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Perplejo por la presencia de Jim, Lombardi dirigió a Robert una mirada inquisitiva.

– ¿Puedo hablar?

– Pues claro, no hay problema. Jim ha visto todo lo que había que ver. ¿Qué me dices?

– Que jamás había visto algo semejante.

– ¿En qué sentido?

– Los huesos del cadáver, incluso los del cráneo, están en gran parte fracturados, como si los hubieran puesto bajo una prensa. Sea lo que fuese lo que lo mató, debía de tener una fuerza terrible.

– ¿El asesino no pudo haberlos roto uno por uno?

El médico fue prudente en su explicación. Las palabras de Robert, en cambio, eran claras. Ese «sea lo que fuese» quería decir «alguien».

– ¿Y con qué?

– Con una barra de hierro o un objeto parecido.

Lombardi meneó la cabeza.

– Lo excluyo. Se verían huellas de los golpes. Aunque se hubieran ensañado con él después de la muerte, habría rastros más que evidentes.

Robert planteó una pregunta cuya respuesta conocía bien.

– ¿Podría ser algo relacionado con las investigaciones de Caleb?

– ¿Te refieres a la maquinaria que hay allí, en esa especie de laboratorio? Ese hombre no presenta ninguna de las características de una víctima de una descarga eléctrica, por muy fuerte que fuera.

– ¿Puedes decirme, aproximadamente, la hora de la muerte?

– Diría que hace veinticuatro horas, media hora más, media hora menos.

Lombardi se quedó mirando unos segundos el suelo, con aire pensativo, como si no estuviera del todo seguro de si era oportuno decir lo que iba a decir.

– Si he entendido bien, el cadáver estaba en el laboratorio cerrado por dentro, sin ningún indicio de violencia.

– Exacto.

El médico esbozó una sonrisa amarga e incrédula que formó una arruga en un costado de su cara.

– No sé si te interesará, pero estás en el centro exacto de un clásico de la literatura.

– ¿En qué sentido?

– El misterio del cuarto cerrado. Una persona asesinada en una habitación sellada por dentro y sin rastro de violencia. Paradigmático para cualquier autor de thrillers.

– Sólo que yo no escribo novelas y ésta no es una historia inventada.

– Por desgracia a veces la realidad supera la ficción. Por mi parte, solo puedo decirte que por primera vez en mi vida estoy impaciente por hacer una autopsia.

Solo eran hombres, y por eso permaneció un momento en el aire la incomodidad que dejan las cosas desconocidas. Después Dave Lombardi se marchó para tratar de averiguar algo más, y Jim y Robert se quedaron solos. Jim se preguntó por qué Robert había permitido que el médico expusiera sus opiniones relativas al homicidio de Caleb en presencia de un extraño a las investigaciones. Por lo que sabía, los procedimientos policiales se desarrollaban con la máxima reserva. No llegó a responderse, porque por el momento el policía había concluido su papel oficial para volver a ser un viejo amigo.

– ¿Cómo te trata la vida lejos de aquí?

Jim sabía a qué se refería. Él, para muchos habitantes de aquellos parajes, era alguien que había triunfado. Vivía en Nueva York, algo que en la imaginación colectiva era sinónimo de éxito y buena vida. Robert no sabía nada de Lincoln Roundtree ni de Emily, ni que al cabo de un mes cualquier vehículo es igual a cualquier otro. En todas partes la vida era solo cuestión de costumbres y escenografías.

Señaló con la cabeza el último destello de sol detrás de las montañas.

– Me trata como a todos. Llena de amaneceres y crepúsculos.

Robert volvió la cabeza hacia la izquierda y esbozó una pequeña mueca de contrariedad.

– Se acabó la tranquilidad. Ha llegado la prensa.

Jim agradeció esa distracción que le daba la oportunidad de no proseguir. Mientras hablaban, por el camino de tierra había llegado un gran Ford Expedition, precedido por la luz intermitente de los faros entre los árboles. Lo detuvieron los agentes en la barrera formada por dos coches patrulla. Se apeó una persona que se abrió paso entre las protestas de los policías y ahora avanzaba hacia ellos.

Jim vio que se trataba de una mujer, alta y espigada. Por su vestimenta parecía que los acontecimientos la habían sorprendido mientras cabalgaba con Dave Lombardi. Jim la observó con atención a medida que se acercaba. Tenía el pelo largo, de un color rojo que destacaba a la luz de los faros, y una cara de rasgos sutiles que se iba definiendo a medida que disminuía la distancia. Antes de que llegara a su lado Jim ya sabía quién era. La reconoció apenas bajó del coche y se encaminó por la leve cuesta que conducía a la casa. Se acercó a él con su andar ligero, su paso lleno de ecos de recuerdos.

Se llamaba April Thompson y había sido su novia, en otro tiempo. En una noche de verano, echados en la parte posterior de la camioneta de Richard Tenachee bajo las estrellas, con su aliento caliente de mujer excitada le había susurrado que lo amaba. Jim recordaba con claridad aquella noche, aquellas estrellas y aquellas palabras. Casi llegó a pensar que ella y aquel momento eran más bellos que la libertad. Pero él era como era, tanto entonces como ahora. Pronto se marchó de nuevo en una de sus máquinas voladoras y una vez más, cuando ella lo necesitó, lo sorprendió mirando hacia otro lado.

8

Ahora la oscuridad caía sobre la carretera, pero salpicada de faros detrás y delante. Por la autopista 89, mientras bajaban hacia Flagstaff, Jim iba sentado sobre incómodas espinas junto a April. Por mucho que intentara mostrarse a la altura de la situación, no podía evitar mirarla de vez en cuando y contemplar su perfil dibujado por las luces mientras conducía. No se la veía muy cambiada… en todo caso, para mejor. Más madura, más segura, más mujer. Tenía rasgos bien definidos, vagamente andróginos, salpicados de unas tenues pecas alrededor de la nariz, que acentuaba la exposición al sol. Poseía el tipo de belleza que no llevaba a pensar en una casa, sino en espacios inmensos. Sus ojos azules tenían un matiz que en ocasiones las lágrimas lograban transformar en el color del cielo en los días límpidos.

Era algo que Jim recordaba bien, y sabía que tampoco April Jo. había olvidado.

Una vez más, su instinto fugitivo lo empujó a mirar hacia otro lado. A su izquierda desfilaban seguras de sí las luces del Mall, el nuevo centro comercial recién construido. El pasado y el presente jugaban al ajedrez y utilizaban como peones a los ocupantes de ese coche. Los dos habían sido algo, en otra época. Pero como sucede a menudo en las vivencias humanas, habían significado el uno para el otro lo suficiente para transformarlos ahora en dos desconocidos.

Fue April quien rompió el silencio. Habló sin mirarlo.

– Ni siquiera en la penumbra consiguen ser del mismo color.

– ¿Qué?

– Tus ojos. Es raro que una anomalía tan evidente pueda resultar tan fascinante. Las mujeres de Nueva York deben de estar locas por ti.

No era una pregunta, sino una afirmación. Y por el tono de voz, Jim se dio cuenta de que en sus palabras no había el menor matiz de seducción, ni siquiera un ligero despecho de mujer herida. Contenían algo muy distinto, la declaración indiferente de una total ausencia de aprecio.

Un rato antes, al llegar a la casa de Caleb, no le sorprendió en absoluto encontrarlo allí. Jim ignoraba hasta qué punto su regreso a Flagstaff podía considerarse una noticia. Pero si lo era, la reacción de April a su presencia daba a entender que para ella significaba que era una noticia vieja o carente de toda importancia.