No podía decir que Silent Joe fuera en realidad su perro, porque ese animal daba la sensación de pertenecer solo a sí mismo. Pero en el fondo era el único amigo de verdad con el que podía contar, para decepción de todas las abuelas que bordaban «Home, sweet home» en sus tapetes individuales de lino.
Como si hubiera adivinado que estaba pensando bien de él, el perro se volvió a mirarlo.
– Un día duro, ¿eh, See-Jay? Tengo la impresión de que hoy habrías preferido quedarte en casa roncando sobre la alfombra, en vez de salir al alba. ¿Me equivoco?
A modo de confirmación al comentario de su dueño, el perro volvió la cabeza y respondió con un bostezo que dejó al descubierto la lengua rosa y los dientes blancos y fuertes.
– Ya, he comprendido. Veamos si hay algo que pueda hacer más llevadero el comienzo de nuestra jornada.
Caleb cogió un trozo de carne seca de un paquete de Country Jerky Strips que llevaba en el bolsillo. Lo tendió hacia la boca del perro. Silent Joe no se arrojó como habría hecho cualquier otro exponente de la estirpe canina, ya fuera puro o mezclado y con colores como los suyos.
Acercó la boca a la mano tendida y cogió con delicadeza la carne entre los dientes, para empezar de inmediato a masticarla con el deleite de un gourmet y el agradecimiento de Bruto. Caleb solía pensar, con una sonrisa, que si Julio César hubiera sido un perro, lo habría traicionado Silent Joe. Daba la impresión de que todo lo que hacía era para su propio provecho, para la pura satisfacción de su ego de mestizo. No había modo de enseñarle que la comida podía ser un premio. Para él, todo lo que le daban parecía ser un acto debido, un inevitable reconocimiento a su existencia.
Mientras la carne desaparecía en el estómago de Silent Joe y se disponía a convertirse en el enésimo medio para delimitar su territorio, Caleb abrió la ventanilla y dejó entrar el viento fresco. El otoño, todavía invisible en los árboles, estaba ya en el aire de finales de septiembre, con un vago olor a nieve y a hojas descompuestas. Durante la noche anterior nubes de lluvia habían descendido junto con la oscuridad por las laderas de los San Francisco Peaks, con un despliegue de truenos y relámpagos que evocaban el recuerdo infantil de cabezas bajo las cubiertas. Más adelante, el terreno de la carretera mostraba aún los rastros grises del temporal. Los charcos parecían monedas brillantes en el suelo, donde se reflejaban pedazos del cielo del amanecer. Por el espejo retrovisor no se veían las estelas de polvo o las habituales matas de sus viajes anteriores, cuando remontaba esa carretera con el mismo coche viejo y la misma intención de cazar.
Silencioso el hombre y silencioso el perro, con los únicos ruidos de fondo del motor y los quejidos de la carrocería, prosiguieron por el camino flanqueado de álamos temblones y grandes troncos de pino ponderosa, hasta llegar a una bifurcación. Contra el trasfondo oscuro de los pinos, a la luz de los faros y de la primera claridad del día, se encontraron ante un cartel turístico. Un pintor que conocía su oficio había representado a un vaquero a caballo apoyado elegantemente en la silla, mientras con la mano izquierda señalaba la carretera que continuaba por el bosque que se extendía a la derecha. La cara sonriente y las palabras escritas bajo la figura aseguraban a quienquiera que pasara por aquellos lares que tomando la dirección indicada se llegaba al Cielo Alto Mountain Ranch.
Caleb siguió esa guía dibujada sin disminuir la velocidad, resignado a la ligera desviación de la camioneta, que corregía con el volante. Sin mostrar el menor sobresalto, Silent Joe mantenía el equilibrio balanceándose en su asiento, como si ese tipo de conducción desenfadada fuera una práctica habitual de su compañero de viaje.
Al cabo de menos de un kilómetro y medio la carretera doblaba un poco a la izquierda, lo que obligó a Caleb a bordear durante un trecho una alta valla de tablones de madera, hasta alcanzar el acceso principal del Ranch. La entrada estaba coronada por un burdo cartel de madera blanca y turquesa con letras negras. Como en la tradición de las películas del Oeste, colgaba de un poste sostenido por dos puntales, sujeto con dos trozos de cadena. Caleb pasó al otro lado y se dirigió sin vacilar hacia el aparcamiento de la izquierda, reservado para el personal.
El Cielo Alto Mountain Ranch estaba construido en un terreno que en sus orígenes se extendía medio millón de acres al pie del Humphrey's Peak, la montaña más alta de toda Arizona. Reproducía de manera aceptable una aldea de la antigua frontera. En la parte inmediatamente superior a la zona de aparcamiento, delimitada por una segunda valla lo bastante alta para ocultar los coches a la vista, había una serie de cabañas de madera, de aspecto muy espartano. Se hallaban dispuestas en semicírculo alrededor de un amplio espacio abierto, donde los huéspedes se reunían para preparar barbacoas al aire libre y asistir a los discutibles conciertos de música country que se ofrecían con cierta frecuencia.
El gran edificio de troncos que constituía la Club House dividía el campo casi por la mitad.
En la parte opuesta a aquella donde se encontraba Caleb, un poco más arriba, a la derecha de la Club House, había diversas hogan, las típicas viviendas de barro, en forma abovedada, de las poblaciones navajas, que allí solo desempeñaban una función decorativa. En la explanada inferior estaban los alojamientos para los clientes del Ranch: pequeñas estructuras de adobe, pegadas las unas a las otras, que reproducían el estilo arquitectónico, más o menos puro, de los indígenas pueblo.
Al fondo, ocultos a la vista por otra cerca, se hallaban los establos, los almacenes y los cobertizos que albergaban las calesas, las carretas Conestoga y las diligencias de la Wells Fargo en las que llevaban de paseo a los huéspedes en las toscas conmemoraciones que formaban parte de las atracciones del Ranch. Por encima de todo aleteaba un aire de falsa nostalgia, la sensación de un pasado reciente, y ni siquiera demasiado heroico, que intentaba a toda costa erigirse en historia.
Caleb detuvo la camioneta junto a un Mazda manchado de tierra y lluvia. Bajó y dejó abierta la puerta de su lado para que saliera Silent Joe. El perro se movía a sus anchas por aquel lugar, que para él era terreno conocido, y apenas estuvo al aire libre fue con andar seguro hacia su árbol preferido. Levantó la pata y empezó a orinar con tranquilidad, mientras miraba a su dueño con ojos de no querer que lo espiaran en semejante momento de intimidad.
De la parte posterior del Ford, Caleb sacó su PSE Fire Flight, un arco de caza un poco viejo, pero que en sus buenos tiempos arqueros de todo el mundo habían aclamado como una auténtica revolución. Un arma de unos tres kilos y medio, muy estable, desmultiplicada en la mitad de la polea de modo que reducía a un sesenta por ciento la fuerza necesaria para superar el pico, el punto de máxima tracción. Era capaz de clavar un hombre a un árbol traspasándolo de lado a lado y dejando asomar un fragmento de flecha lo bastante sólido para colgar la chaqueta.
También cogió del asiento el carcaj lleno de flechas de aluminio con puntas reforzadas y cuatro aletas, y verificó que estuvieran cubiertas con la protección de plástico. No deseaba que se le clavara una en el costado o en cualquier otra parte, si por azar resbalaba y caía. Por aquellos parajes esos accidentes hacían reír a todos.
En cierta ocasión ayudó a un cazador forastero, de los que llegaban con sus Hummer negros llenos de cromo y sus flamantes chaquetas, convencidos de que la película Rambo 2 era la Biblia de los tiradores con arco. Cuando lo llevaron a la sala de primeros auxilios con una flecha clavada en el culo, los médicos apenas consiguieron contener la risa mientras lo atendían.
Caleb no quería correr la misma suerte.
Solo Dios sabía qué poco necesitaba las crueles expresiones de conmiseración de la gente.