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Jim estaba sentado de nuevo, esperando en los escalones de la parte delantera de la casa. Frente a él el sol era un recuerdo rojo al otro lado de las montañas, esfumado en el azul cobalto del cielo del atardecer. Respiró hondo. En ningún otro lugar había aquella intensidad cromática, capaz de pasar sin sobresaltos de la comedia al drama, según se mirara el mundo desde abajo o desde arriba. Sería el lugar más hermoso de la tierra si desde ambas perspectivas no viera también hombres. Jim, inmóvil ante el ocaso y su continuo cambio de fondos, trataba de hacer caso omiso de lo que sucedía a pocos pasos de él. Estaban todos los elementos de la crueldad: los coches de la policía con las luces giratorias encendidas, los agentes uniformados, el furgón de la brigada científica, la ambulancia con las puertas posteriores abiertas de par en par. Del laboratorio llegaban los reflejos de las luces colocadas para iluminar la escena de aquella extraña muerte.

Después de descubrir el cuerpo de Caleb, había llamado al 911 y en la medida de lo posible había mantenido la serenidad mientras esperaba. Cuando llegaron, condujo a los policías al laboratorio donde yacían los restos de su amigo, y luego fue a sentarse allí, a repasar con calma en su mente las imágenes de lo acontecido, a la espera de las preguntas que tendría que responder.

Silent Joe, ya calmado, se hallaba ahora echado sobre la madera tibia, a su lado, contento del contacto tranquilizador con el cuerpo de un hombre. Jim se dio cuenta de que sus caricias y la presencia de una referencia tenían el poder de apaciguarlo.

Desde la esquina de la casa surgió de repente un hombre. Era de estatura media, moreno, con la cara bronceada por el sol y la naturaleza. Vestía una chaqueta de gamuza y pantalones deportivos. El detective Robert Beaudysin tenía la misma edad de Jim, que lo conocía desde la época del colegio, de la secundaria. También él llevaba una pequeña parte de sangre indígena en las venas, por vía paterna. Según la tradición navajo, en los casos de matrimonios mixtos, siempre era el origen de la madre el que determinaba la tribu de pertenencia. Esto regía con pleno derecho para Jim, que era descendiente directo. Robert, en cambio, era un blanco, el equivalente a un pariente lejano, si bien hablaba bastante bien la lengua de los diné.

Cuando llegó a The Oak y lo encontró ante la puerta del laboratorio lo miró con expresión interrogativa, como si le hicieran falta unos segundos para evocar su rostro de entre los recuerdos y traerlo de nuevo al presente. Con toda seguridad era la última persona a la que esperaba ver aguardándolo en aquel lugar. Y junto al cadáver de una muerte tan complicada, además. Lo saludó e inmediatamente se olvidó de éclass="underline" sus ojos examinaban la escena en la que yacía descoyuntado y de forma antinatural el cuerpo del que había sido un hombre.

Ahora, la primera parte del camino, la más inmediata, se había recorrido. Quedaba la otra, la más difícil. Se acercó con calma, y a Jim le sorprendió advertir en su voz un ligero embarazo.

– No sabía que habías regresado.

– Y eso que eres policía… Deberías saberlo todo.

Robert se sentó en los escalones junto a Jim y se permitió una pequeña mueca de amargura y derrota.

– Como policía, me contentaría con saber solo la mitad de lo que debería.

– Qué asunto tan horrible, ¿no?

El policía, que detestaba no saber, dejó pasar unos instantes antes de responder.

– A primera vista, más que horrible. Y tengo la sospecha de que cuando profundicemos será todavía peor.

Jim lo miró con atención. El tiempo transcurrido no lo había cambiado mucho. En cierto aspecto, ambos eran hombres realizados. Cada uno hacía lo que siempre había deseado. No habían hablado mucho. Jim pilotaba helicópteros, y Robert acudía siempre a la escena de un crimen para intentar con obstinación saber y entender quién y cuándo, acaso preguntándose, cada vez, por qué. Como único tributo a los años transcurridos, observó en la cara de su antiguo compañero de colegio unas arrugas que no recordaba. Se preguntó cuántas se deberían a la edad y cuántas a su trabajo. La respuesta le llegó enseguida.

– ¿Podríamos hablar un momento?

Jim se encogió de hombros.

– ¿Tengo alternativa?

– Dada la situación, la verdad es que creo que no.

Robert extrajo del bolsillo tabaco y papel, y antes de servirse los ofreció a Jim, que le indicó que no con un ademán. Después comenzó con calma a liar un cigarrillo. Lo encendió y antes de continuar se permitió una bocanada que se convirtió en brasas rojas, luego en humo y finalmente en nada en el aire del atardecer.

– Cuéntamelo todo.

– Hay poco que decir, Bob. Vine del Ranch a traerle la camioneta a Caleb, di una vuelta por el lugar y no encontré a nadie. Subí al laboratorio y por una ventana lo vi tirado en el suelo. La puerta estaba atrancada, así que la rompí usando la camioneta. Cuando me di cuenta de que estaba muerto os llamé.

– ¿Cuánto hacía que no lo veías?

– Cinco años, más o menos.

A la izquierda, dos camilleros seguidos por el médico forense llevaban una camilla sobre la cual había un cuerpo cubierto por una sábana blanca. Silent Joe emitió un leve gañido pero no se movió. Jim apretó las mandíbulas. Lo que pasaba ante ellos era todo lo que quedaba de una persona que había sido importante en su vida.

«Dos en el mismo día…»

Dos personas que ahora volaban sobre las alas de un gran pájaro blanco. Pero si era cierto que la muerte es la única certeza, algo o alguien se lo había recordado a Caleb Kelso sin la menor muestra de piedad.

Jim desvió la mirada cuando introdujeron el cadáver en la ambulancia. Ese gesto instintivo le recordó a su pesar que siempre, cuando una persona había necesitado su ayuda, él se hallaba mirando hacia otro lado. Los lamentos de la sirena que se alejaba borraron ese pensamiento, pero el sonido permaneció en el aire como un elogio fúnebre en el silencio de The Oak.

«Dentro de cien años ya nadie hablará de todo esto…»

Sin embargo, por el momento esos años eran todavía un lejano proyecto del tiempo. Si hubiera podido oír sus pensamientos, Robert le habría dicho que debía hablar y luchar contra todo lo que sucedía para evitar que ocurriera de nuevo, sin preocuparse por gente que ni siquiera había nacido aún.

Al fin fue Jim quien hizo la primera pregunta:

– ¿Habéis encontrado algo?

Robert meneó la cabeza.

– Hasta ahora no. La Científica está cumpliendo con las prácticas de rutina, pero por sus caras creo que no debemos esperar nada bueno. Además, tú has alterado un poco la escena, de modo que…

Atajó con un gesto de la mano las objeciones de Jim.

– No te lo estoy reprochando. Yo también me habría comportado de la misma manera. Ante todo, ¿no has visto ni observado nada extraño al llegar aquí?

Jim hizo un gesto vago.

– Nada y todo. En realidad ni siquiera he tenido tiempo.

Solo puedo decir sin la menor duda que el perro estaba aterrorizado.

Robert asimiló el dato con un movimiento afirmativo y lo repitió para sí moviendo los labios, como para memorizarlo mejor en una libreta mental.

– ¿Y por qué, en tu opinión?

Como si hubiera comprendido que hablaban de él, Silent Joe levantó el hocico y lo apoyó sobre las piernas de Jim, al tiempo que alzaba los ojos, en súplica de perdón y protección. Jim le hizo una lenta caricia en la cabeza.

– No tengo la menor idea. Solo en los tebeos de Marvel los indígenas pueden hablar con los animales.

– ¿Conocías a este perro?

– No.

– Por la manera en que se te ha pegado de repente, no se diría.

Mientras hablaban, Dave Lombardi, el médico forense, que se había quedado en el aparcamiento observando la partida de la ambulancia como si él fuera el responsable directo, se volvió y fue hacia ellos.

Jim lo conocía porque era la persona a la que había hecho cada año la visita obligada exigida a los pilotos de helicópteros para renovarles la licencia. Sabía que era un gran apasionado de los caballos y que tenía algunos en su casa, en el oeste de Flagstaff, en Camino de Los Vientos. Era alto, enjuto y se movía con seguridad. Por el aspecto físico y la vestimenta, era un perfecto ciudadano de Marlboro Country. Vestía botas, unos tejanos y una chaqueta corta de la misma tela. Probablemente lo habían llamado mientras montaba uno de sus espléndidos animales.