Bajó de la camioneta y sin cerrar la puerta echó una ojeada a su alrededor. Las plazas de aparcamiento se hallaban vacías. En aquel momento no había ningún campista alojado en The Oak, y por lo que alcanzaba a ver de la estructura turística resultaba fácil de comprender. Todo estaba impregnado de un aire de abandono y suciedad, todavía más acentuado por unas pequeñas reparaciones que solo lograban hacer más evidente el estado de total decadencia del complejo. Nada qué ver con la cuidada rusticidad del Cielo Alto, a un tiempo espartano y cómodo.
A Jim le sorprendió que Caleb, si se encontraba en la casa, no hubiera salido a la galería a ver quién había llegado. Su motor hacía tanto ruido que le resultaría imposible no oírlo, a menos que estuviera escuchando a todo volumen un disco de AC/DC. O tal vez el dueño de la casa estaba en la ducha, ensordecido por el sonido del agua. Sin embargo, la sensación que transmitía aquel lugar no parecía compatible con el concepto de limpieza.
Al regresar de su vuelo a Horseshoe Bend, después de aterrizar en el Ranch, Jim había devuelto el Bell 407 a su legítimo piloto y había regresado al centro del complejo por el sendero que bajaba hacia el sur y atravesaba la zona de aparcamiento del personal. Al pasar ante la hilera heterogénea de vehículos había encontrado ese viejo Bronco desvencijado cuyo aspecto le era familiar.
En ese momento, un gran SUV que ostentaba en la parte delantera la marca GMC avanzaba por el camino que llevaba desde el camino hasta el aparcamiento. En el coche iban Bill Freihart, su hijo y una pareja que, por su aspecto, Jim clasificó como una enésima versión de la categoría de los turistas. Bajaron y fueron a su encuentro mientras él miraba con expresión perpleja aquel viejo cacharro.
Jim se volvió hacia Bill, mientras Roland acompañaba a los dos huéspedes hacia el campo.
– No me digas que este montón de chatarra es de Caleb.
– Pues sí.
– No creía que todavía viviera.
– ¿Él o la camioneta?
Con una mueca, Jim se encogió de hombros.
– Los dos. En cuanto a este vejestorio, basta con mirarlo. La pintura que lo mantiene armado debería recibir el premio Nobel de la Paz. En cuanto a él, si sigue jugando con los rayos, no será difícil que lo pille una descarga que lo deje seco. ¿Anda por aquí?
Bill señaló la montaña con un movimiento de la cabeza.
– No. Se fue ayer, con Silent Joe, su perro. Te aseguro que si los ves juntos entiendes que ese animal no podría ser más que de él. Cuesta decir cuál de los dos está más chalado. Llevaba el arco y las flechas y dijo que quería echar una ojeada por aquí cerca.
Jim no pudo impedir que una ligera preocupación asomara entre las nubes.
– Tal vez se ha perdido.
Mientras hablaban, Bill había descargado del coche un frigorífico portátil.
– No. Ese cabeza loca conoce estos parajes como sus bolsillos. Que, dicho sea de paso, siguen vacíos. Pero es propio de él hacer estas cosas. Llega, deja la camioneta y después, siguiendo el rastro de un ciervo, va hasta la otra ladera, que le resulta más cómoda para bajar directamente a su casa en vez de volver a pie hasta aquí. Después le pide a alguien que lo acerque aquí y viene a buscar el Bronco. Al día siguiente, por lo general, aunque a veces lo ha dejado en el aparcamiento durante algún tiempo. ¿Te apetece una Coors?
Jim atrapó en el aire la lata que le lanzó Bill y se sentaron en un banco de madera a beber la cerveza en silencio. Jim no conseguía apartar de su mente la imagen de Horseshoe Bend y las cenizas de un hombre al que tanto había querido transportadas por el viento para volver a formar parte de la tierra de la cual, según las antiguas creencias, había salido. Bill lo entendió por su expresión y no preguntó nada. Luego Jim emergió de sus pensamientos y señaló la camioneta de Caleb.
– Por la tarde quiero bajar a Flagstaff. Quizá pueda llevársela yo.
Bill le dio el número de Caleb y Jim hizo la llamada con el móvil. Una voz impersonal le informó de que el número marcado no estaba activo.
– Aquí me dicen que el número es inexistente. ¿Crees que lo habrá cambiado?
– No. Es más probable que le hayan cortado la línea.
– ¿Tan mal anda?
– «Andar mal» es un eufemismo en comparación con la actual situación económica de Caleb.
Este había sido el último y lapidario comentario, y ahora que Jim podía ver en persona a qué se había reducido The Oak, comprobaba que Bill no exageraba en nada.
Hizo sonar la bocina, sin más resultado que una breve interrupción del silencio.
Oyó un extraño y leve gemido a sus espaldas.
Jim se volvió y fue directo hacia el recinto delimitado por una reja metálica, dentro del cual había una gran casita de madera. A primera vista parecía vacía, pero al rodear la cerca vio que en el interior estaba echado un perro grande, negro y marrón. Al advertir su presencia, el animal le dirigió una mirada temerosa sin alzar la cabeza, mostrando el blanco de los ojos. Debía de ser Silent Joe, el perro del que le había hablado Bill. A su lado había dos escudillas, una llena de agua y la otra medio llena de pienso. Parecía aterrorizado y estaba tan pegado a la tierra que daba la impresión de haber cavado un hoyo para confundirse más con ella. Jim se preguntó qué podría haberlo asustado tanto como para impedirle terminar la comida. Trató de tranquilizarlo mientras se dirigía a la puerta de alambre del recinto.
– Tranquilo, Silent Joe. No hay nada que temer.
Cuando oyó pronunciar su nombre y vio que él se acercaba, el perro empezó a temblar. Jim nunca había tenido problemas en el trato con animales. Con el instinto ancestral que todas las bestias poseen como bagaje cognoscitivo, en general sentían que la actitud de él hacia ellas no representaba un peligro. No obstante, Jim sabía también que, cuando se sentían amenazados, eran capaces de reacciones impredecibles, y no tenía la menor intención de terminar en el puesto de primeros auxilios con la marca de los dientes de ese perro en su cuerpo. Dientes que, a juzgar por la robustez del animal, debían de ser grandes y fuertes.
Le habló con voz calma y sin mirarlo a los ojos, algo que en el lenguaje de los animales significa una actitud de desafío.
– Ya ha pasado todo. No hay problema. Tranquilo.
Cuando abrió la puerta para entrar en el habitáculo, como primera medida tendió la mano hacia el perro, para permitir que lo olfateara a sus anchas. El perro eludió esa tentativa de acercamiento. Saltó como una flecha y salió por la abertura hacia la libertad con tanta rapidez que si Jim no lo hubiera esquivado a tiempo el animal lo habría derribado. Corriendo con extraña y cómica agilidad, llegó a la camioneta y de un brinco subió al asiento, para acomodarse enseguida en la parte del acompañante. Jim decidió que por el momento, si ese era el lugar en el que Silent Joe se sentía seguro, podía permanecer allí.
Despreocupado del perro, se dirigió hacia la casa.
– Caleb, ¿estás ahí? Eh, Caleb…
Ninguna respuesta.
Subió los escalones hasta la galería. Al tocar la puerta de entrada vio que estaba abierta. Desde algún lugar de abajo le llegó una sensación extraña, envuelta en sombras oscuras, como si avanzara por una cañada en la que va cayendo la noche.
Se decidió y entró en la casa. Lo recibió el frescor de las construcciones viejas y un olor ligeramente rancio de ventanas raramente abiertas, paredes sin revocar y salitre procedente de la oscuridad y la humedad. Realizó un rápido registro de todas las habitaciones. Desde la cocina abarrotada de platos y restos de comida hasta la sala con sillones de piel de aspecto mesozoico y los dormitorios de la planta superior. En el interior todo era una réplica de lo que podía encontrarse fuera.
Había polvo, suciedad, camas sin hacer y moscas, pero de Caleb, ni rastro.
Volvió al terreno delantero con una sorprendente sensación de alivio. Se dijo que en los últimos años había llevado una buena vida a la sombra de Lincoln Roundtree y se recordó que ambientes como aquel habían formado parte, durante mucho tiempo, de su entorno habitual.