Lo saludó simplemente pronunciando su nombre.
Robert adoptó una expresión oficial. El hecho de que en la ciudad casi todos se conocieran y se reunieran con frecuencia a tomar una cerveza no excluía que, en los momentos debidos, cada uno actuara según le imponía su papel.
– Hola, April, ¿cómo van las cosas en el Chronicles?
– Como siempre. Sobre todo, asuntos de rutina. Pero no es este el caso, por lo que parece. ¿Qué me dices, Bob?
El detective se encogió de hombros.
– Vamos, April, ya sabes que no puedo decir nada. Al menos por ahora.
– Ya que estamos en la casa de Caleb Kelso, ¿podemos conjeturar que el muerto es él?
Complaciente, Robert Beaudysin asintió con la cabeza.
– Tú lo has dicho. Dado que estamos en su casa, podemos conjeturar que el muerto es él.
April miró los ojos que no deseaban dejarse mirar.
– Todos sabíamos qué hacía Caleb en su laboratorio. ¿Se trata de un accidente relacionado con sus investigaciones, o de otra cosa?
Ese «otra cosa» quedó suspendido unos instantes con su significado amenazador, antes de que el policía pronunciara su lapidario comunicado oficial.
– Digamos que el jefe de policía ofrecerá una conferencia de prensa en la que se difundirán todas las informaciones que puedan difundirse. Y tú serás la primera en saber cuándo y dónde. Ahora, si me disculpas…
Robert Beaudysin, el policía que no sabía, se levantó y la dejó sola. Al marcharse echó a Jim una mirada significativa. Jim comprendió por qué Robert había permitido que Dave Lombardi hablara en su presencia. Podía considerarlo una muestra de confianza o no, según el punto de vista. Antes era un hombre que sabía poco, ahora era un hombre que lo sabía todo. Si se conocía algún detalle habría un claro responsable.
April se dirigió a Jim. La confianza del pasado había quedado borrada por el tiempo y la determinación del que cumple con un trabajo e intenta hacerlo bien.
– ¿Y qué me dices tú?
Jim aún conservaba en los ojos la mirada del policía. Y no quería dificultades, ni ahora ni nunca.
– Poco más de lo que te ha dicho Bob. Vine a ver a Caleb, y en vez de encontrarlo vivo lo he encontrado muerto.
– ¿Aquí mismo?
– Aquí mismo.
– ¿Y no has visto ni oído nada extraño?
«Claro que he visto algo extraño. He visto el cadáver de un amigo mío reducido a un muñeco de trapo, y a un perro aterrorizado. Y, pensándolo bien, también lo estaba yo…»
– No, nada en particular.
En ese momento llegó por el camino una furgoneta oscura con el logotipo blanco del Channel 2, un canal local de televisión. Los agentes la detuvieron al lado del SUV de April. Los ocupantes bajaron, descargaron sus equipos y montaron rápidamente las luces. Un cronista se ubicó de espaldas a la casa y empezó a transmitir ante una cámara que sostenía un operador. Era un muchacho joven, con chaqueta deportiva y aire resuelto, que tal vez, al tiempo que hablaba a los telespectadores, soñaba con las grandes redes nacionales. Mientras estaban en el aire, Robert pasó cerca y el reportero se abalanzó sobre él empuñando el micrófono como una antorcha olímpica. El policía intentó evitarlo. Jim y April, desde su posición, alcanzaron a ver sus gestos, que en el frenético histrionismo de los medios significa en todas partes «no comment».
Jim se puso de pie. Silent Joe lo imitó al instante y se quedó mirándolo inseguro, directo a la cara, con sus ojos color avellana, al tiempo que se lamía los labios con su lengua rosada.
April esbozó una sonrisa.
– Éste era el perro de Caleb, me parece.
– Pues sí.
– Si no me equivoco, acaba de elegir a un nuevo dueño.
Jim se sintió a un tiempo desconcertado y divertido al comprender que esa mujer y ese perro habían decidido por él.
– Parece que así es.
Tendió una mano y la apoyó en la cabeza de Silent Joe, que aceptó el gesto entornando los ojos, como para confirmar tácitamente el acuerdo.
April introdujo las manos en los bolsillos de la chaqueta y sacó las llaves del coche.
– Me da la impresión de que necesitas que alguien te lleve.
– Pensaba volver a la ciudad con Bob. Pero, dado el trabajo que le espera, parece una hipótesis poco factible.
– Yo vuelvo al periódico, en Flagstaff. Si quieres, puedo llevarte hasta donde te vaya bien.
Jim aceptó el ofrecimiento de April; ahora, la 89 había vuelto a ser la ruta 66, la vieja carretera histórica que atravesaba el corazón de la ciudad. Pasaron el semáforo del cruce con el Switzer Canyon Drive y se convirtieron en parte de esa comunidad que se disponía a vivir las luces de la noche. A pocos kilómetros de allí había muerto un hombre y probablemente otro lo había matado, pero se trataba solo de una rutinaria historia de violencia entre seres humanos: no constituía una gran noticia. El aire todavía era caliente, y las calles seguían siendo un buen lugar donde estar. Había muchos chavales, vestidos con las ropas más estrafalarias, que recordaban a todos que Flagstaff era una ciudad universitaria y que la juventud tiene por naturaleza muchos más derechos que deberes.
– ¿Adónde te llevo?
Como si quisiera recordarle su presencia, Silent Joe se movió en busca de una posición más cómoda. En cuanto la encontró, se acurrucó en la parte de atrás con un ligero resoplido de foca.
Jim señaló con una sonrisa y un gesto de la mano la parte posterior del vehículo.
– A estas alturas, visto que la familia ha aumentado, pensaba preguntarles a Raquel y a Joe si disponen por unos días de una habitación y una ducha.
Aunque pareciera poco propensa a hacerlo, también April sonrió.
Poco antes del semáforo siguiente, dobló a la derecha por Elden Street y enseguida se detuvo en la Aspen Inn, una agradable posada situada en una zona residencial de los suburbios. Jim conocía desde hacía tiempo a los dueños, Raquel y Joe Sánchez, dos personas a las que no era fácil olvidar. Siempre sonrientes, adoraban su trabajo, a sus hijos, a la gente y a los animales. Jim deseó que dispusieran de un alojamiento para estos viajeros inesperados.
April detuvo el motor y se quedó un instante mirando fijo la semioscuridad del otro lado del parabrisas antes de dar voz a su pensamiento.
– Tu abuelo era un gran hombre.
Jim, sin decir nada, aguardó.
– Lo lamenté mucho cuando me enteré. Quise ser yo quien escribiera el artículo que hablaba de él y lo que fue, después de su muerte.
– Te lo agradezco.
April hizo un gesto vago. Jim le agradeció también, en su fuero íntimo, que no hubiera añadido, si es que lo había pensado, que lo había hecho solo por el viejo y no por él.
– Charlie se quedó de pie al lado de la cama donde colocaron el cuerpo, parecía esculpido en piedra. No lo dejó ni un instante. Creo que con gusto habría dado la vida por tu abuelo.
April calló un momento. Cuando prosiguió, su tono de voz era imperceptiblemente más bajo.
– Y también por ti.
Jim evocó el rostro de Charles Owl Begay cuando desde las alturas del helicóptero lo vio desaparecer y convertirse en un puntito movido por el viento generado por la hélice. Pensó en sus palabras y no pudo sino sentir pena por lo que no había logrado ser ni para él ni para Richard Tenachee.
– Lo sé. Ayer estuvimos juntos. Pasé la noche en el Ranch. No hemos hablado mucho, pero Charlie es de los que se expresan mejor con silencios que con palabras.
April aprovechó la oportunidad para cambiar de tema, ya que la conversación parecía penosa para los dos.
– ¿Has visto cómo ha cambiado el Ranch?
– Lo he visto, sí. Parece algo serio. He hablado por teléfono con Cohen Wells. Sé que ahora el dueño es él.
– Hay quien dice que lo ha sido siempre. Sólo que ahora ha decidido salir a la luz.