudas estas rocas, desde el río hasta la cima.

Jim conocía de la existencia de esos ancianos, los padres que, según el mito, habían generado cada etnia sucesiva. Los anasazi, los kisani y por último el pueblo navajo, al cual los dioses habían regalado la Dinehtah, la tierra donde vivir, encerrada entre las cuatro Montañas Sagradas.

Aquellos hechos ocupaban un pequeño lugar en la historia real, pero un espacio mucho mayor en la leyenda.

Su abuelo prosiguió con la misma voz serena:

– Hoy también tú debes superar una prueba, Táá' Hastiin. Lamentablemente, a veces no es posible elegir el momento de combatir. Solo podemos hacerlo con coraje cuando así se nos exige.

Aquel día y en aquel lugar, deslizándose por el agua en una canoa con su viejo abuelo indígena, Jim supo que sus padres habían muerto.

Una ráfaga de viento lo devolvió al lugar y al tiempo en que se hallaba y a la conciencia de lo que había ido a hacer allí. A partir de aquel momento, ese hombre que en su época había visto la guerra y la había ganado, pasó a ser toda su familia. Le enseñó todo lo que sabía y en particular todo lo que es preciso saber antes de poder llegar a la cumbre escalando las rocas con las manos desnudas. Le enseñó que la muerte era la única certeza que se puede poseer, una certeza posada como Un gran pájaro blanco en los hombros de todo ser humano.

Y ahora él debía de estar volando en algún lugar, con las alas de esa única certeza.

Jim tuvo que luchar contra las lágrimas mientras abría la tapa de la urna.

– Hubiera querido que todo fuese distinto entre nosotros. Perdóname, bichei.

Jim Mackenzie se sorprendió al oírse entonar a media voz una vieja letanía fúnebre del pueblo navajo al tiempo que volcaba el recipiente de bronce y entregaba las cenizas de su abuelo al viento y a la eternidad.

6

Cuando Jim alcanzó The Oak, condujo el Bronco por el terreno crujiente de grava hasta la entrada de la casa. Apagó el motor y se quedó un momento escuchando. Ante todo, le sorprendió la total ausencia de sonidos. Los ecos de la transitada vía que acababa de dejar atrás al coger la calle que llevaba al campamento parecían no tener la fuerza necesaria para llegar hasta allí.

El silencio era absurdo y absoluto.