Se obligó a volver al motivo de su presencia en The Oak. Por Caleb no había motivos para preocuparse, pues sabía cuidarse solo. La hipótesis de un accidente en la montaña era poco probable. También existía la posibilidad de que se hubiera herido o, peor aún, de que estuviera muerto en algún precipicio. En esa situación, sin embargo, el perro no lo habría abandonado. En el noventa y nueve por ciento de los casos, habría permanecido acurrucado junto al cuerpo del dueño, al menos hasta que el hambre lo impulsara a moverse.
Además, Silent Joe estaba demasiado aterrado para que semejante teoría pudiera ser cierta.
Volvió a la explanada y se dirigió hacia la parte de atrás de la casa. Había una única hipótesis que podía confirmar en ese momento: que Caleb estuviera en su laboratorio, dedicado a la quimera que le fascinaba desde hacía años y por la cual se estaba arruinando. Ese hombre extraño que cazaba todo lo que corría sobre la tierra pero que amaba todo lo que volaba libre en el cielo era una de las pocas personas por las que Jim sentía verdadero afecto. Él le había enseñado a amar la belleza y la majestuosidad del vuelo de las aves, y había sido el primer ser humano al cual había confiado su deseo de ser piloto de helicópteros. No le importaba que fuera una especie de loco soñador que llevaba en el ADN la predestinación a perder. Jim había hecho otra elección, la de poseer lo más posible lo más deprisa posible, y no comprendía la obstinación de Caleb por su utopía eléctrica. Sin embargo, no comprender no significa necesariamente no aceptar.
Mientras pasaba junto al Bronco, Silent Joe levantó la cabeza y le lanzó por la ventanilla una mirada aprensiva, pero no dio muestras de querer bajar de su refugio de cuatro ruedas para escoltarlo hasta la casa. Jim rodeó la esquina del edificio y se encaminó por el sendero que subía hasta el laboratorio. A medida que se aproximaba, aguzó el oído para percibir si de la elevada construcción llegaban ruidos que sofocaran los de sus pasos.
También en este caso había solo silencio.
El sol había comenzado su parábola descendente y Jim caminaba siguiendo las huellas de su sombra hasta que ya no la vio proyectada sobre el pesado portón de madera. Los batientes estaban atrancados con varias cerraduras, pero no le sorprendió mucho. Conocía la manía de Caleb por la seguridad de sus estudios -manía que se esfumaba por completo en cuanto a la casa y al resto de sus posesiones.
Golpeó varias veces la madera con el puño, con tanto vigor que le dolió la mano.
– ¡Eh! ¿Estás aquí, cazador de rayos? Soy Jim Mackenzie.
Aguardó unos momentos una respuesta que no llegó. Volvió a invadirlo esa sensación de opresión que ya había experimentado antes, una mezcla de ansiedad y sombras. Aspiró una profunda bocanada de aire y recobró la lucidez. Se acercó a una ventana protegida por fuertes rejas. Era bastante alta, y pese a su metro ochenta de estatura Jim no alcanzaba a ver el interior. Sin saber muy bien por qué, se aferró a los barrotes y con la fuerza de los brazos se izó para tratar de echar una mirada al laboratorio.
Sus ojos encontraron una escena como mínimo extraña.
Había toneladas de maquinaria que no sabía cómo se llamaba ni para qué servía, pero que, según Caleb, habría de darle fama y riqueza. El equipo había aumentado desmedidamente desde la última visita de Jim. Su amigo debía de haber invertido miles de dólares y muchísimo tiempo para poder disponer de todo lo que necesitaba para sus investigaciones. Y a cambio solo había obtenido una casa en ruinas, una camioneta que se caía a pedazos, un montón de decepciones y la burla de todos los que lo rodeaban.
Estaba a punto de soltarse cuando vio algo en el suelo, a la izquierda, un poco apartado de la ventana, cerca de la entrada. Con esfuerzo pasó el brazo derecho alrededor de un barrote, para poder sujetarse, y con la mano libre limpió el vidrio sucio para ver mejor. La posición del sol, con su reflejo, le impedía ver bien, pero lo que entreveía tendido en el suelo era sin duda el cuerpo de un hombre vestido con un mono de camuflaje. Yacía boca abajo, con la cabeza tapada con el brazo derecho, doblado en una posición antinatural. No alcanzaba a verle la cara, pero por el físico, y sobre todo por su presencia en el laboratorio, solo podía ser Caleb.
Jim golpeó el cristal.
– ¡Caleb! ¡Eh, Caleb!
Como el hombre tendido en el suelo no daba muestras del menor movimiento, Jim se dejó caer al suelo y volvió corriendo al portón. Se dio cuenta de que era realmente muy pesado y demasiado blindado para intentar forzar las cerraduras. Solo podía hacer una cosa. Bajó corriendo la cuesta hasta el terreno delantero. Fue hasta la camioneta y abrió la puerta del lado del perro.
– Valor, guapo. Baja, debemos hacer algo.
Como si hubiera comprendido la gravedad de la situación, Silent Joe abandonó el asiento sin hacerse de rogar y de unos pocos saltos llegó a la galería de la casa. Desde allí se quedó observando a Jim, que fue al otro lado del vehículo, se puso al volante y encendió el motor.
Se ajustó un cinturón de seguridad que había conocido mejores épocas, rogando que fuera más fuerte que su aspecto, y pisó el acelerador, con lo que casi hizo girar el coche sobre sí mismo, disparando grava a su alrededor. Se digirió a la máxima velocidad que el vehículo le permitía hacia el portón del laboratorio.
Aferraba el volante con tanta fuerza que temió que se rompiera.
Vio los batientes de madera que se abalanzaban veloces sobre él, hasta que se convirtieron en tablones, y los tablones en nudos, y el morro de la camioneta se transformó en un ariete que destrozaba las puertas con un ruido de chapas retorcidas y astillas de madera que saltaban y volaban por todas partes.
La violencia del choque arrancó el parabrisas del marco y el cristal salió proyectado hacia delante, reducido a una telaraña. Jim lo habría seguido de no haber tenido puesto el cinturón de seguridad, que, a pesar de su apariencia, había cumplido con su tarea.
Logró abrir con cierta dificultad la puerta y se precipitó hacia el agujero que el choque había abierto en el portón. Apenas entró confirmó lo que en parte había entrevisto y en parte había imaginado desde la ventana.
Caleb Kelso yacía en el suelo, con la cara contra el polvo. El brazo derecho, doblado a la altura del hombro en un ángulo anormal, le cubría la cabeza. Jim no poseía conocimientos médicos, pero por su aspecto Caleb no daba la impresión de haber sido víctima de una descarga eléctrica, como habrían llevado a sospechar las máquinas que lo rodeaban. Aparte de la estrafalaria posición desarticulada del brazo, el cuerpo parecía intacto, como si se hubiera desplomado a causa de un desmayo.
Haciendo fuerza con los brazos, giró el cuerpo hasta colocarlo en posición casi supina. Al mismo tiempo debía luchar con una terrible sensación de desasosiego. En el pasado había participado en varias operaciones de socorro y había tenido que retirar y transportar muertos. Esta vez lo sucedido era totalmente absurdo. Al girarlo, el cadáver rotó sobre el torso, mientras que las piernas mantenían la misma posición que antes. Por la sensación que no había experimentado al tocarlo y por la postura adoptada por el cuerpo al darle la vuelta, le dio la impresión de que estaba completamente desprovisto de huesos, como un gran muñeco de trapo al que alguien hubiera concedido por algún tiempo la ilusión de ser un hombre.
Y luego, el rostro de Caleb.
Torcido, aullando sin voz, sangrando sin sangre y sucio de tierra. Sus ojos, muy abiertos pero sin ver, parecían repeler la última y terrible visión que se les presentaba.
Jim se dijo que, fuera lo que fuese lo que Caleb había visto antes de morir, era el horror puro.
En aquel silencio absoluto, en algún lugar a sus espaldas, Silent Joe empezó a aullar.
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